El
hombre que mató a Francisco Franco/Javier Cercas es escritor. En su libro Anatomía de un instante (Mondadori) reconstruye el in tento de golpe de Estado de 1981.
El
País | 2 de abril de 2014
La
muerte de Adolfo Suárez ha deparado más de una sorpresa. No me refiero al hecho
previsible de que algunos de los que con más brutalidad le trataron cuando era
presidente lo hayan abrumado ahora de elogios. Sí es sorprendente, en cambio,
que hayamos oído a menudo cosas como que, después del 23 de febrero de 1981,
todos le quedamos agradecidos para siempre a Suárez por haber demostrado sin
posibilidad de duda, mientras las balas de los golpistas zumbaban a su
alrededor en el hemiciclo del Congreso, que estaba dispuesto a jugarse el tipo
por la democracia; es sorprendente porque es falso: a raíz del golpe casi nadie
dio importancia al gesto de Suárez, la mayoría lo interpretó como la última
vaciedad de un presidente oportunista, amortizado y gestero, y a no pocos casi
les molestó, quizá porque delataba por contraste el comportamiento general: la
prueba es que, apenas año y medio después de la asonada, Suárez se presentó a
las elecciones y su partido obtuvo la friolera de dos diputados. ¿Y quién podía
esperar que algunos intentaran legitimar las martingalas mediante las cuales
persiguen ahora la independencia de Cataluña con las que Suárez usó hace 40
años a fin de instaurar la democracia? Cualquier martingala es legítima para
cambiar una dictadura por una democracia; dentro de una democracia, las
martingalas no son solo ilegítimas sino —sobra decirlo— antidemocráticas. Por
lo demás, no sé cuántas veces se habrá dicho, tras su muerte, que Suárez fue un
héroe; a mi juicio lo fue, aunque de un tipo muy peculiar, que quizá explica en
parte la peculiaridad de nuestra democracia.
En
otro lugar lo llamé un héroe de la traición; el oxímoron sigue pareciéndome
válido. ¿Qué es un héroe de la traición? Estamos acostumbrados a pensar en la
lealtad como una virtud, y lo es; pero hay momentos en la historia en que es
más ardua, más valiente y más honesta la traición que la lealtad. La Transición
fue uno de ellos. Se ha recordado a menudo estos días que, cuando el Rey
designó a Suárez presidente del Gobierno, los demócratas se horrorizaron ante
el nombramiento de aquel arribista del franquismo, ministro secretario general
del Movimiento por más señas; apenas se ha recordado que, a la inversa, fueron
los franquistas más duros quienes se entusiasmaron con la elección de Suárez.
Es natural: aquel joven hábil, seductor, enérgico, kennediano y complaciente
era uno de los suyos, de modo que consideraron su nombramiento como la mejor
garantía de que el franquismo no iba a morir con Franco. Qué error, qué inmenso
error. En menos de un año, a base de diálogo, claro, pero también de pases de
magia y trucos de trilero, Suárez liquidó el franquismo y puso los fundamentos
de la democracia. Fue así como el gran héroe se convirtió en el gran traidor,
al menos para los franquistas; para los demás, o para casi todos los demás,
acabó convertido con el tiempo en el advenedizo de sucio pasado que se había
ensuciado las manos traicionando a los suyos.
