14 jul 2014

Mensaje del cardenal Pietro Parolin


Mensaje del cardenal Pietro Parolin durante la inauguración del Coloquio México-Santa Sede sobre Migración y Desarrollo

Señor secretario de Relaciones Exteriores del Gobierno de México. 
Señora subsecretaria de Gobernación. 
Señores cancilleres de El Salvador, Guatemala y Honduras. 
Señores cardenales, obispos, servidores públicos, académicos y ciudadanos preocupados por la migración internacional y el desarrollo de México.
Amigas y amigos todos:
Es para mí un gran honor y un placer poder estar hoy entre ustedes. Como bien saben, durante varios años tuve el privilegio y la oportunidad de servir a la Santa Sede en este país. 
Les confieso que recuerdo aquel período de mi vida con nostalgia, pues ya entonces era consciente de que estaba siendo un testigo privilegiado del inicio de las importantes transformaciones que la sociedad y las instituciones mexicanas experimentarían en un futuro cercano.

Como me gusta decir, aquellos eran años de siembra. Entonces se entendía que era preciso asentar unos procesos que sólo más tarde fructificarían. No me refiero solo al reto de hacer de México una de las economías más abiertas del mundo y un destino deseado a nivel mundial para la inversión económica. Me refiero, sobretodo, a la paulatina maduración de la conciencia sobre los derechos humanos en general y sobre el derecho fundamental a la libertad religiosa en particular.
Precisamente gracias al reconocimiento explícito del derecho a la libertad religiosa, es posible que en la actualidad autoridades civiles y eclesiásticas podamos encontrarnos en una nueva atmósfera de diálogo confiado, aprecio recíproco y colaboración fructuosa. 
De una lógica de la desconfianza y del recelo mutuos, se han dado pasos importantes hacia una nueva lógica de mutuo respeto que permitirá la construcción de un nuevo México para las generaciones venideras.
Por muy diversos factores, la promoción y la protección de los derechos humanos no siempre ha sido una tarea fácil para ninguna sociedad democrática avanzada. Tampoco para el pueblo mexicano en su convulsa historia de los últimos doscientos años. Sin embargo, tenemos que reconocer todos que esta nueva dinámica ha conllevado realizar en tiempos recientes algunos pasos importantes. La apertura de miras y el trabajo constante de muchos por la igual dignidad de todos, ha permitido modificar y mejorar el actual marco normativo mexicano.
A lo largo de este proceso, se ha hecho evidente, una vez más, que la fuente más originaria del derecho no se encuentra en los mecanismos de consenso y pacto entre mayorías y minorías, propios de cualquier asamblea legislativa, sino en el reconocimiento de la dignidad inalienable de toda persona. El “derecho personal” a tutelar, el principio innegociable e irrenunciable que la razón descubre como una necesidad a promover en todo ser humano, surge de una realidad pre-positiva que sostiene todo el orden jurídico. No estamos ante ningún concepto metafórico o ante una ficción moral. 
Al contrario, esta realidad es de lo más concreto: cada ser humano, por pequeño y poco funcional que sea, posee una dignidad y unos derechos que nada ni nadie le pueden arrebatar.
La gran aportación del cristianismo a la humanidad, que luego, con el madurar de los tiempos, será recogida por la Ilustración como categoría política es la fraternidad universal. La razón iluminada por la fe descubre con gozo que en la gran familia humana todos somos hijos de un mismo Padre.
El relato del Génesis revela la explicación última la dignidad humana: a diferencia del resto de las criaturas, el hombre y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, por lo que son como Él, seres racionales y libres. De un modo radical, el cristianismo ha afirmado desde sus mismos inicios que todos somos libres, que todos somos iguales, que todos somos hermanos.
Como consecuencia, la dignidad de las personas no procede de su situación económica, de su filiación política, nivel educativo, pertenencia étnica, estatus migratorio o convicción religiosa. Todo ser humano, por el mismo hecho de ser persona, posee una dignidad tal que merece ser tratada con el máximo respeto. Más aún, el único criterio absolutamente válido para evaluar si una comunidad política cumple con su vocación de servicio al bien común, es precisamente éste: la calidad de su servicio a las personas, pero de un modo especial, a las más pobres y vulnerables.
