Leer
hoy a Maquiavelo/Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El
País | 1 de enero de 2014
El
libro más famoso de Maquiavelo, El príncipe, fue escrito hace exactamente 500
años, y desde entonces ha inspirado a dirigentes políticos de todo el mundo. El
libro se incluyó en el Índice de libros prohibidos de 1559 y a su autor le
denominaron “El malvado Maquiavelo”. La ira no se ha disipado con el tiempo.
Pero lo que conviene preguntarse es: ¿Por qué molestarse hoy en leer a
Maquiavelo? ¿Por qué leer El príncipe o Los discursos? Una respuesta fácil es que
Maquiavelo es el fundador de la filosofía política moderna. Otra es que es el
primer teórico político de un mundo desencantado en el que el individuo está
solo, sin Dios, sin más motivos ni propósitos que los que le proporciona su
propia subjetividad.
Esto
se aproxima tal vez más a nuestras preocupaciones en el mundo actual. Lo más
relevante para nosotros en el pensamiento de Maquiavelo es no solo su nueva
ciencia del arte de gobernar, sino lo que podríamos llamar el “Maquiavelo
antimaquiavélico”. Precisamente ahí es donde debería comenzar una lectura no
maquiavélica de Maquiavelo. Maquiavelo no era maquiavélico, y los maquiavélicos
no son lectores intensos ni perspicaces de Maquiavelo. Por supuesto, es difícil
no juzgar su figura a través de la obra de una larga línea de comentaristas o
atribuirle las teorías a las que se ha recurrido posteriormente para explicar
su pensamiento. Es esencial descubrir en qué consiste exactamente su genio y en
qué se asemeja su actitud a la nuestra en relación con nuestras pasiones
políticas. Maquiavelo es nuestro, sin duda. Sus palabras no pasan de largo, ni
proceden de otra época y otra cultura. Nos desafía desde nuestro propio mundo,
y ese reto que plantea es total.
En
realidad, lo que pone de relieve el análisis de Maquiavelo es la condición
política en sí misma. Si los seres humanos dejaran de ignorar el papel de la
Fortuna en sus asuntos y reconocieran sus limitaciones a la hora de establecer
instituciones políticas y blindarse contra los caprichos del tiempo y el azar, podrían
entrar en la vida política animados por un espíritu cívico. La política se
orienta hacia la acción, y, para que la acción sea posible, los hombres deben
desempeñar su papel. Es posible empezar de nuevo siempre que los seres humanos
actúen unidos y en política, y esa es la convicción más profunda de Maquiavelo.
Evidentemente,
la política así concebida está sujeta a todas las ambigüedades de la acción
política. Hoy, en una época en la que las ideologías están desacreditadas y la
globalización ha provocado el deshielo de sistemas políticos anquilosados,
muchos consideran que la acción política es una carga desagradable. Otros, a
través de ella, tratan de inculcar en los ciudadanos un sentido unívoco y
monolítico del bien público. Por eso “lo público” está en constante peligro de
ser aplastado por los enemigos de la libertad o por los ciudadanos que se
olvidan de sus responsabilidades. La primera posibilidad es el destino político
de los fundamentalismos religiosos, y la segunda, se puede ejemplificar en la
experiencia occidental de la política “irresponsable”, desarrollada con arreglo
a una definición cada vez más privada y materialista de la búsqueda de la
felicidad.
Lo
que distingue a Maquiavelo de los políticos de nuestro tiempo es que no se
presenta al frente de un partido que representa a una clase o una raza
universal ni en nombre de la humanidad. Para él, no existen criterios por
encima de la política. En otras palabras, el pensamiento político de
Maquiavelo, en principio, es hostil a las declaraciones partidistas, que
engañan a cualquier político o ciudadano que se las tome en serio. Maquiavelo
considera que el dato fundamental no está en la pregunta “¿Quién gobierna?”,
sino en “¿Cómo gobierna?”. Cuando un gobernante funda un régimen totalmente nuevo
a mayor gloria de sí mismo, de paso cree que así prevalecen “la verdadera forma
de vida y la auténtica calma de una ciudad”.
