Gabo
ya no es de este mundo
México
y Colombia se juntan en una despedida multitudinaria al autor de 'Cien años de
soledad'
JUAN
CRUZ, reportero
El País, México 21 ABR 2014;
En
medio de la sala, como un monolito hecho de silencio y ceniza, la urna de
cerezo que contenía el aire que queda en el mundo del hombre que fue Gabriel
García Márquez estaba bajo una luz cenital que lo destacaba como el resplandor
mismo de una ausencia.
Detrás,
de negro como todo el mundo, Mercedes Barcha, la mujer con la que hace medio
siglo y dos años hizo el viaje a México. En ese viaje, que este lunes acabó con
la muerte de Gabo y su despedida popular en medio de un turbión de mariposas
amarillas propulsadas por un huracán inventado, la pareja se paró en una fonda
de cualquier sitio, superados los Estados Unidos. Llevaban veinte dólares en el
bolsillo y eran errantes e indocumentados, probablemente felices, pero tenían
hambre.
Ha
pasado mucho tiempo y algunos libros tan milagrosos como las mariposas de Cien
años de soledad. Estas de su despedida habían sido mariposas propulsadas por
una máquina, pero en ese libro que lo metió en la mitología aquella lluvia era
verdadera, sucedía de vez en cuando en Aracataca, y él la vio de niño, como
casi todo lo que contó desde entonces.
Ningún
hombre fue guayabera o todo de blanco, como él hizo cuando recogió el Nobel de
Literatura en 1982
Esta
vez, aunque de papel, las mariposas vinieron de Colombia y las eligieron los
miles de mexicanos y los colombianos que fueron a despedirlo como un héroe,
bajo la inclemencia de la lluvia y del viento, a dos pasos de donde dos jefes
de Estado, el nativo y el adoptivo, José Manuel Santos y Enrique Peña Nieto, le
daban el contrapunto oficial al grito que más se oyó bajo el cielo de México:
“¡Viva Gabo!”
El
presidente mexicano no podía competir con el grito de los lectores, claro, ni
Santos consiguió metáfora tan simple como la que se vivía en la intemperie. Y
es probable que ni uno ni otro supiera qué pasó para que los Gabo eligieran
México como sitio para vivir en el momento mismo en que los que estaban
buscando, en aquella miseria de vida de hace más de medio siglo, era algo para
comer y que eso le costara el uno por ciento de sus veinte dólares.
En
aquel entonces, flacos y felices, pero acosados por el hambre, se pararon en
cualquier sitio de la frontera que dividía a México de Estados Unidos y
pidieron cualquier cosa. Les dieron el más barato y cuando probaron aquel arroz
de fonda, sin nada más que arroz y sabor, dijeron: “Acá nos quedamos”. Si se come
así, aquí nos quedamos. Luego vinieron otras aventuras, amigos, premios, y
finalmente, la muerte de Gabo, que fue certificada en una ceremonia tan oficial
y de ropas tan oscuras este lunes en el Palacio de Bellas Artes.
Pero
para llegar a este momento en que el escritor, que nunca dejó de ser de
Colombia pero que prefirió un día el sabor de México, no sólo había ocurrido
aquel arroz de fonda que no valía sino que sabía, sino un sinfín de penurias
que dieron de sí la pareja que fueron. Entonces, nada más entrar en la ciudad
que anoche hizo diluviar mariposas de papel en medio de un vendaval, Mercedes
iba con ahínco pero con indiferencia a pedirle a Gobernación que los dejaran
vivir acá.
Peña
Nieto no lo dijo en la despedida (o porque no lo sabía o porque sólo hizo en su
parlamento una biografía de la superficie de Gabo), pero hace 52 años esta
mujer que anteayer bailó con los otros lo más alegre de la noche, los
vallenatos de Valledupar, se pasaba las horas en el patio de Gobernación, en la
calle Bucarelli esperando, con la constancia con que el coronel esperaba un
sobre, que le dieran permiso de residencia.
