Miles
de mariposas amarillas iluminaron el cielo oscurecido
Dentro
y fuera del recinto se realizó el homenaje luctuoso al periodista colombiano,
en el cual se reunieron presidentes, políticos, escritores y sobre todo
lectores.
CRÓNICA
POR JUAN PABLO BECERRA-ACOSTA M.
Milenio, Pp, 22/04/2014
Mercedes,
su esposa, su viuda, soportaba estoicamente el dolor por esa muerte que le
llegó en jueves. En el recinto, en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes,
sonaban piezas de Beethoven, de Schubert, de Brahms, de Mendelssohn. Era la
música que, además del vallenato, le gustaba a su compañero. Ella fijaba la
mirada en cualquier punto: ojos perdidos, dolientes. Miraba una vez el enorme
retrato en blanco y negro del hombre bigotón que había sido colgado junto a las
puertas de la entrada principal hacia el salón de conciertos. Miraba de reojo
la frase colocada al pie de la imagen:
“La
vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda para contarla”.
Se
ponía de pie para hacer la primera guardia de honor junto a sus dos hijos,
Rodrigo y Gonzalo; el presidente de Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes, Rafael Tovar y de Teresa, y María Cristina García Zepeda, directora del
Instituto Nacional de Bellas Artes. Doña Mercedes, ataviada de negro, no
observaba mucho la urna, el recipiente de vetas cafés donde yacían los restos
de Gabriel García Márquez.
La
mujer volvía a su sitio, a sentarse en una silla; regresaba a sus
introspecciones. A su duelo. Escritores como Héctor Aguilar Camín, Ángeles
Mastretta y Jorge F. Hernández se aproximaban a expresarle sus condolencias. Lo
mismo hacían políticos como Porfirio Muñoz Ledo (quien tenía dificultades para
caminar y usaba silla de ruedas al volver a la calle). También periodistas como
Jacobo Zabludovsky y Guillermo Ochoa. La señora Mercedes asentía, agradecía con
un leve movimiento de cabeza, y regresaba a sus cavilaciones reflejadas en sus
ojos, que miraban con melancolía.
Se
abrían las puertas del recinto después de las cuatro de la tarde, y cientos y
cientos de personas que habían hecho largas filas en los alrededores de Bellas
Artes pasaban los filtros de seguridad y los arcos detectores de metales
colocados por el Estado Mayor Presidencial. Y ahí andaban los fieles lectores
del escritor y periodista, luego de sufrir calor y lluvia, admiradores de todas
las edades que desfilaban uno a uno ante las escalinatas que llevaban hasta las
cenizas. Cientos y cientos de personas que no hacían tumultos para ver una
estrella del cine fallecido o un ídolo musical muerto, sino las cenizas de un
escritor. Apenas contaban con unos segundos para observar la cajita mortuoria,
a unos seis metros de distancia; tomaban un par de fotos con sus teléfonos
móviles y eran apurados por guardias presidenciales. Unas cuantas inhalaciones
y exhalaciones para rendirle homenaje al hombre que los condujo a experimentar,
a través de unas cuantas hojas, fantasías sin límites.
Un
hombre, que se decía sonorense y que llevaba un viejo ejemplar de Cien años de
soledad bajo el brazo, salía del lugar con semblante tristón, y contaba,
reconocía: “A mí me obligaron a leerlo en secundaria, la verdad; pero desde
entonces fue como un alucine que ya no dejé nunca, del que ya no salí nunca”.
Como
él, muchos admiradores del colombiano, hombres y mujeres de todas las edades
(más jóvenes que viejos), llevaban ejemplares de las novelas del hombre
convertido cenizas. Algunos portaban aves y mariposas amarillas de papel que
hacían juego con las flores del mismo color que fueron colocadas en varios
puntos del recinto. A otros, mientras esperaban para ingresar, les daba por
cantar “México lindo y querido” acompañados por una trompeta. Otros recitaban
“Macondo”, de Celso Piña, el músico. Un hombre ensombrerado procedente del
Departamento de La Guajira, allá en Colombia, ingresaba al lugar con todo y
acordeón, aunque todita su canción compuesta para García Márquez mejor la
dejaba para cantarla en el templete ubicado en el exterior del palacio.
Allí,
varios seguidores del hombre fallecido leían partes de un par de capítulos de
Cien años de soledad, mientras que un grupo colombiano, Guatapurí, interpretaba
melodías de vallenato.
A
las siete de la tarde la entrada de los fervorosos macondianos fue
interrumpida. Estaban por arribar los presidentes de México y Colombia. Una vez
que concluyeron sus discursos, su homenaje al periodista, el Estado Mayor
Presidencial concedió la entrada de nuevo a gente que llevaba horas esperando.
De 65 en 65 iban entrado los simpatizantes del coronel Aureliano Buendía. Ahí
iban, húmedos, sudorosos, a vivir tres segundos frente a… las cenizas de un
escritor.
Y
de pronto allí, en las jardineras del Palacio, como si Renata Remedios, como si
Meme esperara desnuda y entre alacranes a su amado Mauricio Babilonia, miles de
pequeñas mariposas amarillas iluminaron el cielo ya oscurecido…
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