Mensaje
del cardenal Pietro Parolin durante la inauguración del Coloquio México-Santa
Sede sobre Migración y Desarrollo
Señor
secretario de Relaciones Exteriores del Gobierno de México.
Señora
subsecretaria de Gobernación.
Señores cancilleres de El Salvador, Guatemala y
Honduras.
Señores cardenales, obispos, servidores públicos, académicos y
ciudadanos preocupados por la migración internacional y el desarrollo de
México.
Amigas
y amigos todos:
Es
para mí un gran honor y un placer poder estar hoy entre ustedes. Como bien
saben, durante varios años tuve el privilegio y la oportunidad de servir a la
Santa Sede en este país.
Les confieso que recuerdo aquel período de mi vida con
nostalgia, pues ya entonces era consciente de que estaba siendo un testigo
privilegiado del inicio de las importantes transformaciones que la sociedad y
las instituciones mexicanas experimentarían en un futuro cercano.
Como
me gusta decir, aquellos eran años de siembra. Entonces se entendía que era
preciso asentar unos procesos que sólo más tarde fructificarían. No me refiero
solo al reto de hacer de México una de las economías más abiertas del mundo y
un destino deseado a nivel mundial para la inversión económica. Me refiero,
sobretodo, a la paulatina maduración de la conciencia sobre los derechos
humanos en general y sobre el derecho fundamental a la libertad religiosa en
particular.
Precisamente
gracias al reconocimiento explícito del derecho a la libertad religiosa, es
posible que en la actualidad autoridades civiles y eclesiásticas podamos
encontrarnos en una nueva atmósfera de diálogo confiado, aprecio recíproco y
colaboración fructuosa.
De una lógica de la desconfianza y del recelo mutuos,
se han dado pasos importantes hacia una nueva lógica de mutuo respeto que
permitirá la construcción de un nuevo México para las generaciones venideras.
Por
muy diversos factores, la promoción y la protección de los derechos humanos no
siempre ha sido una tarea fácil para ninguna sociedad democrática avanzada.
Tampoco para el pueblo mexicano en su convulsa historia de los últimos
doscientos años. Sin embargo, tenemos que reconocer todos que esta nueva dinámica
ha conllevado realizar en tiempos recientes algunos pasos importantes. La
apertura de miras y el trabajo constante de muchos por la igual dignidad de
todos, ha permitido modificar y mejorar el actual marco normativo mexicano.
A
lo largo de este proceso, se ha hecho evidente, una vez más, que la fuente más
originaria del derecho no se encuentra en los mecanismos de consenso y pacto
entre mayorías y minorías, propios de cualquier asamblea legislativa, sino en
el reconocimiento de la dignidad inalienable de toda persona. El “derecho
personal” a tutelar, el principio innegociable e irrenunciable que la razón
descubre como una necesidad a promover en todo ser humano, surge de una
realidad pre-positiva que sostiene todo el orden jurídico. No estamos ante ningún
concepto metafórico o ante una ficción moral.
Al contrario, esta realidad es de
lo más concreto: cada ser humano, por pequeño y poco funcional que sea, posee
una dignidad y unos derechos que nada ni nadie le pueden arrebatar.
La
gran aportación del cristianismo a la humanidad, que luego, con el madurar de
los tiempos, será recogida por la Ilustración como categoría política es la
fraternidad universal. La razón iluminada por la fe descubre con gozo que en la
gran familia humana todos somos hijos de un mismo Padre.
El
relato del Génesis revela la explicación última la dignidad humana: a
diferencia del resto de las criaturas, el hombre y la mujer han sido creados a
imagen y semejanza de Dios, por lo que son como Él, seres racionales y libres.
De un modo radical, el cristianismo ha afirmado desde sus mismos inicios que
todos somos libres, que todos somos iguales, que todos somos hermanos.
Como
consecuencia, la dignidad de las personas no procede de su situación económica,
de su filiación política, nivel educativo, pertenencia étnica, estatus
migratorio o convicción religiosa. Todo ser humano, por el mismo hecho de ser
persona, posee una dignidad tal que merece ser tratada con el máximo respeto.
Más aún, el único criterio absolutamente válido para evaluar si una comunidad
política cumple con su vocación de servicio al bien común, es precisamente
éste: la calidad de su servicio a las personas, pero de un modo especial, a las
más pobres y vulnerables.
Para
los católicos esta convicción no es un dato extrínseco, secundario o estático.
