Texto
de la homilía del padre Cantalamessa en la ceremonia de la Pasión de Jesús.
‘Solo la misericordia salvara al mundo’
Lo
opuesto de la misericordia no es la justicia, sino la venganza. Jesús no ha
opuesto la misericordia a la justicia, pero a la ley del talión. Dio se hace
justicia haciendo misericordia
El predicador capuchino, Raniero Cantalamessa
El
Predicador Capuchino, Raniero Cantalamessa (Foto CTV- Osservatore Romano)
(ZENIT
– Ciudad del Vaticano).- Durante la ceremonia de la Pasión de Jesús que se
realizó este viernes santo en la Basílica de San Pedro, la cual fue presidida
por el santo padre Francisco, el sacerdote capuchino Raniero Cantalamessa
realizó la homilía.
El
predicador señaló que una falsa concepción de la justicia de Dios hace que los
hombres no entiendan debidamente el concepto de misericordia, que sí se opone a
la idea de venganza. Porque el Señor no solo tiene misericordia, pero es
misericordia. No quiere venganza, sino que el pecador se salve y se convierta.
A
continuación el texto completo de la homilía
P.
Raniero Cantalamessa, ofmcap.
“DEJAOS
RECONCILIAR CON DIOS”
Predicación
del Viernes Santo 2016 en la basílica de San Pedro
“Dios
nos ha reconciliado consigo por Cristo y nos ha confiado el ministerio de la
reconciliación […].Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios. A quien no
conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia
de Dios. Cooperando, pues, con Él, os exhortamos a que no recibáis en vano la
gracia de Dios, porque dice: ‘En el tiempo propicio te escuché y en el día de
la salud te ayudé’. ¡Este es el tiempo propicio, este el día de la salud!” (2
Cor 5, 18-6,2).
Son
palabras de San Pablo en su Segunda Carta a los Corintios. El llamamiento del
Apóstol a reconciliarse con Dios no se refiere a la reconciliación histórica
entre Dios y la humanidad (esta, acaba de decir, ya ha tenido lugar a través de
Cristo en la cruz); ni siquiera se refiere a la reconciliación sacramental que
tiene lugar en el bautismo y en el sacramento de la reconciliación; se refiere
a una reconciliación existencial y personal que se tiene que actuar en el
presente. El llamamiento se dirige a los cristianos de Corinto que están
bautizados y viven desde hace tiempo en la Iglesia; está dirigido, por lo
tanto, también a nosotros, ahora y aquí. “El momento justo, el día de
salvación” es, para nosotros, el año de la misericordia que estamos viviendo”.
¿Pero
qué significa, en el sentido existencial y psicológico, reconciliarse con Dios?
Una de las razones, quizá la principal, de la alienación del hombre moderno de
la religión y la fe es la imagen distorsionada que este tiene de Dios. ¿Cuál
es, de hecho, la imagen “predefinida” de Dios en el inconsciente humano
colectivo? Para descubrirla, basta hacerse esta pregunta: “¿Qué asociación de
ideas, qué sentimientos y qué reacciones surgen en ti, antes de toda reflexión,
cuando, en el Padre Nuestro, llegas a decir: ‘Hágase tu voluntad’?”
Quien
lo dice, es como si inclinase su cabeza hacia el interior resignadamente,
preparándose para lo peor. Inconscientemente, se conecta la voluntad de Dios
con todo lo que es desagradable, doloroso, lo que, de una manera u otra, puede
ser visto como limitante la libertad y el desarrollo individuales. Es un poco
como si Dios fuera el enemigo de toda fiesta, alegría y placer. Un Dios adusto
e inquisidor.
Dios
es visto como el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Señor del tiempo y de la
historia, es decir, como una entidad que se impone al individuo desde el
exterior; ningún detalle de la vida humana se le escapa. La transgresión de su
Ley introduce inexorablemente un desorden que requiere una reparación adecuada
que el hombre sabe que no es capaz de darle. De ahí el temor y, a veces, un
sordo resentimiento contra Dios. Es un remanente de la idea pagana de Dios,
nunca del todo erradicada, y quizás imposible de erradicar, del corazón humano.