El
argumento de Maquiavelo es que las cosas humanas se mueven y, por tanto, los
asuntos humanos sufren altibajos. No se puede evitar el cambio, pero los
hombres deben dedicar su talento político a mantenerse seguros dentro de él.
Sin embargo, añade Maquiavelo, “los hombres no pueden estar seguros sin el
poder”. Por eso sugiere una expansión del poder humano.
En
vez de usar el modelo de los seis gobiernos clásicos para referirse al ciclo
inevitable de bien y mal en la política, Maquiavelo pide una “república
perpetua” como condición para el progreso de toda la humanidad. Al decir
“república perpetua”, se refiere a la expansión del poder de actuar. Como la
naturaleza otorga a los hombres el conocimiento, pero no la facultad de actuar,
los hombres deben actuar por su cuenta, sin esperar la ayuda ni de Dios ni de
la naturaleza. Dios y la naturaleza no ayudan a los hombres a ejercer el poder,
por lo que no existe ninguna ley natural ni ningún derecho natural que sean el
fundamento de la política. En otras palabras, la doctrina moderna de la
soberanía comienza cuando Maquiavelo se apropia del poder que antes los hombres
ejercían, en teoría, para cumplir la voluntad de Dios.
El
Estado, pues, debe ser el dominio de la estabilidad en la caótica esfera de los
cambios naturales y las pasiones humanas. Por eso, a diferencia de los
clásicos, Maquiavelo cree que la política es una entidad artificial creada por
el talento humano. Para comprender este punto, hay que recordar que la teoría
política de Maquiavelo se presenta como una teoría “laica” y mundana, y su
aplicación práctica, además, entraña una nueva dimensión ontológica. Esa nueva
ontología política inaugurada por Maquiavelo, por tanto, se puede considerar un
momento de transición hacia la modernidad.
Al
reflexionar sobre el establecimiento de lo político desde el horizonte final,
Maquiavelo busca la forma de superar los dos límites teóricos fundamentales de
la lógica de lo teológico y lo político: la falta de una teoría de lo político
y que no se basa en una historia de hechos ocurridos. Maquiavelo vuelve a los
paganos, más allá de lo ontoteológico, para hallar una manera de concebir la
historia en función de una teoría política de los acontecimientos, en la que
dichos acontecimientos se vean como el encuentro entre lo político y el
movimiento real de la sociedad.
No
es ninguna exageración decir que, con Maquiavelo, el pensamiento político
europeo alcanza en ciertos aspectos una extraordinaria emancipación de la
autoridad religiosa y la concepción medieval del hombre. Ahora bien, para
liberar su mundo de la tiranía del pasado y del dominio de los textos
medievales, Maquiavelo acude al mundo antiguo. Más aún, que Maquiavelo consulte
a los clásicos no solo representa una gran aventura intelectual, sino también
una forma de igualar tal vez los logros políticos y las hazañas filosóficas de
los tiempos antiguos.
Estas
ideas sobre el mundo clásico y el proceso histórico son el trasfondo filosófico
que da auténtica originalidad a la obra de Maquiavelo. En vista de ellos y de
las conclusiones a las que llega Maquiavelo, resulta todavía más extraordinario
que la lectura de sus escritos nos pueda ayudar a comprender la idea
maquiavélica de “entrar en política” como forma de dejar atrás nuestro
maquiavelismo. No podemos entender el verdadero carácter del pensamiento de
Maquiavelo si no nos liberamos de la influencia del maquiavelismo en nuestra
propia historia. Para hacer justicia hoy a Maquiavelo y entender mejor sus
opiniones, debemos considerarle mucho más que un pensador sobre la razón de
Estado. Si lo hacemos, veremos que su interpretación de la política y su
insistencia en que es autónoma forman la aportación más original a la historia
de las ideas políticas.
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