De hecho, a lo largo de los siglos, ha sido un continuo estímulo a
desinstalarnos y a salir de nuestras seguridades. Muchas veces, vivido con
auténtico heroísmo, hasta dar la vida. La verdad sobre el hombre que nos ha
revelado Jesucristo, ha sido para los cristianos una verdadera exigencia, en el
sentido de ser siempre empáticos y solidarios con todo lo humano, con todo lo
que es justo, bello y bueno.
Sobre
todo, con aquellas dimensiones periféricas de la existencia, las más lastimadas
y humilladas, pues ellas son la imagen más nítida del Crucificado. Como señaló
el Papa Francisco a los catequistas en el encuentro de septiembre del 2013,
“Dios no tiene miedo a las periferias. Por esto, si ustedes van a las
periferias, lo encontrarán allí”.
Cada
día nos llegan nuevas noticias del ingente número de personas que en el mundo
deben salir de su tierra entre situaciones lacerantes de sufrimiento y dolor.
Las causas son siempre las mismas: la violación de los derechos humanos más
elementales, la violencia, la falta de seguridad, las guerras, el desempleo y
la miseria.
Cuánta
violencia política, económica y social en nuestro mundo. Intentando llegar a
una tierra de promisión en la que sea posible una vida digna, miles de personas
deben pasar hambre, humillaciones, vejaciones en su dignidad, a veces hasta
torturas y, algunos, morirán solos entre la indiferencia de muchos. Atónitos,
contemplamos en pleno siglo XXI a las víctimas de la trata humana, a los que
son obligados a trabajar en condiciones de semi esclavitud, a los que son
abusados sexualmente, a los que caen en las redes de bandas criminales que
operan a nivel transnacional y que a veces cuentan con impunidad a causa de la
corrupción y ciertas connivencias.
El
tema que hoy nos ocupa, el de la movilidad humana en el mundo de hoy, se
enmarca en este universo de dolor que no puede dejar indiferente a nadie,
especialmente a la Iglesia. El Papa Francisco, en su más reciente Mensaje para
la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado nos ha dicho: “Toda persona
pertenece a la humanidad y comparte con la entera familia de los pueblos la
esperanza de un futuro mejor”.
Y
poco más adelante añade: “Es impresionante el número de personas que emigra de
un continente a otro, así como de aquellos que se desplazan dentro de sus
propios países y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios
contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas, incluso de
pueblos, de todos los tiempos.
Creo
poder afirmar con razón que en nuestro mundo globalizado, el progreso no se
logra únicamente con un mayor flujo de capitales, mercancías e información. Un
incremento del intercambio comercial y financiero entre las naciones no
conlleva, de manera automática, una mejora en los niveles de vida de la
población, ni tampoco genera automáticamente más riqueza.
Al
respecto, observamos que las naciones, especialmente aquellas más avanzadas
desde el punto de vista económico y social, deben su desarrollo en gran parte a
los emigrantes. Ello es así porque el progreso está muy ligado al factor
humano, a la cultura, a la inventiva, al trabajo, a las condiciones sociales y
familiares. Como bien dijo Benedicto XVI en su encíclica Caritas in Veritate:
“El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que reconozcan que son una
gran familia, profundizando desde el punto de vista crítico y valorativo en la
categoría de la relación”.
La
discriminación, el racismo, el trato vejatorio, las injusticias laborales, no
son un buen negocio. Aquellas sociedades en las que los emigrantes legales no
son acogidos abiertamente, sino que son tratados con prejuicios, como sujetos
peligrosos o dañinos, demuestran ser muy débiles y poco preparadas para los
retos de los decenios venideros.
Por
el contrario, aquellos países que saben ver a los recién llegados como
elementos generadores de riqueza ante todo humana y cultural y, por tanto, que
saben acogerlos debidamente; aquellas sociedades que hacen los pertinentes
esfuerzos por integrar a los emigrantes, dan un mensaje inequívoco a la entera
comunidad internacional de solidez y garantía que, en sí, generan aún un mayor
progreso.