Sus
dos patrias lo estaban despidiendo anoche. La gente se había aglomerando con la
ansiedad tranquila, la ansiedad mexicana
Finalmente
los de Bucarelli le dejaron el papel; hasta que explotó Cien años de soledad
como un ciclón que aún aúlla, el arroz de fonda siguió siendo el alimento,
mucho más en todo caso que lo que preveía comer aquel militar triste que
aguardaba en vano una pensión que lo iba a sacar de la mierda. Ahora Gabo fue
despedido como un héroe nacional, con la música que le seleccionaron sus hijos,
el tipógrafo Gonzalo y el cineasta Rodrigo, para complacer los gustos
(barrocos, populares) de su padre.
Fue
una ceremonia extraña, pues latía en la sala más solemne entre las solemnidades
literarias de México (aquí despidieron a León Felipe, a Octavio Paz, a Carlos
Fuentes) la sensación de que sólo la urna convocaba a pensar en la verdad de lo
que había ocurrido (la muerte, incluso en estos instantes en que la evidencia
es un resplandor oscuro, siempre produce extrañeza, sensación de que no pasó);
y, sin embargo, en la calle los gritos de una multitud resignada a perder a
quien le dio tanta fábula, se parecía al jolgorio con el que Colombia lo celebró
cuando ganó el Nobel en 1982.
Con
flores amarillas, con mariposas amarillas. Esa gente fue entrando, cincuenta a
cincuenta, a saludar la urna, en el recinto en que luego hablarían los
presidentes, y en un momento determinado entraron los vallenatos, la música que
hizo mover los pies de la Gaba, de Rodrigo y de Gonzalo. Ese fue el momento que
irrumpió como la alegría en un viaje, y este es el último, como aquel arroz de
fonda que los hizo quedarse en México a pesar de las largas esperas en el patio
de Bucarelli.
A
García Márquez le hubiera gustado (lo dijo) menos solemnidad, más ropa blanca.
Mercedes quiso ir de negro, y todos fueron de negro, como preparados para un
concierto; la música que sonó (él decía que había tres músicos y todos se
escribían con B, Beethoven, Bach, Bozart) era la música de concierto que se
ponía para escribir, la que compraba hasta el final en una librería que se
llamaba el Parnaso y que, como él mismo, ya no existe.
Si
repasabas todos los rostros, podías detenerte en el apacible semblante de la
Gaba (¿cómo estás?, “bien, estoy bien”, con ese aire de paciencia que debió
acompañarle en las esperas de Bucarelli), en el del hermano Jaime (“tiempos
difíciles, son tiempos difíciles”) con su corbata grande y la cara que se le
ponía a Gabo cuando escuchaba, y los hijos.
En
estos dos muchachos que compartieron el arroz que los dejó en México está, 52 años después, la sonrisa que Gabo recuperó
cuando ya la ventolera de la enfermedad lo hizo dulce y como de otro mundo.
Gonzalo, sobre todo, sintió el resorte de su padre, y en medio de aquella
solemnidad con que se desarrollaba el adiós mexicano hizo entrar otra vez a los
vallenatos, ensayó con los pies los pasos de esa música, y como no estaba la
madre allí cuando cantaron (“Eres Gabriel García Márquez/ pero te decían Gabo,/
de todos el más grande/. El olor de la guayaba, él vivió para contarlo”), los
hizo entrar otra vez, y allí estuvieron con sus galas populares, trayendo a la
sala el aire de la calle para que Mercedes Barcha, la viuda, sonriera también y
moviera los pies.
Cuando
eso ocurría, me acerqué a un viejo amigo de los Gabo, el pintor Gillermo Angulo
(al que los chicos de García Márquez llaman Anguleto) y le pregunté cómo se
sentía allí, en la despedida de un hombre al que los libros hicieron inmortal.
Dijo Anguleto:
-Aquí
estoy, tristiando. ¿Sabes qué puso un periódico popular de Colombia en su
titular? “Qué puta tristeza”. Y eso es, acá estamos tristiando.
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