¿Una ‘primavera
vaticana’?/ Hans Küng es catedrático emérito de Teología Ecuménica en la
Universidad de Tubinga y autor del libro de próxima publicación ¿Puede salvarse
la Iglesia?
El
País | 1 de marzo de 2013
La
primavera árabe sacudió toda una serie de regímenes autoritarios. Ahora que ha
dimitido el papa Benedicto XVI, ¿será posible que ocurra algo similar en la
Iglesia católica, una primavera vaticana?
Por
supuesto, el sistema de la Iglesia católica, más que a Túnez o Egipto, se parece
a una monarquía absoluta como Arabia Saudí. En ambos casos, no se han hecho
auténticas reformas, sino concesiones sin importancia. En ambos casos, se
invoca la tradición para oponerse a la reforma. En Arabia Saudí, la tradición
solo se remonta a 200 años atrás; en el caso del papado, a 20 siglos.
Ahora
bien, ¿es cierta esa tradición? En realidad, la Iglesia vivió durante un
milenio sin un papado de tipo monárquico absolutista como el que conocemos.
Fue
a partir del siglo XI cuando una “revolución desde arriba”, la “reforma
gregoriana” iniciada por el papa Gregorio VII, nos legó las tres
características históricas del sistema de Roma: un papado centralista y
absolutista, un clericalismo forzoso y la obligación del celibato para los
sacerdotes y otros clérigos seglares.
Los
esfuerzos de los concilios reformistas del siglo XV, los reformadores del siglo
XVI, la Ilustración francesa en los siglos XVII y XVIII y el liberalismo del
siglo XIX tuvieron éxito solo en parte. Incluso el Concilio Vaticano II, de 1962
a 1965, a pesar de abordar muchas preocupaciones de los reformadores y los
críticos modernos, se vio obstaculizado por la curia, el órgano rector de la
Iglesia, y no logró poner en práctica más que parte de los cambios exigidos.
Hoy,
la curia, que también es un producto del siglo XI, sigue siendo el principal
obstáculo para cualquier reforma de fondo de la Iglesia católica, cualquier
acuerdo ecuménico con las demás iglesias cristianas y religiones mundiales y
cualquier actitud crítica y constructiva frente al mundo moderno.
Con
los dos últimos papas, Juan Pablo II y Benedicto XVI, se ha producido un fatal
regreso a los viejos hábitos monárquicos de la Iglesia.
En
2005, en una de sus escasas muestras de audacia, Benedicto mantuvo una amigable
conversación de cuatro horas conmigo en su residencia de verano, en
Castelgandolfo, cerca de Roma. Yo había sido colega suyo en la Universidad de
Tubinga y también su crítico más feroz. Durante 22 años, después de que
criticara la infalibilidad del Papa y me retirasen la autorización eclesiástica
para dar clase, no habíamos tenido el menor contacto privado.
Antes
del encuentro, decidimos dejar de lado nuestras diferencias y hablar de temas
sobre los que podíamos estar de acuerdo: la relación positiva entre la fe
cristiana y la ciencia, el diálogo entre religiones y civilizaciones y el
consenso ético entre fes e ideologías.
Para
mí, y para todo el mundo católico, la entrevista fue una señal de esperanza.
Pero, por desgracia, el pontificado de Benedicto estuvo marcado por crisis y
malas decisiones. Logró irritar a las iglesias protestantes, los judíos, los
musulmanes, los indios de Latinoamérica, las mujeres, los teólogos reformistas
y todos los católicos partidarios de las reformas.
Los
mayores escándalos de su papado son conocidos: para empezar, el hecho de que
Benedicto reconociera a la archiconservadora Sociedad de San Pío X del
arzobispo Marcel Lefebvre, que se opone de manera rotunda al Concilio Vaticano
II, y a un personaje que niega el Holocausto, el obispo Richard Williamson.
Luego
estuvo la inmensa ola de abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes, que
el Papa ayudó en gran parte a encubrir cuando era el cardenal Joseph Ratzinger.
Y después el caso Vatileaks, que reveló un espantoso número de intrigas, luchas
de poder, corrupción y deslices sexuales en la curia, y que parece ser una de
las principales razones por las que Benedicto ha decidido abandonar.
Esta
primera dimisión de un papa en casi 700 años deja al descubierto la crisis
fundamental que se cierne sobre una Iglesia anquilosada. Y ahora, todo el mundo
se pregunta: ¿Será posible que el próximo Papa, a pesar de todo, inaugure una
nueva primavera para la Iglesia católica? No se pueden ignorar las desesperadas
necesidades de la Iglesia. Existe una desastrosa escasez de sacerdotes, en
Europa, Latinoamérica y África. Son muchísimas las personas que han dejado la
Iglesia o han emprendido una “emigración interna”, sobre todo en los países
industrializados. Ha habido una inequívoca pérdida de respeto hacia obispos y
sacerdotes, el distanciamiento, en particular, de las mujeres jóvenes, y la
incapacidad de incorporar a los jóvenes a la Iglesia.
