Nacho/Jorge
Volpi
Reforma, 27
Ago. 2016
Estreché
por primera vez la mano de Nacho Padilla treinta y un años atrás, cuando lo
felicité por haber ganado el concurso de cuento de nuestra preparatoria,
célebre por la leyenda -cierta- de que en su tiempo Carlos Fuentes obtuvo los
tres primeros lugares. Eloy Urroz me impulsó a participar pero, a diferencia de
su texto y el mío, "El héroe del silencio", el primer relato de
Nacho, era un derroche de talento lingüístico que todavía se lee con asombro.
Su estilo futuro se anunciaba en una nuez: una prosa delirante y circular, labrada
a partir de sus febriles escarceos con Rulfo y García Márquez -los maestros con
quienes tanto se batiría-, una imaginación que lo arrastraba del medioevo a la
ciencia ficción, con su aciaga cuota de fantasmas, y la vocación miniaturista
que le permitía sumar palabras como piezas de un rompecabezas imaginario.
'Fraguamos
una hermandad que hoy extravía su arquitectura: mi imagen de la felicidad
literaria se resume en las vehementes discusiones triangulares con Eloy y Nacho
en el Sanborns de San Ángel. Apuntalados por Pedro Ángel Palou, Ricardo Chávez,
Alejandro Estivill y Vicente Herrasti, enarbolamos contra viento y marea la
utopía de una literatura que, sin dejar de ser una pasión solitaria, pudiese
ser defendida como un placer compartido. Un amigo como Nacho es un espejo en
quien te reflejas y contrastas, te descubres y ruborizas, te enardeces y
reconcilias. "Si la comparación a veces resulta odiosa es porque en las
gradaciones alguien suele y quizá tiene que salir perdiendo; pero incluso en la
parcialidad cruel del contraste debemos reconocer que el espejo, sea nítido o
cóncavo, muestra todo y a todos como realmente somos, hemos sido o podríamos
ser", escribió en "Versos de Shakespeare y desdichas de
Cervantes", quizás el más lúcido ensayo que le dedicó a su escritor de
cabecera (más bien de auto: en su vida dual entre Querétaro y el DF, escuchó
cien veces el Quijote en voz de Fernando Rey). Sin Nacho, me resulta más arduo
saber quién soy.
Dos
años en Salamanca y sus feroces inviernos curtieron nuestra convivencia: en las
diarias comidas en mi casa de Libreros enhebramos su inagotable tesis sobre el
alcalaíno con mi precaria física cuántica. Los "datos Nachito" nos
servían de aperitivo: anécdotas eruditas imposibles de verificar, de los pollos
sin cabeza a la fantasiosa etimología de un vocablo, afición que le abriría las
puertas de su entrañable Academia Mexicana de la Lengua. Él replicó a mi
demencia germánica con Amphitryon y yo le debo las torpes quijotadas de El fin
de la locura. Nunca dejamos de ser cómplices y duelistas: aun si adivinaba que
siempre habría de vencerme, no dejé de pelear en buena lid con sus frases
monstruosas y perfectas.
De
La catedral de los ahogados a El daño no es de ayer, Nacho violentó y retorció
tanto la lengua como a sus evanescentes criaturas -más cerca, a su pesar, de
Cervantes que de Shakespeare-, aunque yo me quedo con Si volviesen Sus
Majestades, precoz imprecación a Beckett y Borges. Ganó, sí, cuanto premio se
topó en el camino hasta que se le agotaron: en su dulzura y bonhomía era tan
ambicioso como el que más, y tan astuto. Detrás de eso, un pudor familiar o una
secreta melancolía le impedían narrar sus desdichas y arrebatos o concedérselos
a sus personajes. A cambio, les ofrecía mundos fastuosos, tan bellos y
desconcertantes como un grabado de Escher, en los que yo me empeñaba en
discernir sus cuitas y secretos.
Coleccionaba
esperpentos: de la precaria vida de los encendedores a los inmolados hijos de
Goebbels, del inexistente arte del terremoto a la balbuceante literatura marina
en español, aunque fue en la brevedad donde alcanzó la grandeza. No es el
cariño el que me lleva a afirmar que fue uno de los mayores cuentistas de
nuestro tiempo y ansío que su portentosa Micropedia -la orgánica reunión de sus
relatos-, que debiera convertirse en un clásico instantáneo, encuentre la miríada
de lectores que, en contra de las cábalas de su autor, quedarán trastocados con
sus páginas. La única inmortalidad posible se halla, estoy seguro, en la
memoria de quienes nos han amado: la vida se ha tornado más fría y siniestra
con su ausencia, de modo que me dispongo a releer a Nacho para imaginar, en los
entresijos de sus libros, aquellos otros universos donde aún podríamos
encontrarnos.
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