Por
eso les invito al reto de una sociedad más justa y solidaria, que reconoce el
valor de la movilidad humana y no se cierra en sí misma sino que está dispuesta
a la acogida y a dejar espacios abiertos. Me parece que a este respecto pueden
ser significativas las palabras que Juan Pablo II pronunció en Monterrey
durante su primera visita al México: “No podemos cerrar los ojos a la situación
de millones de hombres que en su búsqueda de trabajo y del propio pan han de
abandonar a su patria y muchas veces las familias, afrontando las dificultades
de un ambiente nuevo no siempre agradable y acogedor, una lengua desconocida y
condiciones generales que les sumen en la soledad y a veces en la marginación a
ellos […] Hay ocasiones, en que el criterio puesto en práctica es el de
procurar el máximo rendimiento del trabajador migrante, sin mirar a la
persona”.
Sin
mirar a la persona. Esta es la cuestión. Podemos empezar a cambiar hoy el
futuro si somos capaces de mirar y servir a las personas concretas, aquellas
que conocemos, aquellas que tratamos cada día. Si sabemos mirar también el
rostro de cada emigrante, aprenderemos a encontrar una razón para afirmar que
todos somos hermanos. En el fondo, aprenderemos a conocernos mejor nosotros
mismos y surgirá el anhelo del cambio.
Al
respecto, las palabras del Papa Francisco en Lampedusa, lejos de perder su
vigor, resuenan cada día con más fuerza: “¿Dónde está tu hermano?”, la voz de
su sangre grita hasta mí, dice Dios. Ésta no es una pregunta dirigida a otros,
es una pregunta dirigida a mí, a ti, a cada uno de nosotros. Antes de llegar
aquí han pasado por las manos de los traficantes, esas personas para las que la
pobreza de los otros es una fuente de lucro.
La
Iglesia católica, especialmente en México, está desarrollando múltiples
iniciativas concretas para acompañar y acoger con hospitalidad a las personas
migrantes. En este contexto, a través particularmente de sus pastores, como han
afirmado en la declaración conjunta de los obispos de EE.UU., México, El
Salvador, Guatemala y Honduras, sobre la crisis de los niños migrantes del
pasado 10 de julio; ella ha reiterado la urgencia de respetar la dignidad
humana de los migrantes indocumentados, de fortalecer las instituciones
gubernamentales para que sean auténticamente democráticas, participativas y al
servicio del pueblo.
De
combatir con firmeza la reprobable actividad de los grupos delictivos del
crimen organizado y de garantizar la seguridad de los ciudadanos.
En
tal circunstancia la iglesia además ha invitado a los empresarios,
especialmente católicos, a que inviertan y contribuyan a promover la justica y
la equidad; asimismo exhortando a los padres de familia a no exponer a sus
hijos a emprender el peligroso viaje.
La
Iglesia, “maestra en humanidad”, no puede ser un “lugar cerrado” en el que
vivir una fe desencarnada. En verdad, no sería la “esposa del Crucificado” si
no se volcase a favor del bien común.
Cuando
la Iglesia encuentra un interlocutor receptivo, un Estado convencido de su
vocación de servicio a las personas y, por tanto, no meramente “tolerante” con
el hecho religioso, sino dispuesto a promover cualquier instancia que trabaje
por mejorar la sociedad, la potencialidad del bien realizado se multiplica y el
tejido social se impregna de humanidad.
Los
Estados autoritarios buscan controlar toda la vida social: el aparato estatal
es omnipresente, debe hacerlo todo, aunque lo haga mal. No acepta a la llamada
“sociedad civil”, basada en el principio de la subsidiaridad, por el cual la
instancia superior debe renunciar a hacer aquello que pueden hacer las
instancias inferiores, en aras de una mayor eficiencia del servicio prestado.
Hoy sabemos que un estado omnipresente no sólo es injusto sino radicalmente
ineficiente, puesto que corta de raíz cualquier brote de creatividad y de
iniciativa.
Al
respecto, quisiera subrayar que la Iglesia ha sido uno de los factores sociales
que históricamente más ha trabajado por el reconocimiento de la “sociedad civil”.
Cuando un País no sólo tolera a la Iglesia, sino que en el marco de una sana
laicidad establece los medios jurídicos para su protección y promueve su acción
social a favor del bien común, garantiza un elemento meta-político clave para
el progreso: la confianza.
Un
estado de derecho en el que los ciudadanos confían en sus políticos, en sus
jueces y en las fuerzas del orden, tiene futuro. Una sociedad abierta en la que
los consumidores confían en los actores de la economía, tiene futuro. Un estado
que confía en las Organizaciones no gubernamentales como expresión de la
pluralidad del tejido social, tiene abiertas las puertas del futuro.
