‘Fake news’ y credulidad/Jordi Soler
El País, 29 de abril de 2018...
Marcel Duchamp leyó dos libros de filosofía en su vida, uno de ellos con verdadera devoción. Leyó El único y su propiedad, de Max Stirner, y se apasionó con un pequeño volumen, que releyó varias veces cuando trabajaba en la biblioteca de Sainte-Geneviève, en el que se contaba la vida y las ideas de Pirrón de Elis.
El escepticismo radical de Pirrón sirvió a Duchamp para construir su obra, tan profunda como exigua, y para mirar el enorme éxito que tenía su trabajo con un desapego insólito. En el punto culminante de su trayectoria, cuando tenía el mundillo artístico de Nueva York a sus pies, Duchamp decidió que el resto de su vida, que era mucha todavía, se iba a dedicar a jugar al ajedrez, cosa que cumplió al pie de la letra, con rivales de diversos calibres, entre ellos su amigo Salvador Dalí, que acudía, puntualmente, al tablero que Duchamp montaba cada verano en Cadaqués.
La importancia de Duchamp en la historia del arte es crucial pero él, aplicando el escepticismo que había aprendido de Pirrón de Elis, no se consideraba un artista sino un respirateur, un individuo dedicado solo a respirar. Abandonó su oficio convencido de que no quería empezar a repetirse, a convertirse en un cliché de sí mismo. Lo que aprendió de Pirrón lo llevó a dejar su quehacer artístico en el momento justo en el que los artistas comienzan a hacerse ricos que es, precisamente, cuando empiezan a repetirse.
“A toda razón se opone una razón equivalente”, dicen que decía Pirrón de Elis, ese gran escéptico que vivió alrededor del año 300 antes de nuestra era. Viene a cuento desenterrar las ideas de este viejo filósofo porque a los habitantes del siglo XXI pueden servirnos de escudo para no dejarnos engatusar por el torrente de información que nos asalta todo el tiempo, cada vez que abrimos el ordenador o conectamos el teléfono. Sus ideas nos animan a pensar antes de creer en lo que se dice con tanto estruendo, a oponer a eso que todos dan por sentado, una razón equivalente.
Como prueba de su radical escepticismo, Pirrón de Elis no dejó escrita ni una página, lo que sabemos de él lo cuentan Diógenes Laercio, Timón, Gelio, Cicerón, Sexto Empírico. Todos ellos consignan la entereza con la que soportaba una siniestra tempestad en el mar y la forma en que deliberadamente ignoraba los peligros que lo acechaban; practicaba un desapego extremo que, sintomáticamente, lo llevó a vivir hasta los noventa años.
Pero nosotros vamos por ahí cargando en el bolsillo una cantidad de información que no seríamos capaces de consumir ni en varias vidas, y quien quiere opinar como un experto no tiene más que buscar en Google. Ese tumulto de información que palpita en la pantalla del teléfono está formado por una trama de datos e ideas, digamos, del mainstream, de la que es cada vez más difícil salir y desde la cual tendemos a pensar, no de manera original ni con un horizonte ilimitado, sino como se piensa dentro de esa trama, dentro de la Red por la que circulan, con la misma jerarquía, datos verdaderos y falsos, teorías, delirios e invenciones, noticias de verdad y fake news.
El rotundo éxito de las fake news es la medida exacta de nuestra credulidad, la gente tiende a creer cualquier cosa que se le presenta con cierta contundencia, ha sido siempre así y quién sabe qué sería de nuestra especie sin la credulidad que nos caracteriza.
Nunca antes en la historia del mundo el ciudadano común había tenido tanto acceso, y tan fácil, a la información; no se había lidiado en otro tiempo con un torrente similar de noticias, datos, teorías, hipótesis, opiniones, ni estas se habían difundido jamás de forma tan invasiva ni a tanta velocidad. Somos la población más informada pero también la más vulnerable, y desde luego la más crédula e ingenua que ha pisado este planeta.
Pirrón prevenía a sus discípulos contra “los torbellinos de la sabiduría halagadora”. Esta sabiduría es falsa, es información que requiere de la reflexión y el análisis del que la recibe, y más cuando llega en un torbellino. En aquella época no había tanta información disponible y la credulidad tenía menos recorrido; se creía en los dioses, en las fuerzas de la naturaleza, pero al mismo tiempo la gente pensaba por sí misma, llegaba a sus propias conclusiones, solucionaba sus conflictos sentándose a pensar, o pensando mientras caminaba, o expresando esos pensamientos enfrente de alguien que sabía escuchar, o de un sabio que era capaz de ver más allá. Esa era la red que el ciudadano común tenía en tiempos de Pirrón, una red ligera y sin Google que no le escatimaba el trabajo de pensar, una red abierta hacia el horizonte que no se cerraba, como la nuestra, sobre sí misma.
Tampoco era tan distinto lo que pasaba en el siglo XX de Marcel Duchamp, donde la información se movía a escala humana, había que esperar a que el periódico se vendiera en la mañana y se transmitían programas de radio que oía quien tenía el armatoste enchufado en el comedor; fuera de ahí, lo que había, era mucho tiempo para pensar por uno mismo.
Los habitantes del siglo XXI, acosados permanentemente por el tumulto de información, datos e ideas que cargamos en el bolsillo, deberíamos preguntarnos, ¿qué pensamientos son verdaderamente míos? Dentro de la Red no pensamos: pescamos.
De nuestra credulidad se aprovechan los gobernantes y los políticos, los empresarios que quieren vendernos algo y en general cualquier persona sin escrúpulos que sepa presentar una mentira como verdad, cosa que nunca en la historia del planeta había sido tan fácil.
Para combatir esa credulidad no hay como el escepticismo. Pirrón fue primero pintor, artista plástico como Duchamp, y luego se enroló como expedicionario en el ejército de Alejandro Magno. En esos viajes entró en contacto con los magos caldeos y los gimnosofistas de la India. De ellos aprendió ese estado de sólida imperturbabilidad que lo caracterizaba, ese desapego y esa indiferencia que lo convirtió en el maestro de un selecto grupo de discípulos a los que enseñaba, por ejemplo, a no ser esclavo de las opiniones, comenzando por las de uno mismo.
“El fundamento del escepticismo es la esperanza de conservar la serenidad de espíritu”, una serenidad a la que el crédulo, que no piensa por sí mismo, difícilmente puede aspirar. Desde el pasado remoto Pirrón lanza un mensaje contundente: lo crédulo se quita no creyendo, pues “solo persuade aquello que cada uno encuentra por sí mismo”. Sobre todo dentro de la Red.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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