En esta se basa la tragedia griega; Dios es el que interviene, a través del
castigo divino, para restablecer el orden moral perturbado por el mal. A la
origen de todo hay la imagen de Dios “envidioso” del hombre que la serpiente
instiló en Adam y Eva.
Por
supuesto, ¡nunca se ha ignorado, en el cristianismo, la misericordia de Dios!
Pero a esta solo se le ha encomendado la tarea de moderar los rigores
irrenunciables de la justicia. La misericordia era la excepción, no la regla.
El año de la misericordia es la oportunidad de oro para sacar a la luz la
verdadera imagen del Dios bíblico, que no solo tiene misericordia, sino que es
misericordia.
Esta
audaz afirmación se basa en el hecho de que “Dios es amor” (1 Jn 4, 08.16).
Solo en la Trinidad, Dios es amor, sin ser misericordia. Que el Padre ame al
Hijo, no es gracia o concesión; es necesidad, aunque perfectamente libre; que
el Hijo ame al Padre no es gracia o favor, él necesita ser amado y amar para
ser Hijo. Lo mismo debe decirse del Espíritu Santo, que es el amor
personificado.
Es
cuando crea el mundo, y en este las criaturas libres, cuando el amor de Dios
deja de ser naturaleza y se convierte en gracia. Este amor es una concesión
libre, podría no existir; es hesed, gracia y misericordia. El pecado del hombre
no cambia la naturaleza de este amor, pero causa en este un salto cualitativo:
de la misericordia como don se pasa a la misericordia como perdón. Desde el
amor de simple donación, se pasa a un amor de sufrimiento, porque Dios sufre
frente al rechazo de su amor. “He criado hijos, los he visto crecer, pero ellos
me han rechazado” (cf. Is 1, 2). Preguntemos a muchos padres y muchas madres
que han tenido la experiencia, si este no es un sufrimiento, y entre los más
amargos de la vida.
*
* *
¿Y
qué pasa con la justicia de Dios? ¿Es, esta, olvidada o infravalorada? A esta
pregunta ha respondido una vez por todas San Pablo. Él comienza su exposición,
en la Carta a los Romanos, con una noticia: “Ahora, se ha manifestado la
justicia de Dios” (Rm 3, 21). Nos preguntamos: ¿qué justicia? Una que da
“unicuique suum”, a cada uno la suyo, ¿distribuye por lo tanto, las recompensas
y castigos de acuerdo a los méritos? Habrá, por supuesto, un momento en que
también se manifestará esta justicia de Dios que consiste en dar a cada uno
según sus méritos. Dios, en efecto, ha escrito poco antes del Apóstol.
“El
cual pagará a cada uno conforme a sus obras: vida eterna a los que,
perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y
enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a
la injusticia” (Rm 2, 6-8).
Pero
no es esta la justicia de la que habla el Apóstol cuando escribe: “Ahora, se ha
manifestado la justicia de Dios”. El primero es un acontecimiento futuro, este
un acontecimiento que tiene lugar “ahora”. Si no fuese así, la de Pablo sería
una afirmación absurda, desmentida por los hechos. Desde la perspectiva de la
justicia retributiva, nada ha cambiado en el mundo con la venida de Cristo. Se
siguen viendo a menudo, decía Bossuet1, a los culpables en el trono y a los
inocentes en el patíbulo; pero para que no se crea que hay alguna justicia en
el mundo y cualquier orden fijo, si bien invertido, he aquí que a veces se nota
lo contrario, a saber, el inocente en el trono y el culpable en el patíbulo. No
es, por lo tanto, en esto en lo que consiste la novedad traída por Cristo.
Escuchemos lo que dice el Apóstol:
“Todos
han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados
gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo
Jesús. Él fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia
sangre… para mostrar su justicia en el tiempo presente, siendo justo y
justificador a los que creen en Jesús” (Rm 3, 23-26).
¡Dios
hace justicia, siendo misericordioso! Esta es la gran revelación. El Apóstol
dice que Dios es “justo y el que justifica”, es decir, que es justo consigo
mismo cuando justifica al hombre; él , de hecho, es amor y misericordia; por
eso hace justicia consigo mismo – es decir, se demuestra realmente lo que es –
cuando es misericordioso.