Es
cierto que la movilidad humana y su impacto en el desarrollo son dos de los
fenómenos sociales más complejos, difíciles de resolver sin un espíritu general
de confianza. Por un lado el emigrante tiene el deber de integrarse en el País
que lo acoge, respetando sus leyes y la identidad nacional. Por otro lado el
Estado tiene también el deber de defender las propias fronteras, sin olvidar en
ningún caso el respeto de los derechos humanos y el deber de la solidaridad.
Es
evidente que el fenómeno de la migración no puede ser resuelto únicamente con
medidas legislativas o adoptando políticas públicas, por buenas que sean, y
mucho menos únicamente con las fuerzas de seguridad y del orden. La solución
del problema migratorio pasa por una conversión cultural y social en
profundidad que permita pasar de la “cultura de la cerrazón” a una “cultura de
la acogida y el encuentro”.
Por
ello, si buscamos dar soluciones satisfactorias que logren tener un impacto
positivo en la movilidad humana, será necesario reconocer que las personas
individuales, las organizaciones de la sociedad civil, las diversas
instituciones públicas y privadas y los mismos países, son interdependientes
todos entre sí y que, en consecuencia, es indispensable la cooperación.
En
este contexto, la Iglesia siempre ha sido y será una leal colaboradora. Cuenta
con un acervo moral y religioso basado en una tradición con dos mil años de
antigüedad. Su implantación en algunos países como México, es vasta y
reconocida. Por definición, es católica, es decir, universal, transnacional. Su
mensaje no se agota en la vida privada de los fieles, sino que buscando su
conversión, se expande y alcanza los caminos de la cultura y de la justicia
social puesto que no es posible definirse cristiano y vivir de espaldas a la
justicia y fraternidad, también con los no creyentes. Dicho de otra manera,
sería injusto y radicalmente falso considerar a la fe cristiana como un
obstáculo para el desarrollo.
Por
otra parte, la Santa Sede, gobierno central de la Iglesia universal, es un
sujeto con plena soberanía en el derecho internacional que goza de plena
personalidad jurídica. Mantiene relaciones diplomáticas con 181 Estados, con la
Soberana Orden de Malta y con la Unión Europea, además de participar como
miembro o como observador permanente en la ONU, en varias agencias
especializadas y en fondos o programas de multitud de organizaciones e
instituciones internacionales.
Ayudada por sus Representantes Pontificios,
participa en los más variados foros políticos con el objeto de que los derechos
humanos universales sean plenamente tutelados desde el respeto a los principios
éticos y morales que conforman la vida social.
La
Iglesia siempre apoyará a nivel nacional e internacional cualquier iniciativa
dirigida a la adopción de políticas de concierto. Ninguna institución, ni
siquiera el Estado, posee los recursos económicos, políticos, informativos, de
capital social o de legitimidad, necesarios para solucionar de raíz los
problemas asociados a la emigración.
Ante
el hecho migratorio, necesitamos urgentemente que se superen los recelos
atávicos y se planteen de una vez estrategias comunes a nivel sub-regional,
regional y mundial que incluyan a todos los sectores de la sociedad. Pensemos,
por ejemplo, en los Estados Unidos de América, cuya Administración ha difundido
en estas semanas los datos que se refieren al flujo migratorio de los niños que
cruzan la frontera sin estar acompañados por adultos.
Su
número crece cada día de modo exponencial. Tanto si viajan a causa de la
pobreza, de la violencia o con la esperanza de unirse a los familiares que
están al otro lado de la frontera, es urgente protegerlos y asistirlos, pues su
debilidad es mayor e indefensos, están al albur de cualquier abuso o desgracia.
La
política es el arte de lo posible. Hagamos posible lo que parece imposible.
Seamos ambiciosos al plantearnos los retos. No nos desanimemos por aquello que
no son sino aparentes fracasos.
Con
estos sentimientos me congratulo con ustedes por la realización de este
Coloquio. Estoy seguro que los trabajos de esta reunión serán de gran ayuda
para avanzar nuevas pautas de reflexión, que permitan a su vez nuevos
escenarios de diálogo y cooperación.
San
Juan Pablo II decía que para un cristiano, “el emigrante no es simplemente
alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino
una persona cuya presencia interpela y cuyas necesidades se transforman en
compromisos”.
Quiera
Dios que este compromiso lo podamos compartir, para que nadie nos pueda
reprochar nunca que no hicimos lo que debíamos a favor de nuestros hermanos
migrantes.
Muchas
gracias.
Fuente: SRE.
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