El
espectáculo de la vida/Arcadi Espada
El
Mundo |3 de mayo de 2014;
Querido
J:
En
un fragmento de No two Alike (No hay dos iguales), su último libro que cabe
esperar que no lo sea y que Editorial Funambulista va a publicar en castellano,
Judit Rich Harris describe con su habitual inspiración la niñez en las
sociedades primitivas: «Es difícil imaginarse lo que debía de ser la crianza de
un hijo en tales condiciones. Habrías de cargar con el niño a todas partes
durante tres o cuatro años hasta que pudiera caminar lo suficientemente bien
como para no quedarse rezagado del grupo. A través de la lluvia, el viento y la
noche tendrías que andar penosamente con esta pequeña criatura mojada, sucia y
hambrienta allá donde fueras. Se necesitaba un esfuerzo tremendo sólo para
mantener a un niño con vida, pero nuestros ancestros tuvieron que hacerlo
porque aquí estamos».
La
otra tarde, en un arrabal de Madrid, recordé este párrafo. Mario Bunge hablaba
en la Facultad de Derecho de la Uned. Ya sabes cuánto aprecio a este hombre. En
especial, por esa manera limpia de observar los problemas del conocimiento que
no está contaminada por las opiniones políticas ni por el sectarismo gremial.
Bunge es un hombre de izquierdas que ha criticado duramente a la izquierda por
su desprecio de la verdad. Es un filósofo que declara que no puede hacerse
filosofía sin la ciencia. Y es un científico al que le parece más científica la
historia que la cosmología.
Creo
que ha tratado con demasiada rudeza el trabajo de Dawkins, Pinker, Dennett y
otros representantes de lo que llama con desprecio la ciencia pop; y que su
calurosa celebración de la epigenética, esa suerte de genetismo socialdemócrata,
está más cerca de la política que de la ciencia. Pero son detalles marginales
en un hombre que dice, como dijo el viernes en Madrid: «La ciencia y el
cientificismo siguen siendo dos de las bestias negras del partido oscurantista,
que hoy día incluye no sólo a los reaccionarios, sino también a muchos
sedicentes progresistas».
No
hay demasiada gente que señale con esta precisión el combate de nuestra época,
que se libra no sólo contra las formas transparentes del oscurantismo, sino
también, y principalmente, contra las enmascaradas. Bunge, que había venido a
la Uned a hacer un elogio del cientifismo, a demostrar a través de un agudo
recorrido por la historia de las ideas por qué «el espíritu de la ciencia» y
«la actitud científica» son «la mejor manera de encarar los problemas del
conocimiento» tiene, además, una elegancia expositiva que tú tampoco dudarías
en calificar de «natural».
Fíjate,
por ejemplo, de qué modo encaró el tramo final de su conferencia: «El mundo no
es la colección de retazos de apariencias que imaginaron Tolomeo, Hume, Kant,
Comte, Mill, Mach, Duhem, Russell y Carnap, sino el sistema de todos los
sistemas materiales».
Y
qué nuevas razones adujo a nuestra aristocrática veneración por Condorcet: «¿No
es emblemático el que Condorcet, un gran politólogo y el redactor del primer
manifiesto cientificista, se suicidara para evitar que lo hiciera guillotinar
Robespierre, admirador de Rousseau, quien había antepuesto el sentimiento al
razonamiento?».
O
cómo señaló la falsedad del desencuentro entre ciencia y humanidades al
identificar, uno a uno, a los verdaderos culpables: «Los cientifistas sólo se
oponen a la actitud anticientífica que adoptaran Hegel, Schopenhauer,
Nietzsche, Dilthey, Bergson, Husserl, Heidegger, la escuela de Frankfurt, y los
hermenéuticos y demás posmodernos, de Althusser a Derrida y Deleuze. ¿Merecen
ser llamados humanistas esos enemigos de la racionalidad si se adopta la
definición aristotélica de ser humano como el animal racional?».
Sin
embargo, el mejor elogio a la ciencia y la prueba de que la verdad se abre
paso, aunque sea casi siempre a trompicones, no estaba en las tesis de Bunge
(que la editorial Laetoli está pasando pulcramente a limpio en su Biblioteca
Bunge), sino en él mismo. No conozco un caso igual. Jamás había visto a un
hombre de 94 años dar una conferencia, no meramente deportiva, de más de hora y
media y con su correspondiente coloquio, afectando solamente una sordera que,
además, no estoy seguro que no fuese coquetería o estudiada aduana de alguien que
debe seleccionar los estímulos con cuidado.
Ni
vacilaciones, ni lapsus, ni incómodos olvidos: sólo sintaxis, firmeza y esa
estricta condición de la salud mental que es la ironía. Por si fuera poco,
habrás de recordar que Bunge, de momento, no vive en España, sino en Canadá. Y
que lleva una vida de desplazamientos intercontinentales que liquida con una
suficiencia pasmosa. Te he dicho… de momento. Hace unos meses Juan Claudio de
Ramón le entrevistaba en la revista Jot Down y Bunge declaraba su propósito de
irse a vivir a Barcelona. La razón, absolutamente justa, es que se trata de una
ciudad donde podría pasear durante todos los meses del año. También había otra,
y es que han muerto los amigos del Montreal que lo acogió hace medio siglo.
Respecto
a su traslado mediterráneo, la lección del filósofo es nítida: uno no debe
morir más tarde que sus planes.
Querido,
las bandadas de niños sucios, mojados y hambrientos de Rich Harris han deparado
esto. Esta cabeza prodigiosamente conservada que tiene el tiempo sólo como
aliado. Decir que la epopeya ha sido homérica es un puro verso ciego. ¡Aunque
asumible si es que por verso se entiende sobre todo el cálculo!
Sigue
con salud
No hay comentarios.:
Publicar un comentario