¿Un segundo referéndum?/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular en la Hoover Institution, Stanford University. Su nuevo libro, Free Speech: Ten Principles for a Connected World, acaba de publicarse.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País, 7 de diciembre de 2016
Últimamente, no viajo nunca sin mi brexitómetro, que sirve para medir dos cosas: cuánto tarda cualquier conversación en mencionar el Brexit (un promedio de tres minutos) y la proporción de gente que piensa que el Brexites una buena idea. En los dos últimos meses he estado en Estados Unidos, Canadá, Alemania, Austria y Polonia, y ese porcentaje está en torno al 1%.
El otro 99% cree que los británicos nos hemos vuelto locos. ¿Cómo es posible que una gente famosa en todo el mundo por su pragmatismo y su sentido común haga algo tan perjudicial para sus propios intereses? Es una pregunta que no se hace con tono de enfado ni desesperación, sino con incredulidad y melancolía. Los partidarios del Brexit, por supuesto, dirán que esa proporción de 99 a 1 se debe a que sólo me trato con eurófilos incorregibles, pero la verdad es que he preguntado a personas de lo más variado. El porcentaje podrá variar —90 a 10, incluso 80 a 20—, pero quien piense que la gente considera inteligente la decisión británica vive en otro planeta. El hecho de que quizá sea el planeta Trump es magro consuelo.
Cualquier análisis de “qué hacer con el Brexit”, por tanto, parte de un dato muy deprimente. Por estrecho margen, 52% frente a 48%, Reino Unido decidió hacerse daño a sí mismo, a Europa y al orden liberal internacional. Lo máximo a lo que podemos aspirar a corto plazo es a reducir todo lo posible ese daño y aprovechar los aspectos positivos que pueda haber en este gigantesco marasmo. En otras palabras, durante los próximos años, la política británica consistirá en una búsqueda del mal menor.
¿Por dónde empezar? Existen tantas incertidumbres que es absurdo hacer un plan detallado. Creo que es un error que los demócratas liberales exijan ahora un compromiso firme de hacer un referéndum sobre el resultado de las negociaciones dentro de dos años. Y aún lo es más que el líder del partido, Tim Farron, lo convierta en un tema de campaña contra los laboristas, como hace en el último número de The New European.
Lo que necesitamos es una mezcla de firmeza estratégica y flexibilidad táctica. A estas alturas, lo fundamental es asegurarnos de que el Artículo 50 no se ponga en marcha hasta que lo apruebe el Parlamento y que los resultados provisionales de la negociación se discutan allí, por ejemplo, en otoño de 2018, con tiempo suficiente antes de alcanzar el límite de los dos años. El Parlamento debe ser soberano a la hora de restablecer la soberanía parlamentaria.
Cada vez está más claro que seguramente habrá que negociar en tres fases: las condiciones de salida, que son lo que prevé el Artículo 50; un acuerdo provisional, porque nunca se ha negociado en dos años algo tan complejo como toda una nueva relación con la UE; y el acuerdo definitivo. Cuando el Parlamento otorgue el mandato para esa negociación, debe insistir en que se estudie con nuestros socios europeos la alternativa entre el pleno acceso al mercado único y la pertenencia a una unión aduanera.
Los últimos sondeos de NatCen Social Research, publicados por The Economist, muestran que la mayoría de los encuestados, tanto los partidarios de irse como los de quedarse, quieren “permitir que la UE venda libremente bienes y servicios en Reino Unido y viceversa”, pero también “tratar a las personas de la UE que quieran venir a vivir aquí como a las de fuera de la UE”. Es decir, consciente o inconscientemente, se apuntan a la doctrina de Boris Johnson, la de andar y repicar en la procesión. Cuando se les plantea la escandalosa posibilidad de que Reino Unido quizá no pueda tenerlo todo, y en concreto el sacrificio de “permitir la libre circulación a cambio del libre comercio”, existe una diferencia clara entre los partidarios de irse, que dicen no, y los de quedarse, que dicen sí.
Es una cuestión tan importante que debemos saber exactamente cuál sería la propuesta, y la única manera es llevarla a la mesa de negociaciones. Pero no debemos pedir que el Gobierno se comprometa con un plan de negociación detallado. La carta a Bruselas que inicie la negociación del Artículo 50 debe ser lo más breve y vaga posible. Además, eso permitirá que la respuesta de los otros 27 Estados miembros también sea breve y vaga y que dé paso a las negociaciones.
El debate actual sobre si “buscar un Brexit blando o un Brexit duro” tiene algo de irreal. A la hora de la verdad, eso va a depender más de otros que de nosotros. Hay algo indiscutible: una posición negociadora en la que se dispone de dos años para alcanzar un acuerdo (aunque se puede detener el reloj) y hace falta que otros 27 Estados acepten todos los términos (aunque en la última fase, en teoría, sea por mayoría cualificada) es una posición muy débil para Reino Unido. Y las reservas continentales de buena voluntad están muy disminuidas tras décadas en las que los británicos han sido unos socios incómodos. Por más que los partidarios del Brexit digan la bravuconada de que “ellos nos necesitan más a nosotros que nosotros a ellos”, los europeos continentales tienen otra opinión.
Después de la elección presidencial en Austria y el referéndum en Italia, habrá al menos en los próximos 12 meses elecciones parlamentarias en Holanda, una elección presidencial en Francia y elecciones generales en Alemania. Todos estos comicios, sobre todo el francés y el alemán, repercutirán en la postura de nuestros socios europeos en las negociaciones de 2018. Además, no sabemos si las consecuencias económicas negativas del Brexit serán muy tangibles para entonces. Las previsiones de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria y el Banco de Inglaterra son más inciertas que antes de la votación sobre el Brexit, y, en cualquier caso, no son más que números. Lo verdaderamente importante es hasta qué punto estarán pasándolo mal los votantes británicos —y si tendrán miedo de que vaya a peor— justo cuando haya que decidir qué acuerdo queremos negociar.
En un periodo como este, con tantas incógnitas, lo prudente es acordar un proceso parlamentario riguroso, informar al público sobre los datos reales y las decisiones difíciles, hacer una cuidadosa labor diplomática, mantener abiertas las opciones y aguardar, atentos, una oportunidad. Quizá parezca aburrido, pero ¿quién dijo que el Brexit iba a ser divertido?
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