Poniatowska: la crónica que nos falta/Javier Aranda Luna
La Jornada, 19 de mayo de 2017
En julio de 1981 tres estudiantes universitarios tocaron a la puerta de Elena Poniatowska. La buscaban para pedirle –gratis– una colaboración para una nueva revista, pero no sólo eso. Le pidieron además, en un exceso de osadía, un cheque para apoyar su proyecto editorial. Después de escuchar al trío y preguntarles algunas cosas les regaló una espléndida sonrisa, un libro a cada uno, les prometió un texto y les extendió un cheque. Ya afuera de su casa, sentados en una de las bancas cercanas a la iglesia de Chimalistac, no dábamos crédito a nuestra buena fortuna. La escritora que admirábamos por La noche de Tlatelolco nos sorprendió aún más por su generosidad, rasgo que cada día ha acentuado con los años.
Elena Poniatowska descubrió a partir de su libro La noche de Tlatelolco, lo que escribió Gustave Flaubert a Louise Colet en una carta de 1852, donde afirma que la pasión no hace los versos o las novelas: “cuanto más personal seas más débil serás... cuanto menos se siente una cosa, más apto se es para expresarla como es... pero es necesario tener la facultad de hacérsela sentir”. Elena quien se apasiona por causas y personas sabe desprenderse de ellas a la hora de escribir... para que las sintamos.
La noche de Tlatelolco es una de las crónicas más crudas sobre ese año oscuro de nuestra historia y sin duda la más eficaz porque tatuó, en nuestro imaginario colectivo, el sentido profundo de esa fecha ominosa. Su crónica se la ha hecho sentir a miles de lectores desde su primera edición y no ha dejado de hacerlo con los jóvenes de ahora para quienes 1968 suena a una época remota. Cada año que pasa desde su publicación, ese coro de voces con la que está armada su crónica, nos hace sentir lo terrible de esos días de sangre tan similar a los nuestros. No me sorprende que tan fácil haya trascendido las fronteras de los idiomas. Los indignados de París o Nueva York, Berlín o Tienanmen son similares a los de Chile, Madrid o Buenos Aires.
A diferencia de Salvador Novo, quien recibió galardones y diplomas y tuvo el privilegio de que su calle llevara su nombre en el sexenio de Díaz Ordaz, Poniatowska no aceptó el Premio Xavier Villaurrutia por La noche de Tlatelolco. Y a diferencia de varios intelectuales que ante la crisis han buscado en estos años tener doble nacionalidad, por si acaso, Poniatowska se naturalizó mexicana en 1969, unos meses después de la matanza en la plaza de Las Tres Culturas. Poniatowska y Novo, cada quien a su manera, dieron la razón de nueva cuenta a Flaubert: “los honores deshonran y los grados degradan”.
Dice su hija Paula que cuando era niña el tecleo de la máquina de escribir la tranquilizaba. Sabía que su madre estaba allí y que acudiría con ella cuando se lo pidiera.
Escribir para Elena no ha sido un ejercicio monástico. Escribe, recibe gente todos los días en su casa, asiste a marchas, reuniones y cuando era joven se llevaba a su hijo Mane a Lecumberri, donde entrevistaba a los presos políticos. Hoy sus hijos y sus nietos entran y salen de su casa como tantos periodistas, activistas, escritores, artistas y amigos que recibe siempre con una sonrisa y los invita a sentarse en sus sillones amarillos.
Nunca he sabido cuántos libros tiene, pero seguramente su hijo Felipe pueda darnos una respuesta después de haberlos clasificado.
Muchos años se le regateó el título de escritora a Poniatowska porque sus crónicas sólo eran periodismo, como si la calidad literaria se midiera por géneros. No sé qué pensarán ahora esos “críticos” después de que le entregaron los premios Cervantes y Rómulo Gallegos y de que el Nobel de Literatura se lo otorgaran a la periodista bielorrusa Svetlana Aleksiévich por sus crónicas de Chernobyl, armadas con la misma técnica que utilizó Poniatowska casi 30 años antes en La noche de Tlatelolco.
Y así como a Poniatowska no le ha preocupado su clasificación dentro del canon literario, tampoco le ha importado alcanzar esa asepsia intelectual que muchos prefieren para mantener sus zonas de confort en este país donde se ha instalado la soberanía del dinero. Es común que muchos escritores en las épocas electorales le recuerden a los periodistas que les preguntan por sus preferencias que “el voto es secreto”. Pero Poniatowska, como Carlos Monsiváis o Sergio Pitol, siempre ha asumido frente a sus lectores sus preferencias políticas. No sólo eso en el caso de ella. Por momentos se ha convertido en activista incesante.
En las elecciones de 2006 que Felipe Calderón ganó “haiga sido como haiga sido”, según su refranero individual, el activismo de Poniatowska fue tal que provocó un alud de vocingleros en su contra. En radio, televisión y en muchas columnas de los principales diarios golpear a Elena fue casi un deporte. Y fue tal la campaña de odio contra ella que se envalentonaron esos grupos neofascistas que emergen cuando sienten que el ambiente es propicio. La amenazaron de muerte, la insultaron en la calle, arremetieron contra su automóvil. Fueron días terribles que padecieron y enfrentaron ella y sus hijos.
Ningún escritor, con excepción de Octavio Paz, había sido atacado con tal virulencia como Poniatowska.
Recuerdo que esos días le comenté a Monsiváis, mientras caminábamos un sábado por la Plaza del Ángel, que temía que su activismo afectara de manera decisiva su trabajo literario. No me refería a la intención política de sus crónicas y ensayos sino a la pérdida de lectores.
Ha sido tal la actividad política de Elena que creo que ahora sí le va a costar.
No Javier, escucha lo que te voy a decir: Elena saldrá fortalecida. Lo verás.
Y vaya que salió fortalecida: en 2007 recibió el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Biblioteca Breve por su biografía novelada de Leonora Carrington en 2011 y el Premio Cervantes en 2013.
De las muchas crónicas y novelas que Elena Poniatowska ha escrito sobre ferrocarrileros, soldaderas, activistas, presos políticos, artistas, nos debe una en la que ya lleva trabajando varios años: la crónica de los Poniatowska, el cuento de su vida.
Ahora que cumple 85 años a algunos de sus lectores no les basta saber que es descendiente de Catalina la Grande –la más culta jefa de Estado de la historia–, ni que estudió en El Sagrado Corazón de Filadelfia; tampoco que se inició en el periodismo en 1954, ni que algunos de sus libros han sido ilustrados por Leonora Carrington, Alberto Beltrán o Diego Rivera; tampoco que recibió el premio Mazatlán dos veces o que los temas constantes de sus obras han sido la ciudad de México, las mujeres, la vida menuda que transcurre en la calle, las luchas sociales, las vidas de artistas como Leonora Carrington o Tina Modotti. No son suficientes los trazos autobiográficos que nos ofrece en La flor de lis, Paseo de la Reforma o Lilus Kikus. Sus muchos lectores que creen conocerla siempre se encuentran con una nueva sorpresa en las líneas de sus textos.
No imagino con qué nos sorprenderá cuando leamos al fin esa gran crónica de sus orígenes y sus días porque su prosa magnética siempre está llena de sortilegios.
Gracias Elena por tanto y durante tanto.
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