Por Carmen Posadas, escritora.
Publicado en ABC, 28 de julio de 2013
Admirar,
con A mayúscula, es un verbo que conjugo poco. Respetar, tolerar, querer, e
incluso amar, son más frecuentes en mi vocabulario. También lo es admirar con
minúscula pero, esa A grande y sonora de la que hablo la reservo solo a
personas excepcionales. Una de ellas acaba de cumplir noventa y cinco años y en
estos momentos se debate entre la vida y la muerte. Y a lo mejor gana, quién
sabe, al fin y al cabo no sería la primera batalla imposible de la que sale
victorioso. Hablo, por supuesto, de Nelson Mandela. No creo que sea necesario
recordar aquí su lucha por la libertad, sus casi treinta años de cárcel o su
nada fácil gesta de acabar con el apartheid en Sudáfrica. Sí me gustaría
recordar en cambio cómo lo logró, fue con bien y con el perdón por toda
estrategia. Perdón es una de las palabras más mentadas y que menos se
practican; es un sano ejercicio que se exige a los demás, nunca a uno mismo.
Mandela, por el contrario, sabía de su enorme potencial cuando es invocado en
el momento justo y supo blandirlo como arma —y digo bien arma— de paz. Al salir
de la cárcel, eligió pasar página, no ahondar en viejas heridas, y utilizar su
prestigio y predicamento para unir en vez de dividir, para construir una
sociedad nueva sobre los rescoldos del odio. Es curioso cómo los grandes
hombres no solo son capaces de invertir las tendencias más contumaces sino,
como en el caso de Mandela, continuar ganando batallas incluso cuando sus
fuerzas se han extenuado. Coincidiendo con su noventa y cinco cumpleaños,
personajes de la talla de Bill Clinton, el Dalai Lama o Ban Ki-Moon se han
unido ahora para apoyar el Día de Nelson Mandela.
¿Y
en qué consiste? Desde luego no en auspiciar esas irritantes cenas benéficas en
las que unos cuantos ricos autodenominados solidarios organizan una comilona y
un bailongo con la excusa de juntar dinero para los pobres. Tampoco en esa otra
filfa de reunir a un grupo de famosos y famosetes para que se fotografíen por
lo que se supone una buena causa pero que, a la postre, solo beneficia y
promociona a ellos mismos. Vivimos en un mundo en el que los gestos se
confunden demasiadas veces con los hechos hasta tal punto que, el autobombo, el
perifollo y la fanfarria parecen haber sustituido por completo la sana
recomendación de «que no sepa tu mano izquierda qué hace la derecha». Ahora
todo, incluido lo que antes se llamaba caridad, se ha convertido en espectáculo,
en feria de vanidades, en una forma de decir «mirad qué bueno soy» (y sin
soltar un duro en muchos de los casos). Conscientes quizá de este fenómeno, los
promotores del Día de Nelson Mandela se han propuesto poner en marcha otro tipo
de ayuda menos figurona y a la vez más eficaz y extensa. Su idea es,
parafraseando a Kennedy, hacer que la gente se pregunte no qué puede hacer la
sociedad por mí, sino qué puedo hacer yo por la sociedad. Sesenta y siete
minutos de tu día. Uno por cada año que Mandela dedicó a su lucha; he aquí lo
que piden que cada persona se ofrezca a donar. La iniciativa se ha puesto en
marcha solo en Sudáfrica, pero ojalá cunda el ejemplo y en un futuro no muy
lejano se extienda al resto del mundo. Durante meses, en su página web se han
colgado sesenta y siete ideas de cosas que personas de todas las edades,
economías y aptitudes pueden hacer por los demás en esa escasa hora y siete
minutos. Los niños pueden regalar sus juguetes a otros que no los tienen, por
ejemplo; los adolescentes visitar enfermos o ayudar a sus hermanos pequeños con
los deberes. Los adultos por su parte tienen un amplio repertorio de
actuaciones entre las que elegir. Colaborar con la limpieza de jardines
públicos, calles o campos de los que nadie se ocupa; trazar cortafuegos en los
bosques; donar una hora de sus honorarios a una causa de su elección; plantar
árboles; organizar una venta benéfica… Cualquier cosa que haga que, por ese
corto espacio de tiempo, cada uno aparque sus preocupaciones y tareas
habituales para pensar en las personas de su entorno y de la comunidad a la que
pertenece. Ni más ni menos que lo mismo que hizo Nelson Mandela cuando, al
salir de la cárcel, decidió utilizar la fuerza del perdón y de la comprensión
antes que la del rencor. Y es que, como también señaló él en alguna ocasión, el
bien es terriblemente contagioso y no hay mejor manera de predicar (y educar)
que con el ejemplo.
Mientras
escribo estas líneas Madiba —así es como lo llaman los de su clan, con un
nombre que honra a los sabios y ancianos— continúa debatiéndose entre la vida y
la muerte. Ojalá logre ganar también esta difícil batalla, pero, aún si no lo
hace, el Destino le tiene ya reservado un último honor que sumar a los muchos a
los que se ha hecho acreedor en sus notables noventa y cinco años de vida. Uno
que está al alcance de pocos hombres en la Historia y que, en nuestra cultura
tiene como máximo exponente a Rodrigo Díaz de Vivar. Ganar una nueva y nada
desdeñable batalla más allá de la muerte y ver cómo, de ahora en adelante,
todos los años, coincidiendo con el aniversario de su nacimiento, millones de
personas en el mundo entero dedicarán sesenta y siete minutos de su día a mirar
a su alrededor y pensar de qué modo pueden ayudar a los demás. Lo harán,
precisamente, para que se cumpla otra simple estrategia del bien de la que él
siempre hablaba. A saber, que para cambiar este viejo y egoísta mundo que es el
nuestro, basta con que cada uno mejore en la medida de sus posibilidades el
pequeño mundo que le rodea.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario