«Un Estado, una
lengua»/Albert Branchadell, profesor de la Facultad de Traducción y de Interpretación de la UAB.
El Periódico |9 de abrl de 2016..
En 1539 el rey
de Francia, Francisco I, publicó la famosa ordenanza de Villers-Cotterêts,
según la cual a partir de aquel momento todos los actos administrativos debían
redactarse exclusivamente en francés. Por la misma época, se supone que el
emperador Carlos hablaba castellano con Dios, italiano con las mujeres, francés
con los hombres y alemán con su caballo, y además de todo eso no tenía ningún
inconveniente en dirigirse en catalán a las cortes catalanas. Dos
planteamientos distintos de afrontar la diversidad lingüística se encarnaban en
dos monarcas que fueron acérrimos rivales.
Gracias a la
ayuda inestimable de los Borbones, el modelo de monolingüismo francés fue
abriéndose paso. En 1700 Luis XIV publicó un célebre edicto para ordenar que
todos los actos administrativos del Rosellón fueran redactados en francés y
nunca más en catalán, una costumbre que según el Rey Sol «repugna y es
contraria a nuestra autoridad y al honor de la Nación Francesa». Tras un
momento de vacilación, en el que se plantearon traducir las leyes de la
República a todas las lenguas de Francia, los revolucionarios franceses optaron
por retomar y extender el monolingüismo del Antiguo Régimen. Un decreto del 20
de julio de 1794 no desmereció en nada las ordenanzas anteriores: a partir de
ese momento, en ninguna parte del territorio de la República ningún acto
público podría ser en escrito en una lengua que no fuese el francés.
La fórmula «un
Estado, una lengua» había nacido, y de Francia el virus del monolingüismo fue
extendiéndose por el resto de Europa, hasta convertirse en la norma canónica.
Como explica Lorenzo Renzi, uno de los analistas más lúcidos de la política
lingüística de la Revolución francesa, «la influencia del jacobinismo
lingüístico atraviesa la historia de Europa». En el plano lingüístico,
podríamos decir que los siglos XIX y XX fueron los siglos de la destrucción (o
del intento de destrucción) del multilingüismo tradicional a manos del
nacionalismo lingüístico.
La simplicidad
y la potencia de la fórmula «un Estado, una lengua» son tales que las pequeñas
naciones europeas que la habían sufrido la adoptaron a su vez después de
liberarse de sus estados dominadores. Cuando eran súbditos del imperio alemán,
los polacos combatían las políticas de germanización del káiser; una vez
obtenida la independencia en 1918 se hicieron famosos por dar rienda suelta al
uniformismo lingüístico. En su libro Ethnic Nationalism and the Fall of
Empires, el historiador Aviel Roshwald recuerda el desespero del primer
ministro británico David Lloyd George con el Gobierno del nuevo Estado polaco
independiente: «Hemos liberado a los polacos, checos y yugoslavos y ahora
tenemos todos los problemas del mundo para impedirles que opriman a otras
razas». Tras recordar su condición de miembro de una pequeña nación (Gales),
Lloyd George remachaba así su argumento: «Siento la más cálida y profunda
simpatía por las naciones pequeñas que luchan por su independencia, pero me
invade la desesperación cuando las veo más imperialistas que las propias
grandes naciones».
El caso polaco
ilustra la enorme dificultad que supone la empresa de restituir a una lengua el
estatus de lengua territorial cuando el territorio en cuestión es de hecho
plurilingüe. Si hoy Polonia es un Estado virtualmente monolingüe (el 95% de la
población habla polaco en casa) no es porque se constituyera un amplio
movimiento ciudadano por la normalización lingüística del polaco ni porque se
incorporara al credo independentista la voluntad de articular el polaco como
eje integrador de la ciudadanía polaca, sino porque después de la segunda
guerra mundial los nacionalistas polacos, con el aliento y el apoyo de los
aliados, expulsaron a su población germanófona y borraron cualquier rastro de
su existencia. (Lo mismo hicieron con su población de habla ucraniana, por
cierto.) El fracaso de algunos nuevos estados del Este europeo se debe,
precisamente, a la pretensión de implantar la fórmula «un Estado, una lengua»
en territorios lingüísticamente heterogéneos. Ucrania es acaso el ejemplo
contemporáneo más flagrante: la incapacidad de los nacionalistas ucranianos
para aceptar la territorialidad del ruso es uno de los factores que explican la
desmembración del país.
Pensando en
latitudes más cercanas, la verdad es que los líderes del proceso catalán
deberían tener cuidado de sus propias huestes. Si las alforjas del soberanismo
terminan incluyendo la fórmula «si eres catalán, habla catalán», existe un
serio riesgo de que muchos desistan de emprender el viaje. El reto del
soberanismo no es repetir otra vez la vieja fórmula monista en un nuevo Estado
catalán, sino demostrar a los europeos que se puede alcanzar la normalización
de una lengua históricamente perseguida no contra sino desde el plurilingüismo.
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