Revista
Proceso,
2035, 8 de noviembre de 2015.
Una
historia de desatinos/FROYLÁN ENCISO
El
periodista sinaloense Froylán Enciso reúne una treintena de escritos en el
volumen Nuestra historia narcótica. Pasajes para (re)legalizar las drogas en
México, publicado por Penguin Random House Grupo editorial en su sello Debate.
En él muestra los desatinos de los gobiernos con respecto a los usos y abusos
de las drogas en México y de las políticas prohibicionistas a partir del siglo
XIX, pero también incluye el interludio que va del 17 de febrero al 7 de junio
de 1940, cuando México legalizó las drogas, lo que desató la ira de quienes
traficaban con los estupefacientes en el país. Proceso incluye dos fragmentos
de esa historia poco difundida.
La
raíz carrancista de la prohibición de las drogas es clara desde las discusiones
del Congreso de Querétaro en 1917. La noche del 18 de enero, el doctor José
María C. Rodríguez, médico de Venustiano Carranza, hizo uso de la palabra
frente a los cansados diputados del Congreso Constituyente para pedir
atribuciones “despóticas” para emprender un programa de saneamiento social que
erradicara la suciedad, el alcohol y las drogas de México. En ese orden.
El
general Rodríguez leyó un largo discurso para convencer a los diputados de que
la salubridad de la nueva nación mexicana dependiera de un Departamento de
Salubridad General de la República. Este departamento sólo respondería al
presidente y a nadie más, lo que le daba poder despótico frente a los estados.
Su
argumento se fundamentaba en la idea de que se necesitaba mejorar la higiene de
la nación a estándares estadunidenses y europeos. Las enfermedades causadas por
la falta de higiene, el alcoholismo, las drogas heroicas y la pobreza habían
debilitado a la nación: “Por eso es una necesidad nacional que el gobierno de
hoy en adelante intervenga, aun despóticamente, sobre la higiene del individuo,
particular y colectivamente”.
Sus
ideas déspotas –habrá quien les agregue el adjetivo de ilustradas– mostraban
racismo contra los indios y estaban movidas por la preocupación por los altos
índices de mortalidad y criminalidad que ellos provocaban.
“Nuestra
raza primitiva está degenerada ya y la mestiza en sus alcances”, arengó el
diputado Rodríguez.
Basado
en cuestionables estadísticas, dijo que la Ciudad de México era la más
mortífera del mundo, incluso más que París, Viena y Berlín juntas, por los
crímenes que bajo el influjo del pulque cometían “nuestros ebrios
consuetudinarios y nuestro pueblo bajo”.
“¡Allí
tenéis, señores, a los niños destetados con pulque, que crecen y mal se
desarrollan embriagados consuetudinariamente, convirtiéndose después en
progenitores alcohólicos, engendrando hijos degenerados y de inteligencia
obtusa, indiferentes para las cuestiones sociales y políticas, y sujetos a
propósito, con su materia prima admirablemente dispuesta para la criminalidad y
medio de cultivo maravilloso para el desarrollo de cuanto microorganismo
desarrolló la naturaleza!”
El
diputado Rodríguez no mencionó nada más de las drogas ese día. Al día siguiente
leyó su propuesta concreta de redacción de la adición a la fracción XVI del
artículo 73. Incluyó la idea de que las regulaciones y acciones contra la
“venta de sustancias que envenenan la raza” dictadas por el Consejo de
Salubridad deberían ser obligatorias, y que el Congreso podría sancionarlas,
pero sólo ya consumadas. En su lista de estas sustancias incluyó el opio, la
morfina, el éter, la cocaína y la mariguana. Proponía que la autoridad
sanitaria limitara la “libertad comercial de todos estos productos”.
El
diputado David Pastrana Jaimes, que representaba a Puebla, fue el único en
hablar en contra: “Por las facultades amplísimas que se le quiere otorgar,
podrá invadir siempre que quiera la soberanía de los estados”. El argumento de
Pastrana era razonable; sin embargo, bastó la burla de Rodríguez para que no
surtiera efecto alguno en la Asamblea Constituyente.
