Homilía en San Jerónimo el
Real/Olegario González de Cardedal, teólogo.
ABC |20 de junio de 2014
LA historia ni desaparece ni
se repite. Sin memoria no hay identidad humana y sin memoria de su historia no
tienen dignidad los pueblos. Algunas palabras y acontecimientos han sido como
estelas de luz en el cielo de nuestra vida personal y de la sociedad española.
Tales fueron las pronunciadas por el arzobispo de Madrid, cardenal Tarancón, el
27 de noviembre de 1975 en el momento en que Juan Carlos I accedía al trono.
Veníamos de una historia agónica, compleja, insegura de sí misma.
España tenía en ese momento un
nuevo Rey. ¿Qué estaba cada ciudadano, grupo e institución dispuesto a apoyar
como más conducente a la paz y la concordia? Se reclamaba olvido y perdón,
justicia y libertad para todos. Por delante estaba todo el cambio
constitucional que alcanzó su punto cumbre en la Carta Magna de 1978.
En tales
instantes pronuncia Tarancón esa homilía, luego publicada con el título «El
compromiso de la Iglesia con la Patria». El acto no responde solo a una
tradición hispánica, sino sobre todo a la decisión personal del Rey, que quiso
invocar la luz, ayuda y misericordia de Dios antes de comenzar su misión. El
acto era sencillamente la eucaristía que todo párroco celebra con cualquiera de
sus feligreses cuando, al comenzar una profesión, actividad o fase personal, se
pone ante Dios suplicándole ayuda y fortaleza para cumplir fielmente su nueva
responsabilidad. ¡El párroco del pueblo de Madrid era don Vicente Enrique y
Tarancón, y el feligrés era Juan Carlos I Rey de España!
La homilía comienza con estas
palabras: «Habéis querido, Majestad, que invoquemos con vos al Espíritu Santo
en el momento en que accedéis al Trono de España». Los católicos españoles se
alegraron ya de que en el fondo era también un gesto de reconocimiento de su
propia fe, pues no en vano son la mayoría de la población. Quien preside no
está obligado a compartir, pero sí a reconocer, apoyar y favorecer las realidades
que animan la vida de aquellos a quienes preside. La fe no fue, ni es ni será
nunca solo una mera actitud íntima, sino una actitud personal con relieve
individual y social, privado y público, que reclama ser reconocida como lo son
otras ejercitaciones de la vida humana: la ética, la estética, la lúdica, la
política. Y se alegraron la mayoría de los españoles al oír las palabras de
Tarancón que invitaban al Rey a ser Rey de todos en la justicia y la libertad.
El cardenal explica lo que la
Iglesia puede ofrecerle como Rey: estima, oración y colaboración. La Iglesia no
tiene ni una misión ni un proyecto político, porque el Evangelio es de otra
naturaleza y ninguna traducción humana lo recoge completo. «La Iglesia no
patrocina ninguna forma ni ideología política, y si alguno utiliza su nombre
para cubrir sus banderías está usurpándolo manifiestamente. La Iglesia, en
cambio, debe proyectar la palabra de Dios sobre la sociedad especialmente
cuando se trata de promover los derechos humanos, fortalecer las libertades
justas o ayudar a promover las causas de la paz y de la justicia con medios
siempre conformes con el Evangelio».
Exigencias de la Iglesia a un
Rey y exigencias de la Iglesia a los gobernados. «A cambio de exigencias tan
estrictas a los que gobiernan, la Iglesia asegura con igual energía la
obediencia de los ciudadanos, a quienes enseña el deber moral de apoyar a la
autoridad legítima en todo lo que se ordena al bien común. Para cumplir su
misión, Señor, la Iglesia no pide ningún tipo de privilegio. Pide que se le
reconozca la libertad que proclama para todos». Una frase que hoy nos parece
evidente en aquel momento sonaba como un imperativo muy exigente para el
Monarca y liberador para todos. «Pido que seáis el Rey de todos los españoles,
de todos los que se sientan hijos de la madre Patria, de todos cuantos deseen
convivir sin privilegios ni distinciones, en el mismo respeto y amor».
Muestra luego la actitud de la
Iglesia: la colaboración de «nuestra honesta sinceridad», dice, para el apoyo y
para la crítica. Y termina explicitando lo que significaría para su gobierno el
modelo de un reino de otro orden, procedencia y fin, el de Cristo, al que la
liturgia cualifica como reino de verdad y de vida, de justicia de amor y de
paz». Y traducía esas palabras a exigencias concretas. A la luz de la situación
actual hay un párrafo especialmente elocuente, al subrayar el poder y el amor
obligados del Rey: «Amor que, como nos enseñó el Concilio Vaticano II, debe
extenderse a quienes piensan de manera distinta de la nuestra, pues “nos urge
la obligación de hacernos prójimos de todo hombre”. Pido también, Señor, que si
en este amor hay algunos privilegiados, estos sean los que más lo necesitan:
los pobres, los ignorantes, los despreciados: aquellos a quienes nadie parece
amar».
Han pasado casi cuarenta años
y estas palabras no han perdido sus quilates. Los dos pilares eternos, que
sostienen la casa de la Iglesia, siguen siendo la persona viviente de Cristo y
la acción de su Santo Espíritu. Pero junto a ellos están los dos pilares
temporales: el Concilio Vaticano II y la Constitución de 1978. Sin la
referencia a estos no hay hoy en España ni paz social ni verdad cristiana.
Estos dos últimos no son eternos, y el tiempo, que puede pervertirlo todo,
puede también aquilatarlo y acrecentarlo. La Iglesia sigue hoy arando el mismo
surco: mirando hacia delante, propiciando el diálogo, suscitando colaboración.
La política en ella no puede
ser lo primario ni lo dominante, pero tampoco puede vivir en la ingenuidad de
quien no es consciente de la repercusión política de sus actos. Lo principal no
es qué forma de gobierno, sino con qué contenidos, exigencias, realizaciones,
primacías y silencios actúa cada uno de ellos. La Iglesia reconoce una moral
civil y desea colaborar a su gestación y realización; pero vive además de su
específica moral cristiana, la ofrece a los demás y la propone como una
posibilidad humanizadora, liberadora y ensanchadora. La Iglesia hoy no se
dejará intimidar ante nostalgias del pasado ni ante utopías extraterrestres.
Afirma la Ilustración, pero no cederá a una comprensión puramente funcional e
instrumental de la razón, vigente en cierta cultura europea, que borra a Dios
del horizonte posible al hombre, despreocupándose de la moralidad, de la verdad
personal y del último sentido de la vida. Afirmará al Dios viviente en oración
y adoración, pero tampoco se dejará ni atraer ni intimidar por un
fundamentalismo irracional y arcaico que con violencia quiere salir en defensa
de Dios. ¡Sería una desgracia que los poderes políticos no se percataran de la
diferencia entre estos tres proyectos y de dónde están los verdaderos
problemas! Los reales, y no solo los formales.
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