LOS MOCHIS: LA CIUDAD
EXTRAVIADA/Alfonso Orejel.
Recuerdo –
como si este ejercicio de la nostalgia exigiera un gran esfuerzo ahora – que
caminaba por sus calles, me cruzaba con personas desconocidas que amables
saludaban, sonaba un claxon, la gente bebía café en los restaurantes, otros
conversaban despreocupados bajo los árboles o varios niños pateaban una balón.
Imágenes que en estos días con dificultad pueden observarse porque la ciudad
(casi campeona en un ranking de Las mejores ciudades para vivir) se ha
convertido de repente en un gran escenario de guerra donde los enemigos suelen
dirimir sus diferencias de la manera más rápida posible: a balazos. Pero con la
guerra, una epidemia de miedo ha tomado la ciudad. El miedo ha empujado a la
gente hacia el interior de sus viviendas y les ha amordazado. Algunos encienden
el televisor y esperan que su bullicio opaque el tableteo de los AK 47 y de los
gritos que vienen de la calle.
Un miedo común
hace que mordamos, nerviosos, nuestras uñas y que pasemos largas horas en
vigilia esperando que no toquen nuestra puerta. O la pateen. Como la mayoría de
mis paisanos, espero correr con suerte y que los sicarios no vengan por mí esta
noche. Que no se equivoquen y realicen su trabajo “limpiamente” – si se es
permitida semejante expresión -. O que quienes nos deben brindar cierta
seguridad (policías o milicianos) identifiquen bien sus objetivos antes de
detenernos o disparar sobre nosotros. Porque es generalizada la sensación de
que en cualquier momento - por equivocación, accidente o sospecha – no seremos
solamente los espectadores de este espectáculo atroz al que nos hemos ido
acostumbrando en Sinaloa. Y del que conservamos la superstición de que lo mejor
es quedarse callado. Guardar silencio como un elemental acto de defensa para
salvar el pellejo. Y así compartimos un silencio aterrado, un silencio
sensatamente cobarde, que va royendo el esqueleto moral que nos sostiene.
Estamos en
medio de una guerra que se han declarado ejércitos embozados, disputándose el
mercado o la patria. No lo sabemos con certeza. Se han infringido bajas unos a
los otros y los bandos se han multiplicado. Ellos estaban listos para la guerra
pero no los ciudadanos comunes con los que hacemos nuestras vidas: la señora
que va comprar verduras, el oficinista que trabajará 8 horas, la joven que
asiste a la escuela pensando que se adueña del futuro, el señor que viaja sobre
una bicicleta, la niña que mira pasar el tiempo agarrada del cancel de su
ventana. Y muchos niños o ciudadanos como éstos ya han perdido a su ciudad. O
la ciudad los ha perdido a ellos. Forman parte de la cuota de víctimas
inocentes para la estadística feliz de los que llevan las cuentas fúnebres. Y
ellos – que no tenían vela en este entierro – pronto les pondrán una en la mano
a sus más íntimos parientes. Para nuestro estupor este territorio inhóspito es
nuestra patria con minúsculas o mayúsculas, patria vejada, patria deshonrada
que esperamos no amanezca con un tiro en la sien como tantos de sus hijos.
Por motivos de
salud tal vez debería cerrar la boca. Pero a estas alturas no puedo cerrar los
ojos y esperar ilusamente que al abrirlos, al día siguiente, la pesadilla haya
terminado. Porque esta mancha de sangre que brota de la cabeza de mis paisanos,
ha mojado mis pies por más que traté de mantenerme alejado y de permanecer
indiferente. Escribo escuchando tiros y sirenas a los lejos. La noche, mi
íntima noche – que es la noche de mis conciudadanos - es mancillada por ruidos
de guerra. Minutos después, los gritos desgarradores que emite una niña
desolada: la tristeza.
Algunos
recomiendan que abandonemos la ciudad, que la dejemos a solas con sus verdugos.
Pero no me voy a ir de aquí. Ni aunque los ajustes de cuentas se hayan puesto
en boga y la muerte tenga numerosos admiradores que la honran ofreciéndoles
cabezas en hieleras o cuerpos columpiándose bajo los puentes. No me voy a ir de
aquí porque espero que algún día la ciudad regrese a mis brazos. Me quedo aquí
– como mis hijos, hermanos, amigos, vecinos o el resto de la gente que ni
siquiera tiene la oportunidad de escribir como lo hago en este momento - pero
no para contemplar la agonía de nuestra ciudad o los signos del oprobio en su
cuerpo mancillado. Haré lo que tantos hombres y mujeres hacen para cambiarla y
para cambiar este mundo: cultivar un jardín, barrer la acera de su casa,
sonreírle a quien pasa, empujar al niño inmóvil en el columpio, escuchar
música, abrir un libro, ofrecer un vaso con agua, correr por el parque Sinaloa.
Esta ciudad no
es tan bella pero no me importa, yo la amo. Soy espectador de sus crepúsculos,
catador de sus frutas rabiosamente amarillas, consumidor de sus silencios,
refugiado habitual de sus árboles inmensos. Por ahora me es difícil reconocerla
como la casa que nuestros padres fundaron. El aire no olía a sangre ni había
tantas miradas destrozadas. La tarea es seguir apostando a lo imposible: Vivir
en paz en Los Mochis, escuchar durante la noche pasar el viento, escuchar los
latidos serenos de nuestro corazón. Porque no debemos olvidar que éste es el
lugar donde transcurrió nuestra infancia, donde jugamos a las escondidas, donde
la luna nos contempló enamorarnos, donde hemos visto crecer a nuestros hijos
como árboles que se alzan contra el cielo y donde esperamos tener el
privilegio, algún día, de cerrar los ojos y – rodeado de los seres que amamos y
nos aman – morir decentemente.
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