Para los católicos esta convicción no es un dato extrínseco, secundario o estático. De hecho, a lo largo de los siglos, ha sido un continuo estímulo a desinstalarnos y a salir de nuestras seguridades. Muchas veces, vivido con auténtico heroísmo, hasta dar la vida. La verdad sobre el hombre que nos ha revelado Jesucristo, ha sido para los cristianos una verdadera exigencia, en el sentido de ser siempre empáticos y solidarios con todo lo humano, con todo lo que es justo, bello y bueno.
Sobre todo, con aquellas dimensiones periféricas de la existencia, las más lastimadas y humilladas, pues ellas son la imagen más nítida del Crucificado. Como señaló el Papa Francisco a los catequistas en el encuentro de septiembre del 2013, “Dios no tiene miedo a las periferias. Por esto, si ustedes van a las periferias, lo encontrarán allí”.
Cada día nos llegan nuevas noticias del ingente número de personas que en el mundo deben salir de su tierra entre situaciones lacerantes de sufrimiento y dolor. Las causas son siempre las mismas: la violación de los derechos humanos más elementales, la violencia, la falta de seguridad, las guerras, el desempleo y la miseria.
Cuánta violencia política, económica y social en nuestro mundo. Intentando llegar a una tierra de promisión en la que sea posible una vida digna, miles de personas deben pasar hambre, humillaciones, vejaciones en su dignidad, a veces hasta torturas y, algunos, morirán solos entre la indiferencia de muchos. Atónitos, contemplamos en pleno siglo XXI a las víctimas de la trata humana, a los que son obligados a trabajar en condiciones de semi esclavitud, a los que son abusados sexualmente, a los que caen en las redes de bandas criminales que operan a nivel transnacional y que a veces cuentan con impunidad a causa de la corrupción y ciertas connivencias.
El tema que hoy nos ocupa, el de la movilidad humana en el mundo de hoy, se enmarca en este universo de dolor que no puede dejar indiferente a nadie, especialmente a la Iglesia. El Papa Francisco, en su más reciente Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado nos ha dicho: “Toda persona pertenece a la humanidad y comparte con la entera familia de los pueblos la esperanza de un futuro mejor”.
Y poco más adelante añade: “Es impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como de aquellos que se desplazan dentro de sus propios países y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos los tiempos.
Creo poder afirmar con razón que en nuestro mundo globalizado, el progreso no se logra únicamente con un mayor flujo de capitales, mercancías e información. Un incremento del intercambio comercial y financiero entre las naciones no conlleva, de manera automática, una mejora en los niveles de vida de la población, ni tampoco genera automáticamente más riqueza.
Al respecto, observamos que las naciones, especialmente aquellas más avanzadas desde el punto de vista económico y social, deben su desarrollo en gran parte a los emigrantes. Ello es así porque el progreso está muy ligado al factor humano, a la cultura, a la inventiva, al trabajo, a las condiciones sociales y familiares. Como bien dijo Benedicto XVI en su encíclica Caritas in Veritate: “El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que reconozcan que son una gran familia, profundizando desde el punto de vista crítico y valorativo en la categoría de la relación”.
La discriminación, el racismo, el trato vejatorio, las injusticias laborales, no son un buen negocio. Aquellas sociedades en las que los emigrantes legales no son acogidos abiertamente, sino que son tratados con prejuicios, como sujetos peligrosos o dañinos, demuestran ser muy débiles y poco preparadas para los retos de los decenios venideros.
Por el contrario, aquellos países que saben ver a los recién llegados como elementos generadores de riqueza ante todo humana y cultural y, por tanto, que saben acogerlos debidamente; aquellas sociedades que hacen los pertinentes esfuerzos por integrar a los emigrantes, dan un mensaje inequívoco a la entera comunidad internacional de solidez y garantía que, en sí, generan aún un mayor progreso.
