3 dic 2013

El péndulo y la noche/Gustavo Martín Garzo


El péndulo y la noche/Gustavo Martín Garzo, psicólogo de profesión; recibió en 1994 el Premio Nacional de Narrativa por su novela "El lenguaje de las fuentes". Se volvió un autor popular en 1999, tras la obtención del Premio Nadal por "Las historias de Marta y Fernando". 
Publicado en El País, 9 de noviembre de 2013

Víctor Erice nos muestra en Alumbramiento los primeros momentos de la vida de un niño. Es la hora de la siesta y una mancha de sangre se extiende poco a poco por la ropa del pequeño, a la altura del vientre. A su alrededor hay una pequeña comunidad. Unos dormitan en el salón, otros hacen las labores de la casa o siegan la hierba, los niños juegan en el patio. Puede que se hayan olvidado un momento del recién nacido, pero no tardan en percibir lo que pasa. La comadrona anuda de nuevo el cordón umbilical, las ropas manchadas se lavan, se terminan de bordar los baberos, los relojes siguen marcando el paso del tiempo y el niño vuelve tranquilo a los brazos de la madre. Alumbrar a un niño es llevarlo hasta la luz, ayudarle a trasponer ese frágil umbral que separa la vida de la muerte, situarle en el seno de una comunidad humana. Es la entrada en el tiempo, el paso del mundo de los orígenes al mundo histórico.

En una intervención dedicada a Oteiza, Víctor Erice afirma que el escultor vasco fue un visionario que soñó con una comunidad de hombres liberada de la angustia de la muerte. Los bailes en las películas de John Ford o las animadas multitudes que pueblan las películas de Renoir simbolizan la presencia de una comunidad así. Ellos nunca filman al hombre solo. Filman los árboles, los ríos, las tierras por los que sus personajes se mueven y las personas que viven en ellas. En los planos de Renoir abundan esas presencias anónimas. Una puerta que se abre a lo lejos, alguien que cruza la calle, un rostro en la ventanilla de un tren, dan cuenta de esa cercanía de los demás.
En El sol del membrillo, Erice filma el trabajo del artista frente a su lienzo, pero también las visitas de sus amigos y de su familia, o el trabajo de los obreros polacos que arreglan la casa. En cada escena de la película late la nostalgia de esa añorada comunidad humana. Una comunidad amenazada, como lo demuestran las tomas que nos enseñan el extrarradio donde está situada el estudio del pintor. Calles vacías, animadas por la luz fría de los televisores en las ventanas, autopistas interminables, un paisaje desolado de vías, hierros oxidados y tendidos eléctricos. Y al fondo, cuando se hace de noche, la gran torre iluminada de las comunicaciones. Pero ¿para decirnos qué? Es el pequeño membrillero el que hace cantar al pintor.
La quiebra de esa vida en comunidad es uno de los temas de El espíritu de la colmena y en El sur, las dos grandes películas de Víctor Erice. Sus protagonistas adultos han perdido el contacto con su mundo y su tiempo y viven prácticamente aislados, algo que sin duda está relacionado con la quiebra de la convivencia que supuso la Guerra Civil española (ambas películas se sitúan en la posguerra). El péndulo de Omero Antonutti, en El sur, habla de un poder que no tiene que ver con la posesión de las cosas, sino con el conocimiento entendido como escucha, como percepción callada de la verdad. El personaje interpretado por el actor italiano sabe gracias a él donde hay agua, pero también, al hacerle gravitar sobre el vientre de su mujer embarazada, si la criatura que va a nacer es una niña. Es el símbolo del amor paterno, y esta será la razón de que lo deje bajo la almohada de su hija adolescente poco antes de suicidarse: habla de esa comunidad perdida a la que se refiere el título de la película.
En El sol del membrillo también hay un péndulo. Es la plomada que Antonio López cuelga de una cuerda para fijar el eje de simetría que debe ordenar su cuadro. Un péndulo que le dice donde debe detenerse. Un lugar no tanto de apropiación sino de exposición y entrega: un lugar desde el que mirar. El pintor localiza ese lugar y lo fija con dos clavos. Será ahí donde se sitúe para pintar. Es un lugar físico, pero también moral. El lugar, como diría Juan de Mairena, no solo desde el que se ve mejor, sino desde el que se ve lo mejor: el aura de las cosas.
Todo el cine de Erice busca recuperar ese aura. Su búsqueda no es distinta por eso a la de la poesía. “El lugar más maravilloso, la cosa más maravillosa y nadie la necesita —escuchamos en la última escena de Stalker, la película de Tarkovski—. La gente no tiene necesidad de lo que más quiere, ha aprendido a pasar sin ello”. El cine de Erice busca ese lugar cada vez más olvidado y necesario en el que hablar de las cosas que importan. Es el tema de La morte rouge, en que el director vasco narra un recuerdo infantil que tiene que ver con la primera película que vio a los cinco años de edad. La película se titula La garra escarlata, y está basada en un relato de Sherlock Holmes. En ella se narra una sucesión de crímenes realizados por el cartero del pueblo. Y el niño asiste a los hechos incapaz de distinguir la realidad de la ficción. Hay un momento en que aparta los ojos de la pantalla para contemplar a los adultos que le rodean. Permanecen en silencio, indiferentes al horror que contemplan, como si ocultaran un secreto que tiene que ver con lo que pasa en la pantalla y del que no le quieren hablar.
También en El espíritu de la colmena las niñas protagonistas asisten en el cine del pueblo a la proyección de una película, El doctor Frankestein, y ven al monstruo acercarse a la niña junto al río y causarla inexplicablemente la muerte. Pero tanto para ellas como para el pequeño espectador de La morte rouge el cine no termina al encenderse las luces de la sala, y sus personajes, el malvado cartero Pots y el monstruo, les acompañan a sus casas para habitar sus noches de soledad y pesadilla. 
El cine representa para ellos el momento de revelación, de aprendizaje de lo oculto. La escena final de El espíritu de la colmena, cuando el monstruo y la niña se encuentran, representa algo muy distinto al pacto de silencio de los espectadores adultos de La morte rouge. Es como si el monstruo se acercara a la niña para pedirle que no le olvidara. El cine como experiencia fundadora, como conocimiento, como una forma de descender al corazón de lo real y acoger todo lo que no cabe en el pacto de silencio de los adultos. Lo que Andre Bazin llamó “cine de la crueldad”- no es otra cosa que el esfuerzo de extraer de la realidad su dimensión más secreta, lo que sucede cuando apagamos la luz. El cine es el péndulo y la noche: mirar y sentirse mirado.
El cine de Víctor Erice es heredero de Rossellini, Renoir y Bresson. Ninguno de ellos suele servirse de actores profesionales. Huyen de los cuerpos gloriosos que marcaron el cine de Hollywood para dar cuenta de los cuerpos reales. Víctor Erice se fija, sobre todo, en los niños para hablar del misterio de esos cuerpos. Como Charles Laughton en La noche del cazador, él no filma a los niños para decirnos cómo son sino para mostrarnos cuánto necesitamos su verdad. “Al contrario de lo que leo con frecuencia”, declara François Truffaut, “las películas no pueden hacerse con niños para comprenderlos mejor. Los niños deben ser filmados solo porque los amamos”.
El cine, en suma, como refugio de significado, esperanza de lo que no ha desaparecido.

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