Una
mirada crítica a nuestro periodismo/Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.
El
País | 1 de mayo de 2014;
Hay
dos formas de ejercer el periodismo político. La primera consiste en
retransmitir lo que ocurre arriba (el poder político) a los que están abajo
(los ciudadanos). El periodista se ve a sí mismo como una especie de sacerdote
que interpreta las palabras de los dioses para el común de los mortales. En
oposición a este periodista-sacerdote encontramos al periodista-detective, que
trabaja más bien de abajo hacia arriba y, desde la escena del crimen, va
tirando del hilo de un problema determinado. Esta segunda forma de periodismo
político predomina en otros países europeos y ayuda a entender por qué su
debate público tiende a ser mejor que el nuestro.
En
términos comparativos, hay madera para hacer muy buen periodismo en España.
Para empezar, las altas notas de corte para estudiar periodismo han llevado a
la profesión a muchos de los más listos de cada generación. Además, la vocación
y dedicación profesional de nuestros periodistas es encomiable, como atestiguan
los incontables abusos de poder destapados por la prensa. A ello hay que sumar
unos recursos materiales nada desdeñables, aun a pesar de la crisis. Los medios
españoles pueden permitirse unos despliegues de corresponsales (en Libia,
Ucrania, Burgos o el carril-bus de la Gran Vía) impensables en otros países
europeos más pequeños —o sea, casi todos—.
Una
primera debilidad de nuestro periodismo se encuentra en la estructura de los medios
de comunicación. El “pluralismo polarizado” de la comunicación en España —es
decir, que tenemos medios de todas las orientaciones políticas, pero que estos,
a su vez, tienen muy poca pluralidad interna— actúa de barrera para el consenso
social en asuntos clave. Es un asunto que merece reflexión y leerse los
trabajos de investigadores como Antón Castromil.
Pero
el problema más fundamental de nuestro periodismo es la visión “sacerdotal” de
su trabajo que tienen los profesionales de la comunicación. Un problema
independiente de la estructura de los medios de comunicación, pues se da
también en la teóricamente más libre prensa digital. La visión sacerdotal
induce a tres sesgos: 1. El periodista prioriza las declaraciones de los
políticos a costa de asuntos sustantivamente más relevantes. 2. Cuando trata
asuntos sustantivamente relevantes, otorga demasiada responsabilidad sobre el
devenir de los mismos a los políticos, vistos casi como seres omniscientes y
omnipotentes, a expensas del papel de otros actores clave (como usuarios,
profesionales o expertos). 3. El análisis periodístico de la noticia tiende a
construir discursos abstractos en lugar de un contraste de alternativas
políticas concretas y factibles.
En
primer lugar, el periodismo español es muy declarativo. De hecho, el leitmotiv
de muchas noticias —en televisión, radio o prensa escrita— no es tanto un
acontecimiento como las declaraciones de turno de un político. La importancia
de quien habla cuenta más que qué pasa. Las ruedas de prensa de los portavoces
o de los sacrosantos secretarios generales de los partidos mayoritarios se
convierten automáticamente en noticia. Se diga lo que se diga y, sobre todo, si
no se dice lo que los periodistas esperan que se diga. Esos silencios de los
dioses hacen correr ríos de tinta.
Comparemos
este encuadre, o framing, de las noticias con el de medios de comunicación más
pobres —tanto estéticamente como en número de periodistas— del norte de Europa.
Una noticia estereotípica puede comenzar con el informe de unos expertos
alertando sobre un problema puntual: el estado de las infraestructuras
ferroviarias, quejas tras la privatización de un determinado servicio social,
etcétera. A partir de ahí, los periodistas, cual detectives, interrogan a todos
los “sospechosos” de tener información relevante: usuarios del servicio,
funcionarios de primera línea o cargos medios de la Administración, expertos
académicos y así hasta llegar —si es necesario, pero no necesariamente— hasta
los políticos con competencias o conocimientos del tema.