Por eso les invito al reto de una sociedad más justa y solidaria, que reconoce el valor de la movilidad humana y no se cierra en sí misma sino que está dispuesta a la acogida y a dejar espacios abiertos. Me parece que a este respecto pueden ser significativas las palabras que Juan Pablo II pronunció en Monterrey durante su primera visita al México: “No podemos cerrar los ojos a la situación de millones de hombres que en su búsqueda de trabajo y del propio pan han de abandonar a su patria y muchas veces las familias, afrontando las dificultades de un ambiente nuevo no siempre agradable y acogedor, una lengua desconocida y condiciones generales que les sumen en la soledad y a veces en la marginación a ellos […] Hay ocasiones, en que el criterio puesto en práctica es el de procurar el máximo rendimiento del trabajador migrante, sin mirar a la persona”.
Sin mirar a la persona. Esta es la cuestión. Podemos empezar a cambiar hoy el futuro si somos capaces de mirar y servir a las personas concretas, aquellas que conocemos, aquellas que tratamos cada día. Si sabemos mirar también el rostro de cada emigrante, aprenderemos a encontrar una razón para afirmar que todos somos hermanos. En el fondo, aprenderemos a conocernos mejor nosotros mismos y surgirá el anhelo del cambio.
Al respecto, las palabras del Papa Francisco en Lampedusa, lejos de perder su vigor, resuenan cada día con más fuerza: “¿Dónde está tu hermano?”, la voz de su sangre grita hasta mí, dice Dios. Ésta no es una pregunta dirigida a otros, es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros. Antes de llegar aquí han pasado por las manos de los traficantes, esas personas para las que la pobreza de los otros es una fuente de lucro.
La Iglesia católica, especialmente en México, está desarrollando múltiples iniciativas concretas para acompañar y acoger con hospitalidad a las personas migrantes. En este contexto, a través particularmente de sus pastores, como han afirmado en la declaración conjunta de los obispos de EE.UU., México, El Salvador, Guatemala y Honduras, sobre la crisis de los niños migrantes del pasado 10 de julio; ella ha reiterado la urgencia de respetar la dignidad humana de los migrantes indocumentados, de fortalecer las instituciones gubernamentales para que sean auténticamente democráticas, participativas y al servicio del pueblo.
De combatir con firmeza la reprobable actividad de los grupos delictivos del crimen organizado y de garantizar la seguridad de los ciudadanos.
En tal circunstancia la iglesia además ha invitado a los empresarios, especialmente católicos, a que inviertan y contribuyan a promover la justica y la equidad; asimismo exhortando a los padres de familia a no exponer a sus hijos a emprender el peligroso viaje.
La Iglesia, “maestra en humanidad”, no puede ser un “lugar cerrado” en el que vivir una fe desencarnada. En verdad, no sería la “esposa del Crucificado” si no se volcase a favor del bien común.
Cuando la Iglesia encuentra un interlocutor receptivo, un Estado convencido de su vocación de servicio a las personas y, por tanto, no meramente “tolerante” con el hecho religioso, sino dispuesto a promover cualquier instancia que trabaje por mejorar la sociedad, la potencialidad del bien realizado se multiplica y el tejido social se impregna de humanidad.
Los Estados autoritarios buscan controlar toda la vida social: el aparato estatal es omnipresente, debe hacerlo todo, aunque lo haga mal. No acepta a la llamada “sociedad civil”, basada en el principio de la subsidiaridad, por el cual la instancia superior debe renunciar a hacer aquello que pueden hacer las instancias inferiores, en aras de una mayor eficiencia del servicio prestado. Hoy sabemos que un estado omnipresente no sólo es injusto sino radicalmente ineficiente, puesto que corta de raíz cualquier brote de creatividad y de iniciativa.
Al respecto, quisiera subrayar que la Iglesia ha sido uno de los factores sociales que históricamente más ha trabajado por el reconocimiento de la “sociedad civil”. Cuando un País no sólo tolera a la Iglesia, sino que en el marco de una sana laicidad establece los medios jurídicos para su protección y promueve su acción social a favor del bien común, garantiza un elemento meta-político clave para el progreso: la confianza.
Un estado de derecho en el que los ciudadanos confían en sus políticos, en sus jueces y en las fuerzas del orden, tiene futuro. Una sociedad abierta en la que los consumidores confían en los actores de la economía, tiene futuro. Un estado que confía en las Organizaciones no gubernamentales como expresión de la pluralidad del tejido social, tiene abiertas las puertas del futuro.
