MARTÍNEZ OCARANZA Y EL SAGRADO AVERNO/Roberto López Moreno, poeta chiapaneco
¿Y
si volviendo a nombrar las cosas fundamos de nuevo el mundo? ¿En qué punto de
la novedosa relación habremos de colocar a Dios si es que va a existir otra vez
entre nosotros?, ¿en el aire del ave?, ¿en las válvulas y pistones del
movimiento?, ¿en el sexo de la flor?, ¿en la erecta furia de la llama?, ¿en la
impaciente espera del polvo? ¿En dónde –oh duda- para hacerlo cumplirnos su
servicio? Hay una pupila forjada en el zumo de la luz y de la sombra, en la
cópula que se funde oxímoron para interpretar la luz con el profundo resplandor
de la tiniebla, para decir que lo sombrío rebulle fulgurante en su diamantino
centro. Esa pupila se hace voz y perdura entre nosotros, con nombre y
apellidos, Ramón Martínez Ocaranza se llama la llama que se enllamó poeta. ¿Por
qué nos hemos alejado de la quemadura de su obra? ¿Hasta dónde llega el
descontrol de nuestro miedo? Martínez Ocaranza es realmente uno de los grandes
poetas de nuestro tiempo y sin embargo pareciera que nos estuviéramos
escondiendo para que no nos alcanzara su palabra.
Es que el mundo en el que
vivimos está contrahecho y Martínez Ocaranza es el mazo que derriba sin
contemplaciones lo que ya aceptamos como bueno para no lastimarnos tanto la piel
del alma. Todos preservan su derecho a estar bien dentro del estar mal y
acomodan sus litorales plácidamente dentro de las dimensiones del deterioro.
Entonces Martínez Ocaranza, levanta su letra e incomoda, vuelve a lastimar la
llaga que nos estábamos curando con el ungüento falso. Mistagogo de violentas
salmodias, devastadoras para fundar lo sagrado con el polvo sin luz de los
altares demolidos y redotarlo con las bondades de nóveda energía, Martínez
Ocaranza, sin más remedio, se crece a sí mismo, sólo, y se asume Zeus en
nuestros días, energía de su soledad, oh inteligencia, soledad eléctrica. Él es
la fuerza de su tabernáculo estremecido por el terremoto de su propio acento.Aquí está, el poeta que va a inventar la nueva versión de lo sagrado amasada desde la comunión de nuestro averno. Pregonero de su religión, el poeta de Xiquilpan designa: “En el principio fue el cántico./ Y de los días postreros/ fue la elegía del cántico./ Y entre el cántico y la elegía del cántico,/ vimos arder los triángulos…” y acto seguido nos abre su catecismo que va desde los acentos prehispánicos hasta las tensiones de nuestros días, plagadas de audacias idiomáticas. En el manejo que el poeta hace de los mitos del origen americano, algo encontramos de aquella poderosa voz de pirámide y pedernal que fue la de Aurora Reyes, de quien el poeta colombiano Germán Pardo García dijo que era la más alta voz de la América india de nuestros días. Pero aquí está Martínez Ocaranza, sólo, inventando desde su soledad el derrumbe de la luz amarga para rehacer el recuento de los días, desde su perversa bondad convertida en verbo y en bálsamo que arde. Pero su soledad la multiplica, porque finalmente no se trata de un solo poeta sino de varios, del antipoeta, incluso.
En él encontramos al escritor directo, enrabiado pleno ante la injusticia del poder, al amoroso, al que recurre a las palpitaciones de su paisaje primigenio, el que utiliza vocablos propios de las lenguas autóctonas, al que cita simbologías de la cultura universal, al que vuelve a dar movimiento a las audacias del vanguardismo, el que escritura su oración y la convierte en violencia, el que odia de tanto amar, el que ama las posibilidades de su odio. Bellas líneas las de Oralva Castillo Nájera al hablarnos del poeta: “Atreverse a andar con Ramón es atreverse a ver más allá de los ojos –de los anteojos- del academicismo vulgar. Es atreverse a profanar la oscura escalinata de Chichen- Itzá que nos lleva al Tigre de oro con los ojos de jade. Seguir a Ramón no es fácil. Sólo a unos cuantos privilegiados nos ha permitido seguir sus huellas de prestidigitador.
De trastocador del mundo. Sólo unos cuantos están dispuestos a violar lo eterno. Lo inmutable. Lo horripilantemente sagrado”. ¿Y si volviendo a nombrar las cosas fundamos de nuevo el mundo? Entonces estamos ya en la nueva fase de la creación: “En el principio fue el cántico./ Y de los días postreros fue la elegía del cántico…” Para crear de nuevo el mundo, para hacer su mundo, el poeta de nuestro hálito inventa la irreverencia -porque el fue que el la inventó, no hay más, creo- para derruir los falsos altares en que hemos postrado el proceso aparentemente irrecusable de nuestra creciente degradación.
Los editores de su libro Patología del ser, afirman: “El autor deserta de las filas de los conformistas y acepta como única consigna válida “fuego en toda la línea”, y en ese fuego –digo yo- calcinó y fue calcinado el poeta fucilante, fuego que destruye para crear, fuego creado prometeico para destruir un mundo corrompido, locura que vive por tal razón y para la razón. ¿Quién late desde el fondo del averno?, ¿quién habla desde el fondo oscuro de la ergástula?, ¿quién desde la penumbra de su calabozo con sabor al 68?, ¿quién desde su cárcel de palabras para practicar el vuelo? Ahí en el centro del centro está el hombre que no le canta a la flor, que la crea desde la espina y desde la fuerza hidráulica de las savias terribles. Ahí, lleno de luz, el sacerdote de la santa destrucción. Ramón Martínez Ocaranza, santificado sea tu averno, porque de él será el reino de los cielos.
Yo conocí, conozco, a un gran poeta de nuestros tiempos, él era, es, de Michoacán, lugar mítico que nos ha dado milagros y pirecuas, ese poeta ha llegado a nosotros en los cables telegráficos que instaló un tal Cervantes por el mundo, se llamó, se llama, Ramón Martínez Ocaranza, a él le he llamado, le llamo, sacerdote de la santa destrucción. Por él lermamos del antiguo ritón mágico el ábrara de las sorpresas. En homenaje a él y a ese Cervantes que nos lo dio desde su corola de verbos termino mi acto de reconocimiento con estas palabras que estoy seguro, Martínez Ocaranza aceptaría con benevolencia desde su cotidiano hecho de armas: Don Quijote/ sintió fatiga./ Decidió descansar a la vera/ del manco, ojos enfebrecidos./ El hombre ardiendo/ aprovechó el descuido./ Fue por ahí/ a escudriñar/ vericuetos de la noche./ En un atajo dio con Dios./ Reclamó la ausencia de su brazo./ ¡Ojo por brazo! –gritó iracundo-./ Atacó a Dios, molino de molinos./ Lo hizo cíclope de cíclopes./ Bajó humildemente el punzón oxidado,/ sin sangre alguna en el mellado filo./ Desde entonces/ Dios anda tuerto por donde anda. Salud, Ramón Martínez Ocaranza. Poeta.
Homenaje a
Martínez Ocaranza. 2005
Palacio de
Bellas Artes
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