Cómo se elige
el Papa/ Josep M. Colomer es profesor de investigación en el Instituto de
Análisis Económico del CSIC. Autor de Cómo votamos. Los sistemas electorales
del mundo: pasado, presente y futuro (Gedisa).
El
País | 6 de marzo de 2013
Antes
de dimitir, el papa Benedicto XVI restableció el requerimiento, que Juan Pablo
II había modificado, de dos tercios de cardenales en el cónclave para la
elección de su sucesor. Hasta llegar a este sistema electoral, la Iglesia pasó
por azarosas y conflictivas pruebas y errores, en parte provocadas por su
renuencia a pensar en términos prácticos y estratégicos sobre una elección que,
según la doctrina, debería ser inspirada por el Espíritu Santo.
Inicialmente,
el obispo de Roma era elegido como los demás obispos, es decir, por aclamación
asamblearia de los fieles. Sin embargo, ya en los tiempos de las catacumbas los
desacuerdos en la elección provocaron numerosas protestas, tumultos violentos y
cismas. Hasta el siglo XII, al menos 31 antipapas fueron proclamados en pugna
con otros ganadores y reconocidos por algunas facciones. En apenas 100 años en
torno al año 1000, 12 papas fueron expulsados del trono, 5 fueron enviados al
exilio y 5 fueron asesinados. Esta debilidad institucional interna de la
Iglesia para elegir a su máximo pontífice dio un papel arbitral a los sucesivos
emperadores romano-germánicos, los cuales a menudo nombraron sin más al papa de
turno.
La
Iglesia solo pudo conquistar una mayor autonomía mediante la adopción de un
sistema electoral más efectivo. La primera reforma, en el siglo XI, consistió
en eliminar a los fieles y al bajo clero de la elección y ponerla en manos de
los cardenales. Sin embargo, la elección continuó siendo concebida como una vía
para conocer la voluntad de Dios, por lo que requería una inequívoca decisión
por unanimidad. Ante los frecuentes desacuerdos, se intentó dar prioridad a la
“parte más sensata y mayor”, lo cual solía significar que los
cardenales-obispos se impusieran sobre los cardenales-sacerdotes o los
cardenales-diáconos. Pero como los conflictos persistían, el papa Alejandro III
decidió establecer, desde 1179, la regla de la mayoría cualificada de dos
tercios, aún vigente en la actualidad. El abandono del requerimiento de
unanimidad, que había sido identificado con la inspiración divina, y su
sustitución por una regla de mayoría cualificada se inspiró en algunos
procedimientos de elección de gobernantes usados en la época en varias ciudades
italianas, incluido el duque de la República de Venecia.
La
regla de los dos tercios permite esperar que el elegido no sea cuestionado por
ningún rival creíble, ya que ello requeriría que cambiara de opinión una
mayoría de aquellos que hubieran apoyado originalmente al ganador. Esto
permitió a la Iglesia postular que también el elegido mediante esta regla
reflejaría la voluntad divina. Según dijo el papa Pío II sobre su propia
elección: “Lo que se hace por dos tercios del Sacro Colegio está hecho sin duda
por el Espíritu Santo, y no cabe oponerse”. La regla de los dos tercios también
fue adoptada para las elecciones de obispos por los sacerdotes de la diócesis,
que no fueron oficialmente suprimidas hasta principios del siglo XX, y de los
abades y abadesas por los monjes y monjas, todavía en vigor.
Sin
embargo, la regla de los dos tercios aún requiere un acuerdo muy amplio entre
cardenales que, en muchos casos, no han tenido apenas oportunidades de
interactuar. Tras numerosas demoras y repetidas vacantes en la Santa Sede de
hasta varios años, el papa Celestino V, que no había sido cardenal y era
conocido como “el ermitaño octogenario”, impuso, en el siglo XIII, el encierro
de los cardenales hasta que tomaran una decisión. Este procedimiento, copiado
de varias ciudades italianas y de la orden de los dominicos, vino a llamarse
cónclave, del latín con llave. Inmediatamente después de imponer tan drástica
medida, Celestino V dimitió, pero esto no le salvó de ser perseguido y
encarcelado hasta su muerte por su sucesor.
Durante
varios siglos, los cardenales reunidos en el cónclave eran privados de la paga,
compartían los aseos, dormían en camastros y veían gradualmente restringida su
dieta (a partir del noveno día, a pan, agua y vino). Como puede imaginarse,
tenían muchos incentivos para llegar rápidamente a un acuerdo y abandonar el
lugar. Una decisión tomada bajo unas condiciones tan apremiantes tendía a ser
precipitada y ha sido a menudo inesperada y sorprendente. Los cardenales
observaban los resultados de cada ronda y tendían a decantarse hacia los
candidatos que aparecieran con mayores probabilidades de ganar, tratando de
provocar una bola de nieve a favor de alguno de ellos, lo cual podía dar la
impresión de una repentina inspiración colectiva.
Pero
ya para el cónclave de hace ocho años Juan Pablo II hizo construir una cómoda
residencia para que los cardenales no tengan que dormir en la Capilla Sixtina,
lo cual puede facilitar los intercambios de información y las negociaciones. El
anuncio anticipado del próximo cónclave también debería ayudar a que el
secretismo y las sorpresas tradicionales sean sustituidos por una más amplia
discusión eclesiástica y mediática sobre los papables, más parecida a una
típica campaña electoral.
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