Pero
no se entiende nada de esto, si no se comprende lo que significa, exactamente,
la expresión “justicia de Dios”. Existe el peligro de que uno oiga hablar
acerca de la justicia de Dios y, sin saber el significado, en lugar de
animarse, se asuste. San Agustín ya lo había explicado claramente: “La
‘justicia de Dios’, escribía, es aquella por la cual él nos hace justos
mediante su gracia; exactamente como ‘la salvación del Señor’ (Sal 3,9) es
aquella por la cual él nos salva”2. En otras palabras, la justicia de Dios es
el acto por el cual Dios hace justos, agradables a él, a los que creen en su
Hijo. No es un hacerse justicia, sino un hacer justos.
Lutero
tuvo el mérito de traer a la luz esta verdad, después que durante siglos, al
menos en la predicación cristiana, se había perdido el sentido y es esto sobre
todo lo que la cristiandad le debe a la Reforma, la cual el próximo año cumple
el quinto centenario. “Cuando descubrí esto, escribió más tarde el reformador,
sentí que renacía y me parecía que se me abrieran de par en par las puertas del
paraíso”3.
Pero
no fueron ni Agustín ni Lutero quienes por primeros explicaron así el concepto
de “justicia de Dios”; la Escritura lo había hecho antes de ellos.
“Cuando
se ha manifestado la bondad de Dios y de su amor por los hombres, él nos ha
salvado, no en virtud de las obras de justicia cumplidas por nosotros, sino por
su misericordia” (Tt 3, 4-5). “Dios rico de misericordia, por el gran amor con
el que nos ha amado, de muertos que estábamos por el pecado, nos ha hecho
revivir con Cristo, por la gracia habéis sido salvados” (Ef 2, 4).
Decir
por lo tanto: “Se ha manifestado la justicia de Dios”, es como decir: se ha
manifestado la bondad de Dios, su amor, su misericordia. ¡La justicia de Dios
no solamente no contradice su misericordia, pero consiste justamente en ella!
*
* *
¿Qué
sucedió en la cruz tan importante al punto de justificar este cambio radical en
los destinos de la humanidad? En su libro sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI
escribió:
“La
injusticia, el mal como realidad no puede simplemente ser ignorado, dejado de
lado. Tiene que ser descargado, vencido. Esta es la verdadera misericordia. Y
que ahora, visto que los hombres no son capaces, lo haga el mismo Dios – esta
es la bondad incondicional de Dios” 4 .
Dios
no se ha contentado de perdonar los pecados del hombre; ha hecho infinitamente
más, los ha tomado sobre sí y se los ha endosado. El Hijo de Dios, dice Pablo,
“se ha hecho pecado a nuestro favor”. ¡Palabra terrible! Ya en la Edad Media
había quien tenía dificultad en creer que Dios exigiese la muerte del Hijo para
reconciliar el mundo a sí. San Bernardo le respondía: “No fue la muerte del
Hijo que le gustó a Dios, mas bien su voluntad de morir espontáneamente por
nosotros”: “Non mors placuit sed voluntas sponte morientis” 5. ¡No fue la
muerte por lo tanto, sino el amor el que nos ha salvado!
El
amor de Dios alcanzó al hombre en el punto más lejano en el que se había metido
huyendo de él, o sea en la muerte. La muerte de Cristo tenía que aparecer a
todos como la prueba suprema de la misericordia de Dios hacia los pecadores.
Este es el motivo por qué esta no tiene ni siquiera la majestad de una cierta
soledad, sino que viene encuadrada en aquella de dos ladrones. Jesús quiso
quedarse amigo de los pecadores hasta el final, y por esto muere como ellos y
con ellos.
*
* *
Es
la hora de darnos cuenta que lo opuesto de la misericordia no es la justicia,
sino la venganza. Jesús no ha opuesto la misericordia a la justicia, pero a la
ley del talión: “Ojo por ojo, diente por diente”. Perdonando los pecados, Dios
no renuncia a la justicia, renuncia a la venganza; no quiere la muerte del
pecador, pero que se convierta y viva (cf. Ez 18, 23). Jesús en la cruz no le
ha pedido al Padre vengar su causa; le pidió perdonar a sus crucificadores.
