7 mar 2013

Cómo se elige el Papa/ Josep M. Colomer


 Cómo se elige el Papa/ Josep M. Colomer es profesor de investigación en el Instituto de Análisis Económico del CSIC. Autor de Cómo votamos. Los sistemas electorales del mundo: pasado, presente y futuro (Gedisa).
 El País | 6 de marzo de 2013

Antes de dimitir, el papa Benedicto XVI restableció el requerimiento, que Juan Pablo II había modificado, de dos tercios de cardenales en el cónclave para la elección de su sucesor. Hasta llegar a este sistema electoral, la Iglesia pasó por azarosas y conflictivas pruebas y errores, en parte provocadas por su renuencia a pensar en términos prácticos y estratégicos sobre una elección que, según la doctrina, debería ser inspirada por el Espíritu Santo.

Inicialmente, el obispo de Roma era elegido como los demás obispos, es decir, por aclamación asamblearia de los fieles. Sin embargo, ya en los tiempos de las catacumbas los desacuerdos en la elección provocaron numerosas protestas, tumultos violentos y cismas. Hasta el siglo XII, al menos 31 antipapas fueron proclamados en pugna con otros ganadores y reconocidos por algunas facciones. En apenas 100 años en torno al año 1000, 12 papas fueron expulsados del trono, 5 fueron enviados al exilio y 5 fueron asesinados. Esta debilidad institucional interna de la Iglesia para elegir a su máximo pontífice dio un papel arbitral a los sucesivos emperadores romano-germánicos, los cuales a menudo nombraron sin más al papa de turno.
La Iglesia solo pudo conquistar una mayor autonomía mediante la adopción de un sistema electoral más efectivo. La primera reforma, en el siglo XI, consistió en eliminar a los fieles y al bajo clero de la elección y ponerla en manos de los cardenales. Sin embargo, la elección continuó siendo concebida como una vía para conocer la voluntad de Dios, por lo que requería una inequívoca decisión por unanimidad. Ante los frecuentes desacuerdos, se intentó dar prioridad a la “parte más sensata y mayor”, lo cual solía significar que los cardenales-obispos se impusieran sobre los cardenales-sacerdotes o los cardenales-diáconos. Pero como los conflictos persistían, el papa Alejandro III decidió establecer, desde 1179, la regla de la mayoría cualificada de dos tercios, aún vigente en la actualidad. El abandono del requerimiento de unanimidad, que había sido identificado con la inspiración divina, y su sustitución por una regla de mayoría cualificada se inspiró en algunos procedimientos de elección de gobernantes usados en la época en varias ciudades italianas, incluido el duque de la República de Venecia.
La regla de los dos tercios permite esperar que el elegido no sea cuestionado por ningún rival creíble, ya que ello requeriría que cambiara de opinión una mayoría de aquellos que hubieran apoyado originalmente al ganador. Esto permitió a la Iglesia postular que también el elegido mediante esta regla reflejaría la voluntad divina. Según dijo el papa Pío II sobre su propia elección: “Lo que se hace por dos tercios del Sacro Colegio está hecho sin duda por el Espíritu Santo, y no cabe oponerse”. La regla de los dos tercios también fue adoptada para las elecciones de obispos por los sacerdotes de la diócesis, que no fueron oficialmente suprimidas hasta principios del siglo XX, y de los abades y abadesas por los monjes y monjas, todavía en vigor.
Sin embargo, la regla de los dos tercios aún requiere un acuerdo muy amplio entre cardenales que, en muchos casos, no han tenido apenas oportunidades de interactuar. Tras numerosas demoras y repetidas vacantes en la Santa Sede de hasta varios años, el papa Celestino V, que no había sido cardenal y era conocido como “el ermitaño octogenario”, impuso, en el siglo XIII, el encierro de los cardenales hasta que tomaran una decisión. Este procedimiento, copiado de varias ciudades italianas y de la orden de los dominicos, vino a llamarse cónclave, del latín con llave. Inmediatamente después de imponer tan drástica medida, Celestino V dimitió, pero esto no le salvó de ser perseguido y encarcelado hasta su muerte por su sucesor.
Durante varios siglos, los cardenales reunidos en el cónclave eran privados de la paga, compartían los aseos, dormían en camastros y veían gradualmente restringida su dieta (a partir del noveno día, a pan, agua y vino). Como puede imaginarse, tenían muchos incentivos para llegar rápidamente a un acuerdo y abandonar el lugar. Una decisión tomada bajo unas condiciones tan apremiantes tendía a ser precipitada y ha sido a menudo inesperada y sorprendente. Los cardenales observaban los resultados de cada ronda y tendían a decantarse hacia los candidatos que aparecieran con mayores probabilidades de ganar, tratando de provocar una bola de nieve a favor de alguno de ellos, lo cual podía dar la impresión de una repentina inspiración colectiva.
Pero ya para el cónclave de hace ocho años Juan Pablo II hizo construir una cómoda residencia para que los cardenales no tengan que dormir en la Capilla Sixtina, lo cual puede facilitar los intercambios de información y las negociaciones. El anuncio anticipado del próximo cónclave también debería ayudar a que el secretismo y las sorpresas tradicionales sean sustituidos por una más amplia discusión eclesiástica y mediática sobre los papables, más parecida a una típica campaña electoral.

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