El
legado de Nelson Mandela/Donato Ndongo-Bydyogo, escritor.
Publicado en ABC
|14 de mayo de 2014
La
primera generación de sudafricanos libres de la losa psicológica del apartheid
ejerció su derecho al voto a principios de mayo. Comicios desarrollados en
profunda orfandad, pues también fueron los primeros celebrados desde la llorada
desaparición física de Nelson Mandela, encarnación de los sueños de igualdad y
libertad, el hombre providencial que realizó los anhelos seculares de un pueblo
sometido por los epígonos de la barbarie racista, empeñados en negar la humanidad
de otros seres humanos.
No
hubo sorpresas: revalidó su mandato el dirigente del Congreso Nacional Africano
(CNA), Jacob Zuma, sin el brillo de sus predecesores, Mandela y Thabo Mbeki.
Estas elecciones no suscitaron la ilusión que inundó al mundo en 1994, cuando
tuvieron lugar las primeras con sufragio universal, tras la excarcelación del
preso político más famoso del mundo, que sacrificó su vida –27 años de
cautiverio en la prisión de Robben Island– por su firmeza y coherencia en la
defensa de valores elementales: la dignidad inherente a toda persona, no
someterse a la arbitrariedad. Zuma no es Mandela. Las numerosas sombras que
os
curecen su vida, política y privada, le alejan de la altura moral del líder
fallecido en diciembre pasado.
Diríase, tras la breve pero excepcional e
intensa etapa de Mandela, que la política sudafricana se desliza hacia los
modos poco ejemplares de una África donde, medio siglo después de la
descolonización, y pese a sus potencialidades humanas y económicas, apenas se
vislumbran horizontes de equidad y progreso. Pesan atavismos y
condicionamientos externos, pero también falta voluntad.
No
resulta fácil gestionar la herencia. Dos décadas de democracia no han sido
suficientes para borrar las secuelas del régimen segregacionista. Entre ellas,
la profunda desigualdad que todavía opone a una minoría blanca que lo posee
todo y una mayoría negra condenada a sobrevivir. Importantes bolsas de miseria
envuelven ciudades y los antiguos «bantustanes», caldo de cultivo de una delincuencia
que convirtió Sudáfrica en un país poco seguro. La corrupción galopante, que
irradia del entorno presidencial, según demuestran recientes dictámenes de la
incansable Thuli Madonsela, Defensora del Pueblo; las peligrosas condiciones de
trabajo en las minas, que provocan huelgas y manifestaciones reprimidas por el
Gobierno con resultados trágicos; el paro juvenil, los pavorosos índices de
sida y otras lacras coexisten con un crecimiento económico estimable, que sitúa
a Sudáfrica como referente destacado entre los países emergentes. El reto
actual es enfrentarse al futuro sin Mandela. Sus funerales fueron prueba
irrefutable de la sólida cohesión alcanzada, incólume pese al desafío de
grupúsculos supremacistas blancos y negros empecinados en exhumar la pesadilla.
Con
todo, puede considerarse la cultura el nervio medular del legado de Mandela.
Signo de los tiempos, la resistencia contra el apartheid se impregnó en sus
albores de ideologías excluyentes y racismo antiblanco, embriones de un
negativismo estéril. Otro héroe de la civilidad, Steve Biko, asesinado en Port
Elizabeth en 1977, resumió la esencia del impulso hacia la madurez: «El arma
más poderosa en manos del opresor es la mente del oprimido». Al descolonizar
las mentes, la lucha por la liberación superó los estrechos márgenes que la
constreñían, y la estrategia global de recuperación de la plena personalidad
ganó eficacia, al aunar en la conquista de los derechos políticos a todos los
sudafricanos, sin parcelarlos en clases o razas. Fructificó primero en la
música –iconos como Miriam Makeba– y en las artes plásticas; la literatura
–concebida desde el principio como savia de autoafirmación, concienciación y
universalización– consagraría su éxito definitivo.
Sin
duda, Peter Abrahams es el primer nombre de una pléyade portentosa de
escritores cuya obra incidiría en ese doble objetivo. El compromiso político y
social como emblema sería también asumido por otro clásico, Ezekiel Mphahlele.
Destaca en ambos el recelo ante la teoría de la «Negritud» formulada por
intelectuales francófonos desarraigados –Leópold Sedar Senghor, Leon Gontras
Damas, Aimé Césaire–, reparos recogidos por numerosos e influyentes escritores
africanos en lengua inglesa, de Wole Soyinka –premio Nobel nigeriano– a Ngugui
wa Thiong’o, el eterno candidato keniano.
Su
peculiaridad plurirracial y multicultural desgarró Sudáfrica durante siglos,
pero impidió al mismo tiempo que el compromiso de sus intelectuales se
manifestase en una única dirección –la lucha contra el colonialismo y la
afirmación de los valores negros–, característica inmanente de la cultura
poscolonial africana. Este rasgo permite comprender la complicidad de los
creadores sudafricanos de todas las razas, unidos contra la opresión racista,
esencialidad de su expresión artística y literaria. Matizado así el concepto de
«nacionalismo», aparece sin estridencias narcisistas, logrando articular un
modelo de tolerancia rarísimo en el continente. Singularidad que nutre las
aspiraciones universales de un rearme moral.
Resulta
notable que los textos de Alex La Guma y Zoë Wicomb (mestizos); Mazisi Kunene,
Sipho Sepamla, Wally Serotela, Lewis Nkosi, Miriam Tlali, Ellen Kuzwayo, Bessie
Head o Gibson Kente (negros); Nadine Gordimer, John M. Coetzee –premios Nobel–,
André Brink, Breyten Breytenbach, Alan Paton o Bryce Courtenay (blancos), por
citar unos pocos, transmitan pálpitos y escenarios compartidos: posicionamiento
frontal contra la represión y la exclusión social por motivos raciales, Soweto,
Sharpeville, o la memoria de los héroes principales de aquella epopeya.
Superado el temor recurrente tras la liberación de Mandela –si contra el
apartheid se creaba mejor–, las nuevas generaciones van encontrando sus propias
propuestas.
Originalidades
llamativas de la literatura sudafricana son, asimismo, el doble empeño de
muchos autores, inmersos al mismo tiempo en la creación y en la recuperación de
la oralidad tradicional. Desde el siglo XIX, florece la producción cultural en
lenguas africanas (xohsa, zulú, suto, shona, ndebele y fanakalo) y en afrikaans,
el habla de los bóers, los colonos calvinistas holandeses establecidos en el
país desde el S. XVII, huyendo de las guerras de religión en Europa. Exponente
de la perversa política de «desarrollo separado» impuesta por el régimen
segregacionista, este absurdo se convirtió, paradójicamente, en útil
instrumento de conservación y desarrollo de estas culturas étnicas. Fenómeno
infrecuente en otras latitudes del continente, donde no pocas lenguas y demás
expresiones del acervo africano desaparecen en favor de lo asumido tras el
fenómeno colonial.
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