El
odio y la brutalidad de los ataques terroristas de esta semana en Bruselas nos
ayudan a entender la fuerza divina contenida en las últimas palabras de Cristo:
“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Por grande que
sea el odio de los hombres, el amor de Dios ha sido, y será, siempre más
fuerte. A nosotros está dirigida, en las actuales circunstancias, la
exhortación del apóstol Pablo: “No te dejes vencer por el mal antes bien, vence
al mal con el bien” (Rom 12, 21).
¡Tenemos
que desmitificar la venganza! Esa ya se ha vuelto un mito que se expande y
contagia a todo y a todos, comenzando por los niños. Gran parte de las
historias en las pantallas y en los juegos electrónicos son historias de
venganza, a veces presentadas como la victoria del héroe bueno. La mitad, si no
más, del sufrimiento que existe en el mundo (cuando no son males naturales),
viene del deseo de venganza, sea en la relación entre las personas que en
aquella entre los Estados y los pueblos.
Ha
sido dicho que “el mundo será salvado por la belleza” 6; pero la belleza puede
también llevar a la ruina. Hay una sola cosa que puede salvar realmente el
mundo, ¡la misericordia! La misericordia de Dios por los hombres y de los
hombres entre ellos. Esa puede salvar, en particular, la cosa más preciosa y
más frágil que hay en este momento, en el mundo, el matrimonio y la familia.
Sucede
en el matrimonio algo similar a lo que ha sucedido en las relaciones entre Dios
y la humanidad, que la Biblia describe, justamente, con la imagen de un
matrimonio. Al inicio de todo, decía, está el amor, no la misericordia. Esta
interviene solamente a continuación del pecado del hombre.
También
en el matrimonio al inicio no está la misericordia sino el amor. Nadie se casa
por misericordia, sino por amor. Pero después de años o meses de vida conjunta,
emergen los límites recíprocos, los problemas de salud, de finanza, de los
hijos; interviene la rutina que apaga toda alegría. Lo que puede salvar un
matrimonio del resbalar en una bajada sin subida es la misericordia, entendida
en el sentido que impregna la Biblia, o sea no solamente como perdón recíproco,
sino como un “revestirse de sentimientos de ternura, de bondad, de humildad, de
mansedumbre y de magnanimidad”. (Col 3, 12). La misericordia hace que al eros
se añade el ágape, al amor de búsqueda, aquel de donación y de compasión. Dios
“se apiada” del hombre (Sal 102, 13): ¿no deberían marido y mujer apiadarse uno
del otro? ¿Y no deberíamos, nosotros que vivimos en comunidad, apiadarnos los
unos de los otros, en cambio de juzgarnos?
Recemos.
Padre Celeste, por los méritos del Hijo tuyo que en la cruz “se hizo pecado”
por nosotros, haz caer del corazón de las personas, de las familias y de los
pueblos, el deseo de venganza y haznos enamorar de la misericordia. Haz que la
intención del Santo Padre en el proclamar este Año Santo de la Misericordia,
encuentre una respuesta concreta en nuestros corazones y haga sentir a todos la
alegría de reconciliarse contigo en el profundo del corazón. ¡Que así sea!
(Traducción
de ZENIT)
1
Jacques-Bénigne Bossuet, “Sermon sur la Providence” (1662), in Oeuvres de
Bossuet, eds. B. Velat and Y. Champailler (Paris: Pléiade, 1961), p. 1062.
2
S. Agustín, El Espíritu y la letra, 32,56 (PL 44, 237).
3
Martin Lutero, Prefación a las obras en latín, ed . Weimar, 54, p.186.
4
Cf. J. Ratzinger – Benedetto XVI, Gesù di Nazaret, II Parte, Libreria Editrice
Vaticana 2011, pp. 151.
5
S. Bernardo de Claraval, Contra los errores de Abelardo, 8, 21-22 (PL 182,
1070).
6
F. Dostoevskij, El Idiota, parte III, cap.5.
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