Obviamente,
muchas noticias en España también están basadas en la publicación de informes y
no en el periodismo declarativo. Sin embargo, fijémonos cómo nuestros
periodistas adoptan enseguida el rol de los sacerdotes ancestrales que lo
primero que hacían cuando las aguas del río subían era correr al templo para
interrogar a los dioses. El foco de cualquier problema político se traslada,
casi de inmediato, al ministro y a la oposición. Así, el debate sustantivo no
se da entre actores sociales diversos, sino entre el Gobierno actual y el
anterior (o posterior). El papel de los políticos está sobredimensionado en
nuestros medios de comunicación. Son actores importantes, pero la película de
la realidad es mucho más coral.
Como
en los antiguos sanedrines sacerdotales, los periodistas analizan los designios
de los dioses en ese cónclave tan nuestro llamado tertulia política. En el peor
de los casos, la tertulia premia la frase impactante a costa del análisis frío
y reposado. En el mejor de los casos, cuando tenemos a periodistas excelentes,
el formato propio de la tertulia —mucha gente hablando de muchos temas— genera
incentivos para que los participantes inviertan en dos enemigos del rigor: los
contactos personales con políticos, que les permitirán ofrecer una exclusiva
sobre, por ejemplo, los “movimientos de fondo” en un partido; y los discursos
basados en conceptos abstractos (ejemplo “Estado de bienestar”, “desigualdad”,
“neoliberalismo”), que les permitirán hablar con solvencia de cualquier asunto,
en lugar de argumentos sobre temas concretos (ejemplo, “hasta qué punto un
copago en el servicio sanitario X es apropiado”, “cuál es el salario adecuado
para un profesor de primaria”, etcétera). Los problemas no se discuten de forma
independiente, sino en paquetes globales. Por ejemplo, el debate sobre la
subida del transporte público se torna enseguida una crítica a la política de
recortes o a Merkel y el “pensamiento neoliberal imperante”.
Frente
a las multitudinarias tertulias españolas, el debate en otros países se limita
con frecuencia a un par de expertos con opiniones enfrentadas. El resultado es
que el público obtiene información sobre las ventajas e inconvenientes de las
diferentes soluciones alternativas a un problema X. El objetivo es diseccionar
una realidad compleja a sus componentes manejables, a las opciones factibles.
No es de extrañar que estos países tiendan a adoptar, o como mínimo a discutir
seriamente, reformas impopulares, pero necesarias para la sostenibilidad del
Estado de bienestar a largo plazo —como la introducción de copagos sanitarios,
la reforma de las pensiones o la flexibilización del mercado laboral—. Sus
votantes están expuestos a la opinión informada a favor de la iniciativa
concreta A (que es fea) y de su alternativa B (que es mucho más fea y, por
tanto, peor).
El
objetivo de nuestro periodismo (en las tertulias en particular, pero también en
muchos de los análisis escritos) parece el opuesto: agregar problemas concretos
en entes abstractos. En demasiadas ocasiones, los ciudadanos españoles no
reciben un contraste de ventajas e inconvenientes sobre cursos de acción
alternativos, sino un choque improductivo de cosmovisiones del mundo. Por
ejemplo, en cuanto se sospecha que una reforma huele a derechas, movemos la
discusión al terreno de la especulación progresista vaga: que si forma parte de
una “agenda oculta” para desmantelar el Estado de bienestar, que si es una
expresión más del “triunfo del neoliberalismo” o de la “incapacidad de la
socialdemocracia para presentar una alternativa”, etcétera. Esta abstracción
contribuye a que la mayoría de reformas que nuestro país necesita queden
desprestigiadas rápidamente en el debate público.
En
resumen, nuestro periodismo —demasiado declarativo, demasiado jerárquico y
demasiado abstracto— es un factor más que ayuda a entender la paradójica
situación de que, en medio de una crisis tan brutal a todos los niveles, España
se haya reformado tan poquito.
Hay,
sin duda, muchas excepciones y ejemplos de gran periodismo en España. Razón de
más para replantearnos esas programaciones rebosantes de tertulias y esas
crónicas con tantos políticos y tan pocas políticas públicas.
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