Casarse y
divorciarse ante la Iglesia/
Juan Masiá Clavel es jesuita, profesor de Bioética de la Universidad católica Sophia, de Tokio.
El
País |25 de diciembre de 2014
En
el reciente sínodo de obispos contrastaban dos posturas: unos, en nombre de la
indisolubilidad matrimonial, negaban el “acceso a los sacramentos a personas
divorciadas y casadas de nuevo civilmente”; otros, apostaban por “acogerlas
pastoralmente, pero sin cuestionar la indisolubilidad”. El consenso entre ambos
parece pagarse no tocando la indisolubilidad. Otra alternativa minoritaria
repiensa el sentido de la unión matrimonial, admitiendo evolución en la
doctrina: la indisolubilidad no sería principio abstracto y punto de partida,
sino meta de llegada del proyecto concreto de unión de los esposos. Esta
propuesta integra lo existencial, lo jurídico y lo religioso, apoyando la
promesa desde la conciencia, la legalidad y la fe.
Casarse
es verbo intransitivo. Nadie “los casa”. Se casan los cónyuges, protagonistas
del compromiso de amor para hacer de dos personas una. Formalizan su promesa
ante la sociedad, ante la Iglesia, o ante ambas. El consentimiento mutuo tiene
un aspecto personal, como promesa; una expresión legal, como contrato; y, en el
ámbito religioso, un rostro sacramental, como símbolo de trascendencia en el
amor.
La
ética protege la promesa. El Derecho ampara el contrato. La Iglesia testifica
la gracia del sacramento. La ética personal protege la promesa, interpelando
desde la conciencia e impulsando con el amor para animar a su cumplimiento. El
Derecho interviene para garantizar el contrato y proteger la seguridad jurídica
de cónyuges y familia. La Iglesia da fe de la gracia divina para que el símbolo
sacramental arraigue y fructifique.
En
caso de fallo irreversible, tanto la ética como el Derecho y la Iglesia
desempeñarían las respectivas funciones para confirmar el cese de la unión y la
posibilidad de un comienzo nuevo tras un divorcio responsable. Si se exige
responsabilidad en las uniones de hecho y en los matrimonios civiles o
religiosos, también será necesaria en separaciones de hecho, y en los divorcios
civiles o religiosos. Expresiones prudentemente cercanas a este último caso
—aunque tímida y cuidadosamente diplomáticas en su expresión para evitar la
persecución de los inquisidores— serían el camino de rehabilitación sugerido
por el cardenal Kasper (El evangelio de la familia, 2014) antes de una posible
bendición de segundas nupcias tras un divorcio.
Reconocer
así un divorcio, a la vez civil y religioso, pondrá en guardia a teólogos y
canonistas defensores de la indisolubilidad como doctrina tradicional de fe
vinculante para la Iglesia. Pero doctrinas o tradiciones pueden y deben
evolucionar en favor de la dignidad de las personas. Si san Pablo admitía una
disolución “en favor de la fe”, ¿por qué no admitirla “en favor de la dignidad
de los cónyuges”?
La
boda es momento, pero el matrimonio es proceso. La unión indisoluble es la
verificación vivida y convivida, que no siempre se logra, de una promesa
personal, reconocible civilmente como contrato y religiosamente como símbolo
sacramental. Una reflexión antropológica, como la filosofía de Ricoeur,
iluminaría la cuádruple característica de la promesa esponsal: responsable,
vulnerable, reconciliable y —en caso de fallo irreversible— rehabilitable.
La
sociedad, que testimonia y protege civilmente la unión, formaliza el divorcio
con seguridad jurídica para los cónyuges y familia. También la Iglesia, que
acompaña desde la fe el camino de la pareja, debería acoger los procesos de
reconciliación y sanación, así como los de rehabilitación y nuevo comienzo.
En
los telefilmes, las cámaras cuidan el dramatismo del “sí, quiero”, sobre todo
si el guion exige un “no” de la novia, con récords de audiencia por su
espantada. Pero ni el “sí” de la pareja es un abracadabra productor del
vínculo, ni el coito de una noche basta para dar el matrimonio por consumado.
La consumación “de manera humana”, dice el Código Canónico (n. 1061), requiere
toda una vida. En vez de usar la metáfora del yugo, más propia para bueyes que
para personas, o la imagen del vínculo catenario que aprisiona, el Concilio
Vaticano II (Gaudium et spes, n. 48) calificó al matrimonio como “comunidad de
vida y amor”. “Serán una sola carne” (Génesis 2, 24) si se unen a lo largo de
la vida. Tal comunión no se logra por mera declaración legal o fusión corporal,
ni siquiera por bendición religiosa. Requiere tiempo y, a veces, no se logra,
se vulnera o se deshace. Unas veces por causa de uno de los cónyuges, con o sin
culpa; otras, por causa de ambos; o de ninguno, sino por circunstancias
externas.
Si
la ruptura es reparable, se buscará la recomposición posible del proceso de
unión vulnerado. Si es irreversible, habrá que buscar recursos de sanación para
ambas partes y apoyos rehabilitadores para rehacer el camino de la vida. No
debería extrañar que, así como hay matrimonio civil y religioso, pueda haber
también divorcio civil y religioso. Casarse y divorciarse responsablemente son
comportamientos humanos, civil y religiosamente confirmables; son atestación de
compromisos personales, afianzables y protegibles, tanto por la sociedad civil
como por la comunidad creyente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario