El
trágico dilema de los cristianos de Oriente/Rafael Sánchez Saus, catedrático de Historia Medieval en la Universidad de Cádiz.
ABC, Miércoles,
17/Ago/2016
Con
motivo de la llamada «Primavera árabe», causaron sorpresa y cierta incomodidad
algunas manifestaciones de la jerarquía eclesiástica y de cristianos relevantes
de Oriente, primero mostrando sus reservas ante los cambios que se promovían
desde Europa y Estados Unidos, más tarde claramente negativos. En más de una
ocasión esas personalidades no han dejado de expresar un indisimulado apoyo a
los regímenes autoritarios o claramente tiránicos y corruptos que se veían
desafiados por las revueltas. Un ejemplo ciertamente llamativo lo protagonizó
el arzobispo de Alepo, monseñor Jean-Clément Jeanbart, cuando en octubre pasado
mostró su satisfacción por el apoyo ruso a las tropas gubernamentales sirias,
llegando a decir que esa intervención devolvía la esperanza a los cristianos
sirios.
¿Cómo
es posible que las minorías cristianas en esos y otros países musulmanes
tuvieran desde el principio una actitud tan negativa hacia los movimientos que
suscitaron el entusiasmo en Occidente? Por una parte, ellas poseen una
perspectiva de los hechos y de sus protagonistas que no es la de los
occidentales, y la proximidad les ha permitido un análisis de la situación que
sólo ahora, y tras muchas dudas y errores, comienza a ser compartido por las
cancillerías, los medios de comunicación y la opinión pública de Occidente. Si
los regímenes de un Gadafi, un Al Assad o un Mubarak podían ser repudiables,
ello no convertía en buenas a las alternativas de corte radical e islamista que
desde casi el primer momento se hicieron con los mandos de los movimientos de
protesta.
Pero
por otra parte, las minorías cristianas en países musulmanes poseen una
particular memoria de las relaciones con sus vecinos de fe islámica que
justifica sus recelos. La experiencia acumulada por ellas desde la conquista
árabe en los años centrales del siglo VII es que cualquier cambio que se
produzca, casi indefectiblemente, es a peor. Sin duda por ello, las Iglesias
orientales llevan siglos debatiéndose en el dilema de apoyar o no, y hasta qué punto,
a las tiranías que con cansina regularidad se hacen con el poder tras fases más
o menos espasmódicas de efervescencia política y social. Quedar fuera del
refugio que al coste que sea procuran estos regímenes para exponerse a los
desmanes de las masas sería una actitud suicida, pero el inevitable compromiso
con la suerte de los déspotas no hace sino incrementar la aversión religiosa y
social hacia ellos, lo que a su vez les obliga aún más a procurar mantenerlos
en el poder.
Desde
luego, la gran tragedia actual e histórica de las cristiandades orientales,
como en su día lo fue igualmente de la mozarabía hispana, es que todo régimen
islámico que aspire, siquiera sea de palabra, a combatir la corrupción y a un
gobierno justo ha de hacerlo en nombre de los principios coránicos, y eso trae
graves consecuencias para las minorías no musulmanas. La implantación de la ley
islámica, la «sharia», tal como hoy rige en Arabia Saudí y otros países del
Golfo, o incluso en formas mitigadas, como en Pakistán, significaría para ellas
el regreso al código de relaciones entre musulmanes por una parte, y judíos o
cristianos por otra, que se conoce desde el siglo VII como «dimma» o
protección. Un sistema infamante cuyo eje es el mantenimiento de los «dimmíes»
en una situación de humillación y dependencia, de forma que nunca puedan
discutir la supremacía del islam sobre sus religiones y la de los musulmanes
sobre los restantes fieles. Este código que rige hasta los menores detalles de
la vida cotidiana, en todas partes y mientras ha estado vigente –y lo fue
durante siglos en los países de Oriente Medio–, ha significado la paulatina
pero drástica reducción de la población cristiana, llevando a su completa
desaparición ya en el siglo XII en todo el norte de África, excepto Egipto, y
en Al Andalus. El caso reciente y bien elocuente de Asia Bibi, la cristiana
pakistaní condenada a muerte por la acusación de blasfemia planteada por sus
vecinas musulmanas es una muestra en toda su crudeza de lo que implica la
«dimmitud». Entre otras cosas, la casi completa indefensión ante un tribunal,
ya que el testimonio de un cristiano no es válido frente al de un musulmán.
Y
lo peor, de ahí el calificativo de trágico que conviene a la situación de estas
cristiandades, es que el sistema de «dimma», aunque más o menos flexible en
función de circunstancias y coyunturas políticas, no es propiamente negociable
ni podría ser eludido por ningún dirigente musulmán atento a los preceptos
coránicos bajo grave acusación de impiedad, pues pertenece al núcleo dogmático
del islam, inspirado en la conducta y declaraciones del propio Mahoma, en el
trato que él mismo infligió y recomendó para cristianos y judíos. Ese legado es
el que tuvo bien presente el venerado califa Omar cuando en 638 otorgó a los
cristianos de Jerusalén un famoso pacto que fue la base sobre la que en pocas
décadas se desarrolló el sistema de «dimma», creador de lo que el gran arabista
Serafín Fanjul ha comparado, por sus efectos segregacionistas, con el
«apartheid» sudafricano, aunque por motivos religiosos.
Tras
décadas de existencia sin el dogal impuesto por la «dimma» en países como Irak
y Siria, bien que de la mano de regímenes poco recomendables, las minorías
cristianas no pueden simpatizar con ninguna promesa que pudiera devolverlas a
situaciones intolerables. La «dimmitud» hoy sólo puede plantearse a comunidades
muy debilitadas y socialmente irrelevantes. La emigración es la gran respuesta,
y eso han hecho los grupos mejor situados primero en Irak y luego en Siria. Por
desgracia, eso significa la condena a medio plazo de las viejas cristiandades
orientales. Una pérdida irreparable para el cristianismo y para los mismos
países en donde hoy resulta cada vez más difícil su permanencia.
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