Estados
Unidos no es el infierno que usted dice que es, señor Trump/Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2016.
Traducción de News Clips
Donald
Trump ha dado últimamente un giro extraño. Vale, él da muchos giros extraños,
pero eso es lo que pasa cuando uno nombra candidato a alguien que tiene déficit
de atención, que no sabe nada de política y que se niega a quedarse sentado más
de tres minutos seguidos. Pero no nos fijemos en lo que pasan por ser ideas
políticas trumpianas. Lo raro es el giro en cuanto a lo que se supone que es el
problema.
Cuando
empezó la campaña de Trumpo, el problema era, supuestamente al menos, la
economía. Los extranjeros nos roban los puestos de trabajo, declaraba el
candidato, con el comercio injusto y viniendo como inmigrantes. Y él iba a
devolver su grandeza a EE UU con aranceles punitivos y deportaciones en masa.
Pero
la historia cambió en la convención republicana. Hubo muy poquito debate
económico y ni siquiera mucha demagogia económica. Por el contrario, se centró
en la ley y el orden, en salvar al país de lo que el candidato describía como
una aterradora oleada de delincuencia.
Ese
ha seguido siendo el tema a lo largo de las últimas semanas, en las que Trump
se ha "abierto" a los votantes de las minorías. Su idea para atraer a
este electorado es decirles lo horribles que son sus vidas, que están ante
"niveles de delincuencia nunca vistos". Hasta las "zonas de
guerra", remacha, son "más seguras que vivir en algunas de nuestras
zonas marginales".
Todo
esto es realmente extraño, porque nada de esto está ocurriendo de verdad.
Cuando la campaña de Trump se centraba claramente en la pérdida de puestos de
trabajo de clase media, al menos pretendía tratar de un problema real: el
empleo en la industria realmente está disminuyendo; los salarios reales de los
obreros realmente han caído. Se podía decir que el trumpismo no es la respuesta
(que no lo es), pero no que el tema fuese producto de la imaginación del
candidato.
¿Pero
de qué diablos habla Trump cuando retrata las ciudades estadounidenses como
infiernos de delincuencia organizada y desmoronamiento social? La vida urbana
es una de las cosas que van bien en Estados Unidos. De hecho va tan bien que a
quienes recordamos los malos tiempos nos resulta difícil creerlo.
Hablemos
de los delitos violentos específicamente. Fijémonos, en concreto, en la tasa de
homicidios, supuestamente el indicador más sólido para establecer comparaciones
a largo plazo, porque no hay ambigüedad en las definiciones. Los homicidios se
dispararon entre principios de la década de 1960 y la década de 1980, y las
imágenes de una futura distopía –piensen en Rescate en Nueva York (1981) o
Blade Runner (1982)– se convirtieron en elemento básico de la cultura popular.
Los escritores conservadores nos aseguraban que el aumento de la criminalidad
era una consecuencia inevitable del desplome de los valores tradicionales, y
que la situación seguiría empeorando a no ser que se recuperasen dichos
valores.
Pero
entonces sucedió algo curioso: la tasa de homicidios empezó a caer, y caer y
caer. Hacia 2014 había vuelto a donde estaba medio siglo antes. Se produjo un
ligero repunte en 2015, pero por el momento, al menos, es apenas una incidencia
pasajera en la imagen a largo plazo.
Básicamente,
las ciudades estadounidenses son tan seguras como lo han sido siempre. Nadie
sabe a ciencia cierta por qué el índice de criminalidad ha caído en picado,
pero la cuestión es que el panorama de pesadilla que describe la retórica del
candidato republicano –¿lo llamamos el infierno de Trump?– no guarda parecido
con la realidad.
Y
no hablamos solo de estadísticas; hablamos también de experiencia vivida. El
temor a la delincuencia no ha desaparecido de la vida estadounidense; hoy en
día Nueva York es increíblemente segura en comparación con otros momentos
históricos, pero aun así yo no pasearía por algunas zonas a las tres de la
madrugada. Sin embargo, el miedo ha dejado claramente de ocupar un lugar tan
importante en nuestra vida cotidiana.
¿De
qué va todo esto, entonces? De lo mismo de lo que va toda la campaña de Trump:
la raza. He utilizado comillas al hablar de la "apertura" racial de
Trump porque está claro que el verdadero propósito de esta retórica vagamente
conciliadora no es tanto el de atraer votantes no blancos como el de convencer
a los blancos escrupulosos de que no es tan racista como parece. Pero la cosa
es que aunque intente parecer racialmente incluyente, sus imágenes están
impregnadas de una sensibilidad "derechista alternativa" que
básicamente contempla a los no blancos como subhumanos.
De
modo que cuando pregunta a los afroamericanos "¿qué tenéis que perder por
probar algo nuevo, como Trump?", delata que ignora el hecho de que la
mayoría de los afroamericanos trabaja duramente para ganarse la vida y que hay
muchos negros de clase media. Ah, y el 86% de los adultos negros no ancianos
tienen cobertura sanitaria, frente al 73% en 2010, gracias a la reforma del
sistema de salud del presidente Obama. ¿A lo mejor sí tienen algo que perder?
¿Pero
cómo iba él a saberlo? En el mundo mental en el que habitan él y aquellos a
quienes él escucha, los negros y otros no blancos son por definición perezosas
cargas para la sociedad.
Lo
que nos devuelve a la idea de que Estados Unidos es una distopía de pesadilla.
Tomada literalmente, es una tontería. Pero la sociedad cada vez más
multicultural y multirracial de hoy es una pesadilla para quienes quieren una
nación blanca y cristiana en la que las razas inferiores sepan cuál es su
sitio. Y esa es la clase de gente a la que Trump ha sacado a la luz.
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