Hace
algunas semanas, después de cuatro años de negociaciones intensas que han
transformado a Colombia, el Gobierno del presidente Santos y la guerrilla de
las FARC llegaron a un acuerdo de paz frente al cual, por una vez, no era
exagerado echar mano del adjetivo “histórico”. Tiene un nombre portentoso —cese
bilateral y definitivo del fuego y las hostilidades— que sin embargo no alcanza
a describir su trascendencia. Al día siguiente de esa firma, por primera vez
desde 1964, el país se despertó en una realidad cambiada: una realidad donde
esta guerra, que ha dejado seis millones de víctimas entre muertos, heridos y
desplazados, había terminado por fin. En un municipio de Antioquía se retiraron
las trincheras que habían rodeado la comandancia de policía durante años; las
regiones más golpeadas de otros tiempos llevan casi quince meses sin sufrir
secuestros, ni tomas, ni reclutamientos forzosos. Si todo sale como se ha acordado,
seis meses bastarán para que la guerrilla más antigua del mundo deje las armas
de manera irrevocable (un éxito notable, teniendo en cuenta que el desarme les
costó siete años a los irlandeses). Los acuerdos de Esquipulas, que terminaron
con el conflicto centroamericano, son de los años ochenta; la paz entre las
guerrillas marxistas y la monarquía de Nepal se firmó en 2006. Mi país es el
último escenario de la Guerra Fría, y ahora tiene la oportunidad —nuevamente:
histórica— de llegar al siglo en que esperan los demás.
Ha
sido un espectáculo bochornoso, pero al cual parecemos acostumbrarnos. Hace dos
años, Uribe publicaba en Twitter las 52 capitulaciones en que habría incurrido
el equipo negociador del gobierno: todas las formas en que le habría “entregado
el país” a la guerrilla. El portal lasillavacia.com, cuyo periodismo no ha
abandonado la cordura y el buen oficio en medio de la borrasca de la
desinformación, publicó un artículo en que desmenuzaba las acusaciones, las
analizaba con rigor y llegaba a la siguiente conclusión espeluznante: de las
52, solo cuatro eran verdaderas de manera inapelable. El jefe del equipo
negociador, Humberto de la Calle, tuvo que pedirle a la oposición que no dijera
mentiras: las críticas al proceso de paz, dijo, eran bienvenidas, pero debían
“corresponder a la verdad”. Y no era así: cualquiera que tuviera la paciencia
de leer los documentos que los negociadores habían publicado se hubiera podido
dar cuenta de ello. Pues bien, la cosa sigue igual dos años después. Las
mentiras han calado en un electorado temeroso, han cobrado vida propia y hoy
sobreviven a pesar de las pruebas en contrario que da el equipo negociador (por
no hablar del sentido común) cotidianamente. La única diferencia entre una
mentira y un gato, nos dejó dicho Mark Twain, es que el gato tiene solo siete
vidas.
Pensando
en eso, hace unas semanas entrevisté a Humberto de la Calle. Quería que me
explicara las acusaciones que ha recibido el proceso. Hablamos, por ejemplo, de
la impunidad que es esgrimida como principal objeción al proceso de paz. Entre
todas, esta es la que responde a una inquietud más profunda y más emocional: en
su medio siglo de existencia, las FARC han causado tanto dolor y tanto
sufrimiento que a los colombianos les cuesta entender que no vayan a estar tras
las rejas. Pero eso no significa impunidad, me explicó De la Calle, pues la
amnistía solo se dará para quienes confiesen sus delitos y contribuyan con la
reparación patrimonial a las víctimas: los demás irán a la cárcel. En cuanto a
los delitos más graves, no habrá amnistía de ningún tipo. “Déjeme que lo diga
bien claro”, me dijo De la Calle. “Esto es inédito. Una conversación sobre un
conflicto en la cual una guerrilla dice que sí, que los responsables de
crímenes internacionales deben responder, así sea a través de justicia
transicional… eso es único”. De esa conversación de tres horas salió una
conclusión sencilla: la única solución es decir la verdad, aunque la gente se
tape las orejas.
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