Es cierto que la movilidad humana y su impacto en el desarrollo son dos de los fenómenos sociales más complejos, difíciles de resolver sin un espíritu general de confianza. Por un lado el emigrante tiene el deber de integrarse en el País que lo acoge, respetando sus leyes y la identidad nacional. Por otro lado el Estado tiene también el deber de defender las propias fronteras, sin olvidar en ningún caso el respeto de los derechos humanos y el deber de la solidaridad.
Es evidente que el fenómeno de la migración no puede ser resuelto únicamente con medidas legislativas o adoptando políticas públicas, por buenas que sean, y mucho menos únicamente con las fuerzas de seguridad y del orden. La solución del problema migratorio pasa por una conversión cultural y social en profundidad que permita pasar de la “cultura de la cerrazón” a una “cultura de la acogida y el encuentro”.
Por ello, si buscamos dar soluciones satisfactorias que logren tener un impacto positivo en la movilidad humana, será necesario reconocer que las personas individuales, las organizaciones de la sociedad civil, las diversas instituciones públicas y privadas y los mismos países, son interdependientes todos entre sí y que, en consecuencia, es indispensable la cooperación.
En este contexto, la Iglesia siempre ha sido y será una leal colaboradora. Cuenta con un acervo moral y religioso basado en una tradición con dos mil años de antigüedad. Su implantación en algunos países como México, es vasta y reconocida. Por definición, es católica, es decir, universal, transnacional. Su mensaje no se agota en la vida privada de los fieles, sino que buscando su conversión, se expande y alcanza los caminos de la cultura y de la justicia social puesto que no es posible definirse cristiano y vivir de espaldas a la justicia y fraternidad, también con los no creyentes. Dicho de otra manera, sería injusto y radicalmente falso considerar a la fe cristiana como un obstáculo para el desarrollo.
Por otra parte, la Santa Sede, gobierno central de la Iglesia universal, es un sujeto con plena soberanía en el derecho internacional que goza de plena personalidad jurídica. Mantiene relaciones diplomáticas con 181 Estados, con la Soberana Orden de Malta y con la Unión Europea, además de participar como miembro o como observador permanente en la ONU, en varias agencias especializadas y en fondos o programas de multitud de organizaciones e instituciones internacionales. 
Ayudada por sus Representantes Pontificios, participa en los más variados foros políticos con el objeto de que los derechos humanos universales sean plenamente tutelados desde el respeto a los principios éticos y morales que conforman la vida social.
La Iglesia siempre apoyará a nivel nacional e internacional cualquier iniciativa dirigida a la adopción de políticas de concierto. Ninguna institución, ni siquiera el Estado, posee los recursos económicos, políticos, informativos, de capital social o de legitimidad, necesarios para solucionar de raíz los problemas asociados a la emigración.
Ante el hecho migratorio, necesitamos urgentemente que se superen los recelos atávicos y se planteen de una vez estrategias comunes a nivel sub-regional, regional y mundial que incluyan a todos los sectores de la sociedad. Pensemos, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, cuya Administración ha difundido en estas semanas los datos que se refieren al flujo migratorio de los niños que cruzan la frontera sin estar acompañados por adultos.
Su número crece cada día de modo exponencial. Tanto si viajan a causa de la pobreza, de la violencia o con la esperanza de unirse a los familiares que están al otro lado de la frontera, es urgente protegerlos y asistirlos, pues su debilidad es mayor e indefensos, están al albur de cualquier abuso o desgracia.
La política es el arte de lo posible. Hagamos posible lo que parece imposible. Seamos ambiciosos al plantearnos los retos. No nos desanimemos por aquello que no son sino aparentes fracasos.
Con estos sentimientos me congratulo con ustedes por la realización de este Coloquio. Estoy seguro que los trabajos de esta reunión serán de gran ayuda para avanzar nuevas pautas de reflexión, que permitan a su vez nuevos escenarios de diálogo y cooperación.
San Juan Pablo II decía que para un cristiano, “el emigrante no es simplemente alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino una persona cuya presencia interpela y cuyas necesidades se transforman en compromisos”.
Quiera Dios que este compromiso lo podamos compartir, para que nadie nos pueda reprochar nunca que no hicimos lo que debíamos a favor de nuestros hermanos migrantes.
Muchas gracias.
Fuente: SRE.

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