No
debemos dejarnos engañar por el poder mediático de los grandes acontecimientos
papales de masas ni por los aplausos enloquecidos de los grupos juveniles
católicos. Detrás de la fachada, la casa está viniéndose abajo.
En
esta dramática situación, la Iglesia necesita un Papa que no viva desde el
punto de vista intelectual en la Edad Media, que no defienda ningún tipo de
teología, liturgia ni constitución eclesiástica propias de la época medieval.
Necesita un Papa abierto a las preocupaciones de la reforma, a la modernidad.
Un Papa que defienda la libertad de la Iglesia en el mundo no solo mediante
sermones sino luchando con hechos y palabras por la libertad y los derechos
humanos dentro de la Iglesia, por los teólogos, por las mujeres, por todos los
católicos que desean decir la verdad abiertamente. Un Papa que no siga
obligando a los obispos a obedecer una línea oficial reaccionaria, que ponga en
práctica una democracia apropiada dentro de la Iglesia, construida según el modelo
del cristianismo primitivo. Un Papa que no se deje influir por ningún otro
“Papa en la sombra” del Vaticano como Benedicto y sus leales seguidores.
La
procedencia del nuevo Papa no debería ser un factor crucial. El Colegio
Cardenalicio debe elegir al mejor, sin más. Por desgracia, desde la época del
papa Juan Pablo II, se emplea un cuestionario para hacer que todos los obispos
sigan la doctrina oficial de Roma en los asuntos polémicos, un proceso sellado
por el voto de obediencia incondicional al Papa. Por eso, hasta ahora, no ha
habido disidentes públicos entre los obispos.
Sin
embargo, la jerarquía católica ha recibido advertencias sobre la brecha
existente entre ella y los seglares en asuntos importantes relacionados con
posibles reformas. Una encuesta reciente en Alemania muestra que el 85% de los
católicos son partidarios de dejar que los curas se casen, el 79%, de que los
divorciados puedan volver a casarse por la Iglesia, y el 75%, de que las
mujeres puedan ordenarse. Probablemente, las cifras serían similares en muchos
otros países.
¿Será
posible que tengamos un cardenal o un obispo que no esté dispuesto a seguir por
la misma senda trillada de siempre? ¿Alguien que sepa lo profunda que es la
crisis de la Iglesia y conozca vías para salir de ella?
Estas
preguntas deben discutirse abiertamente, antes del cónclave y durante él, sin
que nadie amordace a los cardenales, como se hizo en 2005 para que se atuvieran
a las directrices.
Soy
el último teólogo en activo de los que participó en el Concilio Vaticano II
(junto con Benedicto) y, como tal, me pregunto si no será posible que haya al
comienzo del cónclave, igual que hubo al comienzo del Concilio, un grupo de
cardenales valientes que se enfrenten a los miembros más inflexibles de la
jerarquía católica y exijan un candidato dispuesto a aventurarse en nuevas
direcciones. ¿Tal vez a través de un nuevo concilio reformista o, mejor aún,
una asamblea representativa de obispos, sacerdotes y seglares?
Si
el próximo cónclave elige a un Papa que vuelva a lo de siempre, la Iglesia
nunca experimentará una nueva primavera, sino que caerá en una edad de hielo y
correrá el peligro de encogerse hasta convertirse en una secta cada vez más
irrelevante.
Traducción
del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia. ©2013 The New York Times.
Distribuido por The New York Times Syndicate.
El
Pastor convoca a la Iglesia/ Jaime Mayor Oreja, eurodiputado.
ABC
| 6 de marzo de 2013
Vivimos
un momento trascendental en la vida de la Iglesia católica. Lo que significa
que el mundo vive un momento trascendental. La renuncia de Benedicto XVI – que
no es sucesor de Jesucristo, sino de Pedro, y que por tanto no se baja de la
Cruz, sino que renuncia al ministerio de Obispo de Roma que recibió de los
cardenales el 19 de abril de 2005- ha abierto un tiempo nuevo para los
católicos, y lo ha hecho de un modo imprevisto. Se han producido
especulaciones, algunas sorprendentes, porque quienes durante el pontificado de
Juan Pablo II pretendían que Ratzinger era el lobo entre los corderos y como
tal lo recibieron, lo despiden ahora como el cordero entre los lobos y lamentan
la marcha de uno de los más excelsos intelectuales contemporáneos «a pesar» de
su fe. Incluso afirman una contradicción entre la inteligencia y la fe de
Benedicto XVI y sitúan ahí la razón de su renuncia. Dejémoslo ahí y convengamos
simplemente en que la fuerza de atracción de Benedicto XVI ha trascendido a la
propia Iglesia.
Lo
cierto es que la única persona que conoce y por ello ha podido explicar las
razones profundas de su decisión es el propio Benedicto XVI. Y lo ha hecho con
toda claridad. No como cordero, sino como Pastor. Una decisión así suscita
ideas y sentimientos únicos en cualquier creyente. Y quiero referirme muy
brevemente a los que suscita en mí.