–¿De
qué tierra es este señor diputado?
–¡De
Guerrero, donde no hay médicos! –contestó a coro la asamblea.
–Así
me explico que siendo diputado de Guerrero, donde acaso no se conoce la
medicina, van a protestar contra los elementos de salubridad.
El
asunto, según Rodríguez, no era afectar la soberanía de los estados, sino
evitar la destrucción y la degeneración de la raza. Con cierta timidez, ante el
embate de Rodríguez, Pastrana contestó como pudo mientras mostraba las manchas
que el mal del pinto le había dejado:
–Yo,
efectivamente, soy pinto de Guerrero. Allí no hay doctores y no se mueren las
gentes. ¿Pues cómo no hemos de protestar porque nos manden veterinarios, si no
somos caballos?
La
asamblea soltó una carcajada. El diputado Eliseo Céspedes, que representaba a
Veracruz, intentó insistir en lo atinado del comentario del diputado Pastrana.
La asamblea lo interrumpió vociferante.
“¡A
votar, a votar!”
El
diputado Rubén Martí, del Estado de México, habló a favor de la iniciativa.
Dijo que la lucha contra el alcoholismo era más necesaria que repartir tierras.
¿Para qué dar tierra a campesinos degenerados por el vicio?
Con
dos oradores a favor y dos en contra en la cuenta, el secretario de la asamblea
llamó a la votación, pero el diputado José Álvarez interrumpió intempestivo.
–Pido
la palabra para rectificar un hecho –dijo Álvarez.
–¿De
quién? –preguntó el presidente de la asamblea.
–Quiero
tan sólo decir que daremos con la mejor voluntad nuestro voto en favor de este
dictamen, porque estamos convencidos de que si las leyes de Moisés se
escribieron en dos piedras, la Constitución mexicana debe estar escrita en dos
tablas de jabón (risas).
El
proyecto de Rodríguez fue aceptado con 143 votos a favor y sólo tres en contra.
Sin embargo, al no aprobarse los departamentos administrativos, se creó como
Consejo General de Salubridad mediante el artículo 73, fracción XVI. De él
dependería el Departamento de Salubridad, que se encargó de perseguir el
tráfico de drogas en México hasta 1947, cuando el tema pasó de salubridad a uno
policiaco.
Sin
temor a equivocarme, creo que los médicos que pedían la prohibición del
comercio de drogas durante la Revolución jamás se imaginaron que este tema
provocaría guerras civiles cuando dejó de tratarse como lo que en parte era: un
asunto de salud. Jamás quisieron que la PGR lo persiguiera, como ocurrió desde
1947. Mucho menos el Ejército. Jamás se imaginaron que estaban poniendo las
bases jurídicas e intelectuales para que un tema sanitario se volviera
policiaco y hasta de seguridad nacional.
Cuando
los problemas son vitales, la historia obliga a arrancarlos de raíz.
Cuando
las drogas se legalizaron en México
Cuando
las drogas se legalizaron en México, Lola La Chata se puso rabiosa. Desde
principios de siglo había distribuido drogas en la Ciudad de México, muy
galante, pero la venta de “enervantes” por parte del gobierno a precios de
mercado puso el negocio en jaque. A los dos días de que abrieron los
dispensarios para repartir heroína, los viciosos dejaron de surtirse con ella.
Lola no pudo más que ofrecer un piloncito a los clientes leales. No fue
suficiente.
Entonces
bajó los precios. Qué más daba sacrificar un poco de ganancias. El negocio
seguía por los suelos.
Fue
así como empezó a amenazarlos. En un acto desesperado perseguía a los viciosos
por la calle, les decía que los mandaría golpear, que los mataría si no se
surtían con ella. Nada parecía tener efecto.
