6 jul 2015

La valentía da la cara

Revista Proceso # 2018, 4 de julio de 2015
La valentía da la cara/GLORIA LETICIA DÍAZ
Protegida durante meses con el nombre de “Julia” por denunciar la matanza de Tlatlaya –de la que su hija Ericka fue víctima–, Clara Gómez González da la cara para denunciar el hostigamiento de las Fuerzas Armadas.
Testigo principal del multihomicidio, Clara vive con el temor de ser agredida, golpeada y torturada, “como ellos (los militares) acostumbran”.
“Yo he roto el silencio porque no es posible que vivamos en la violencia y la impunidad. Quiero que los militares me expliquen por qué mataron a mi hija y por qué mataron a tanta gente” en Tlatlaya, asegura en entrevista con Proceso.
Originaria de Arcelia (Guerrero), Clara –de 38 años e instructora del Consejo Nacional de Fomento Educativo, Conafe– clama por justicia para su hija Ericka Gómez, quien de manera involuntaria estaba en la bodega donde ocurrió la matanza, y a quien Clara trató de rescatar de presuntos miembros del crimen organizado.
En una región en la que “se roban a las muchachas bonitas, y a las que no se dejan las matan”, Clara decidió abandonar su trabajo, casa y familia para buscar a su hija. No recurrió a las autoridades porque
“no hacen nada, siempre dicen que uno tiene que esperar 72 horas, que a la mejor se fue con el novio. Yo la encontré, me la mataron y a mí me maltrataron”.

 Con tristeza pero firme en sus señalamientos, Clara sostiene que tras el enfrentamiento entre militares y los hombres armados que estaban dentro de la bodega corroboró que su hija inicialmente cayó boca abajo, que tenía signos vitales y que sólo tenía heridas en una pierna.
 “Así se quedó, boca abajo. A las cuatro de la tarde que nos llevaron a Toluca (a la Procuraduría General de Justicia del Estado de México), ya estaba muerta. Después mi hijo me enseñó unas fotos (publicadas en La Jornada el 24 de septiembre) y mi niña estaba boca arriba, con tiros en el pecho y un arma en la mano izquierda, pero ella era derecha.”
 El cuerpo de la adolescente de 15 años, identificado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) como “V7”, tenía ocho impactos. Una de las ojivas que se logró rescatar de su cuerpo salió del arma disparada contra a quien el organismo identificó como “V17”: una de las 12 a 15 personas que fueron ejecutadas arbitrariamente por los militares.
 Ericka, sin embargo, no fue incluida por la CNDH en esa lista de 12 a 15 “fusilados”, mucho menos en la de las ocho personas señaladas por la PGR. Su muerte es considerada producto del fuego cruzado.
 Después de un año de los hechos, “de estar seca por dentro y sacar fuerzas para seguir viviendo”, de haber denunciado públicamente bajo un nombre ficticio las ejecuciones de militares cometidas en Tlatlaya y después de ratificarlas ante la Procuraduría General de la República (PGR), Clara decidió salir a la luz porque se siente amenazada por los grupos de la delincuencia organizada y por las fuerzas federales que operan en la región.
 El peligro aumentó para Clara cuando en marzo pasado se publicó un posicionamiento de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), en el que anunciaba que las víctimas del caso Tlatlaya recibirían una indemnización de al menos un millón de pesos cada una.
 “En mi pueblo creen que soy millonaria, y tengo miedo de que me secuestren o me maten, cuando yo no he recibido nada, ni un peso por la mitad”, advierte.
 Del miedo a la delincuencia que ronda la Tierra Caliente pasó a la angustia, porque desde hace dos semanas soldados a bordo de camionetas oficiales y policías federales rondan su casa, hechos que ella considera “hostigamiento”.
 “Siento que me van a caer, que me van a abrir las puertas a la fuerza, que me van a hacer algo, y luego van a decir: ‘Nos equivocamos de casa’, pero mientras uno está buscando los documentos para enseñarles quién soy, ya me dieron una golpiza, ya me torturaron, como acostumbran hacer para que una no diga nada”, explica.
 Agrega que meses atrás, efectivos del Ejército y la Marina llegaron a buscarla –en tres ocasiones– a la casa de su madre. “Yo estaba aquí (en el Distrito Federal). Mi mamá les dijo que no sabía de mí porque tenía miedo de que me hicieran algo”.
 A pesar de que cuenta con el acompañamiento de escoltas y su casa tiene circuito cerrado, por ser beneficiaria desde octubre de medidas cautelares ordenadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), su temor se funda en el alud de historias de violencia y arbitrariedades cometidas en la región y atribuidas a miembros del Ejército, la Marina y la Policía Federal.
 Los abusos, enumera Clara, van desde maltratos y groserías en puestos de revisión en la sierra (“incluso a mujeres y niños”) hasta homicidios, desapariciones y torturas.
Recuerda: “Hace un año los marinos se llevaron a un taxista en Arcelia y no se volvió a saber nada. Por esas fechas, una noche los soldados se metieron a la casa de un enfermero, le tumbaron la puerta, lo golpearon hasta que quisieron, y cuando se dieron cuenta que no era a quien buscaban, dijeron: ‘Nos equivocamos, pero cuidadito que vayas y digas algo porque nosotros venimos por ti y peor te va a ir’.
“Años antes mataron a unas cuatro personas que fueron a cazar venado. Era de madrugada, se encontraron en el camino con unos militares, y los mataron. No pasó nada con los militares, por el miedo nadie denuncia”.
El 30 de junio del año pasado, tras el enfrentamiento en la bodega de Tlatlaya, Clara vivió el terror. Luego de ver abatida a su hija por soldados, fue sometida e interrogada por un marino, junto a otras dos sobrevivientes:
“El que traía el uniforme diferente (el marino) cargaba una tablet. Me preguntó que quién era, dónde vivía, en qué trabajaba, y yo le contestaba, pero no me creía y me decía: ‘Si no cooperas yo me encargo de que vayas 10 años a la cárcel’, que él me iba a refundir. Quería que le dijera quiénes eran esas personas, pero yo le decía que no sabía, que yo estaba ahí por mi hija.”
A pesar de su sufrimiento no se le permitió acercarse a su hija tendida en el suelo. Fue conducida a Toluca, donde también fue coaccionada y obligada a firmar documentos de los que hasta ahora desconoce el contenido. Algo parecido le ocurrió en la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada (SEIDO), pero ahí, al menos, le permitieron señalar el maltrato que sufrió por parte de los agentes ministeriales del Estado de México. Tardaron seis días en dejarla libre.
“No me dejaban decir la verdad, cómo habían matado a esa gente cuando ya se había rendido, yo intentaba y me decían: ‘Eso no sirve’”, relata Clara, quien acudió a la PGR luego de ser citada como testigo de los hechos cuando el asunto estalló en los medios de comunicación.
A un año de los acontecimientos, Clara pelea por que se le reconozca como víctima en las indagatorias abiertas en el fuero militar y en el civil. Quiere estar segura de que todos aquellos que participaron en las ejecuciones sean castigados, así como aquellos que torcieron la ley al alterar la escena del crimen.
“Quiero ver justicia, porque Ericka era una menor de edad, no era una mujer adulta, quiero ver que se consigne a los militares y a los funcionarios de Toluca.
“Quiero que me expliquen por qué los militares mataron a tanta gente si todos estaban rendidos, yo supongo que debieron haber recibido una orden, sino ¿cómo es que lo hicieron?”, concluye Clara, indignada.

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