Para
quienes, como yo, estamos en la esfera pública desde hace muchos años, las
palabras de este Papa han mareado nuestro quehacer diario. Escucharlo decir que
le faltan las fuerzas físicas me permitió reconocer en él el val or de la
verdad. No puedo dejar de recordar sus palabras al definir el alcance de la
situación que le precede, «un mundo sacudido por cuestiones de gran relieve
para la vida de la fe». Constatar cada día en mi actividad pública el avance
implacable del relativismo, auténtica moda dominante en nuestra sociedad, me
reafirma en la idea de que ha sido el Papa el mejor «diagnosticador» de nuestro
tiempo, el tiempo de la dulce tiranía del relativismo. sin límites ni
geográficos ni políticos: la socialización del prestigio de la nada, de la
negación de cualquier valor o moral firme, de la pulsión destructora de todas
nuestras referencias permanentes indispensables, que incluso está dentro de
nosotros mismos, en el corazón de nuestra sociedad, en el nuestro.
El
relativismo ha conseguido eliminar de la Constitución y de los Tratados
Europeos la referencia a las raíces cristianas de Europa, ha reemplazado el
derecho a la vida por el derecho al aborto, está tratando de sustituir la
obligación moral hacia los mayores por un supuesto nuevo derecho a morir
dignamente, ha desnaturalizando la esencia del matrimonio, ha construido una
doctrina de falsos y supuestos nuevos derechos erradicando el significado de
las obligaciones.
En
este preciso contexto, he recibido la decisión de Benedicto XVI como la voz que
llama a la Iglesia a reunirse y fortalecerse. Una voz de alarma que, como el
sonido de las campanas que acompañaron su salida de San Pedro, resuena en todo
el mundo advirtiendo de que algo importante está sucediendo en el pueblo de
Dios. Una voz que nos pide a todos levantar la mirada desde nuestro trabajo
ordinario para dedicar una especial atención a lo que nuestra fe nos exige. Una
voz, en suma, que nos anima a prepararnos para encarar una nueva etapa en el
desafío de resistir y de revocar el avance de la falsa libertad en el centro
mismo de Occidente.
La
renuncia adquirirá todo su valor si los que somos convocados por ella, todos
los fieles, somos capaces de responder como debemos. Como católicos, como
cristianos, como creyentes. Los «tiempos nuevos» que se están alumbrando en el
mundo son confirmados por la decisión de Benedicto XVI y van a exigirnos
cambios profundos de actitudes personales, que es lo único que puede hacer una
Iglesia más fuerte. Él nos interpela con preguntas referidas al «qué» y al
«cómo» vamos a cambiar cada uno de nosotros a partir de ahora, cómo nos cambia
a nosotros el cambio en nuestra Iglesia. Y él nos señala el camino, un camino
hecho de humildad y de entrega.
Hay
quienes pretenden de la Iglesia lo que no puede dar. Le piden una
«modernización» que consistiría en adueñarse de aquello de lo que no es
propietaria, sino sólo custodia: una verdad revelada que debe proclamar con
fidelidad en todo el mundo y en todos los tiempos. Si hoy conocemos a Cristo es
porque la Iglesia nos lo ha traído hasta aquí fielmente a lo largo de los
siglos. Esto es algo que, una vez más, algunos parecen no comprender: la
Iglesia no decide lo que proclama, proclama lo que recibe. Y debe elegir
siempre el mejor modo de proclamar la verdad de la que es depositaria para toda
la Humanidad. Eso es lo que ahora se ha de decidir en Roma.
En
esa tarea, los adversarios no están en la propia Iglesia, sino fuera de ella. Y
el hecho de que en ocasiones el relativismo haya arraigado incluso dentro de la
Iglesia, en los creyentes, en nosotros mismos, cuando no estamos a la altura,
no debe confundirnos sobre esto. La Iglesia no está a salvo del error ni del
pecado, pero como Iglesia, como institución, es santa. No gracias a quienes la
formamos, sino a pesar de nosotros y gracias a Dios. o basta tener al frente de
la Iglesia a un intelectual portentoso y valiente, al mejor develador del
relativismo y a quien más ha hecho por combatirlo. No basta porque la gran
plaga de nuestro tiempo, como lo fueron los totalitarismos y el comunismo hace
décadas, exige de todos nosotros que sigamos la senda que Benedicto XVI nos ha
abierto.
Juan
Pablo II fue el líder al que correspondió enterrar el comunismo, y al Papa
Benedicto XVI le ha correspondido el diagnóstico del relativismo. Ahora debemos
continuar la tarea. Cada uno de nosotros debe sentirse aludido, llamado,
concernido por su renuncia. Su palabra y su ejemplo constituirán una guía
segura. Porque, como él mismo escribió, Dios deja una gran medida de libertad
al mal, pero a pesar de todo «la historia nunca se le va de las manos».
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