Luego
de años de trabajo, experimentos científicos, reuniones con abogados, policías
y grupos moralistas, algunos médicos del Departamento de Salud lograron
convencer al presidente de que la mejor manera de terminar con el mal de la
“toxicomanía” era legalizando las drogas.
Debían
controlar la distribución de drogas y tratar a los toxicómanos como enfermos,
“un mal necesario de nuestra civilización”.
El
17 de febrero de 1940 el gobierno de Lázaro Cárdenas publicó un nuevo
Reglamento Federal de Toxicomanías del Departamento de Salubridad Pública, en
el Diario Oficial. La exposición de motivos era muy elocuente.
u
u u
Así
quebrantarían el poder de traficantes como Lola La Chata, quien despertaba
especial tirria entre los médicos. Era la principal distribuidora de heroína,
cocaína y mariguana de la Ciudad de México. Todo mundo sabía que llevaba años
en el negocio que le enseñó su madre en el mercado de La Merced y perfeccionó
luego de vivir un tiempo en Ciudad Juárez.
Cuando
las drogas fueron legales en México, los traficantes como Lola andaban que no
los calentaba ni el sol. Los medios de comunicación mientras tanto celebraron
la iniciativa en editoriales entusiastas por la medida vanguardista.
En
el editorial principal de El Universal, “el gran diario de México”, aplaudieron
la política con estas palabras el 23 de marzo:
Realmente,
el toxicómano no es un delincuente, como no lo es el alcohólico. Atraerlo, en
vez de perseguirlo; registrarlo y someterlo a un tratamiento médico y
psicológico (…) constituirá fundamental medio de combatir la toxicomanía. De
igual modo (…) la mejor manera de inhabilitar al traficante, sobre perseguirle
y castigarle, será compitiéndole el precio de la mercancía (…) el éxito de tan
original y, asimismo, tan audaz sistema no se hizo esperar.
Es
una pena que el gusto haya durado tan poco a médicos como José Quevedo y a
medios de comunicación como El Universal. Por esas mismas fechas, Estados
Unidos suspendió la exportación de drogas para fines médicos a México. Las
malas noticias llegaron hasta el presidente en telegrama. El gobierno mexicano
entabló conversaciones diplomáticas, pero las autoridades estadunidenses se
mostraron intransigentes.
El
7 de junio de 1940 Lázaro Cárdenas suspendió el reglamento. El Diario Oficial
del 3 de julio decía que “con motivo de la guerra actual se ha dificultado
grandemente la adquisición de drogas, ya que de los laboratorios de los países
europeos es de donde directa o indirectamente se ha venido abasteciendo el
Departamento” de Salubridad Pública, por lo que “mientras dure la guerra
europea, el expresado Departamento se encuentra con la imposibilidad de poder
cumplir con el reglamento de que se trata”.
Ya
después a nadie le importó seguir golpeando el negocio de Lola, cuando lo
fundamental era conseguir medicinas gringas, porque, por la Segunda Guerra
Mundial, el abasto proveniente de farmacéuticas alemanas se había dificultado.
Los
médicos que trabajaron en dispensarios se regresaron a sus labores cotidianas.
Los viciosos escribieron cartas desde las cárceles para que el presidente se
compadeciera de ellos. Qué le costaba mandarles sus dosis a los toxicómanos que
estaban en el padrón. Todo fue inútil. Lola pudo mantener sus negocios, y en el
Departamento de Salud empezaron a mostrarse más abiertos a operativos
policiacos agresivos. Lola fue aprehendida ocho veces entre 1934 y 1945. A
pesar de la ayuda de los estadunidenses en el juego policiaco, Lola siguió
haciendo negocios, al igual que sus hijas, durante décadas. Los médicos
resistieron el embate de la visión policiaca hasta 1947, cuando se dejó de
hablar de la toxicomanía en México como preámbulo al reino de la PGR sobre el
tema de la “farmacodependencia”, la “drogadicción” y el “narcotráfico”. l
No hay comentarios.:
Publicar un comentario