Esa
fue la mitad evidente del precio que Suárez tuvo que pagar por su proeza; la
otra mitad es más secreta, pero a través de ella el destino de Suárez conecta
con el de Tom Doniphon, el protagonista de un western imbatible de John Ford:
El hombre que mató a Liberty Valance. Valance es el tipo más duro al sur del
Picketwire, un territorio salvaje donde se levanta el pueblo de Shinbone y
donde solo impera la ley del propio Valance, que es la de la barbarie. He dicho
el tipo más duro; no es exacto: debería haber dicho el tipo más duro después de
Doniphon, la contrafigura de Valance. Doniphon no impone la barbarie, pero la
barbarie es su reino; allí lo tiene todo, incluido un futuro próspero junto a
la mujer que ama. Hasta que llega a Shinbone un abogado, Ramson Stoddart, que
trae consigo la ley y la civilización, y todo se trastoca. Valance quiere
acabar con Stoddart para impedir que la ley entre en Shinbone, pero Doniphon,
que además de tener el coraje tiene el instinto de la virtud, entiende que en
la ley está el bien y en la barbarie el mal, así que traiciona su mundo, se
pone de parte de Stoddart y consigue que triunfe de la única forma que puede
triunfar: ensuciándose él las manos, matando a Valance y salvando la vida del
abogado. Esto es lo mejor que podía pasarle a la gente del sur del Picketwire,
porque la ley es la única defensa posible de los débiles frente a los
poderosos, pero lo peor que podía pasarle a Doniphon: mientras Stoddart le
quita a la mujer que ama y parte con ella hacia Washington en pos de su carrera
política, Doniphon, incapaz de vivir con otra ley que la de la barbarie, lo
pierde todo y se hunde en la oscuridad de la historia.
Algo
parecido le ocurrió a Adolfo Suárez. En julio de 1976, cuando llegó a la
presidencia del Gobierno, Suárez era el tipo más duro al sur de los Pirineos,
el franquista que no se arrugaba nunca, y el que mejor conocía el franquismo.
Por eso lo contrató el Rey: para matar a Liberty Valance; quiero decir: para
matar el franquismo. Suárez cumplió. Pero no se conformó con ello; también
engendró una democracia, una democracia donde creyó que todo le iría tan bien
como en la dictadura, o mejor. Era una ingenuidad. Igual que Doniphon se
equivocaba al pensar que, en la civilización que creó destruyendo a Valance,
podría prosperar junto a la mujer que amaba, Suárez se equivocaba al creer que
podría prosperar en la democracia que creó destruyendo el franquismo. Doniphon
era el mejor en el mundo de Valance —igual que Suárez era el mejor en el mundo
de Franco—, pero solo era uno más en el mundo de Stoddart —igual que Suárez era
solo uno más en democracia—: el reino de Doniphon y el de Suárez no era el de
este mundo, el de la civilización que crearon, sino el de la barbarie que
destruyeron. Como Doniphon, Suárez traicionó un error para construir un
acierto, traicionó un pasado esclavo para construir un futuro libre, traicionó
a unos pocos para ser leal a todos. Al matar a Valance, Doniphon se estaba
matando en el fondo a sí mismo; lo mismo le ocurrió a Suárez: en el fondo, la
muerte del franquismo fue para él una forma de suicidio. La democracia
norteamericana, viene a decir Ford, se funda en un crimen real: el asesinato de
Valance a manos de Doniphon; la democracia española se funda en un crimen
simbólico, podríamos decir nosotros: el asesinato del franquismo a manos de Suárez.
Por eso Suárez no es solo un héroe de la traición; también es el héroe
fundacional de nuestra democracia.
Muchos
años después de la muerte de Valance, Stoddart regresa a Shinbone para asistir
al funeral de Doniphon; regresa con su mujer, la que le arrebató a Doniphon, o
quizá la que huyó de él. Todo ha cambiado al sur del Picketwire, donde la ley
ha traído consigo libertad, bienestar y justicia; todo ha cambiado también para
Stoddart, convertido ahora en un político relevante. En cuanto a su mujer, cabe
sospechar que en algún momento descubrió, demasiado tarde ya, que se equivocó
de hombre. Sea como sea, nadie en Shinbone recuerda ya quién fue Tom Doniphon:
a su velatorio solo asiste Pompey, su fiel criado negro; el dueño de las pompas
fúnebres ha aprovechado para robarle sus botas al muerto. A juzgar por los
funerales de Adolfo Suárez, se diría que el viejo presidente ha tenido más
suerte que el viejo cowboy; aunque, a juzgar por las obscenidades, mentiras y
vilezas que hemos escuchado —unos y otros tirando de las botas del muerto para
arrebatárselas—, quizá no sea así. Quizá hubiese sido mejor que muriera solo y
a su velatorio no asistieran más que su familia y sus pocos amigos. Al fin y al
cabo, ese es el destino común de los héroes.
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