Sobre antisionismo y antisemitismo/Iñaki Iriarte es profesor de la Universidad del País Vasco.
Vivimos en una era de emociones más que de razones. Las emociones son fáciles, rápidas, contagiosas y profundamente autosatisfactorias.
Las razones, en cambio, son más exigentes. Necesitan tiempo para formarse, para enlazarse unas con otras. Se contradicen, titubean, enfrían y posponen el juicio y, de este modo, causan un desasosiego interno. Por si fuera poco, aíslan, porque exigen una introspección privada y se comunican con dificultad.
Razonar, en definitiva, es doloroso y demanda un acto de soberanía individual.
Contra lo que algunos creen, el dictado de las emociones está lejos de ser un rasgo exclusivo de la izquierda woke. Se extiende a toda franja ideológica y de edad. Y prueba de ello son las declaraciones durante estos días de algunos políticos y comunicadores acerca de la espantosa guerra en Gaza que estamos viviendo (a miles de kilómetros de distancia, cierto, pero con una intensidad emocional propia de quienes padecen directamente las masacres).
Dentro de esa lógica (?) de la emotividad se ubica la repetida identificación entre antisionismo y antisemitismo que se lee y escucha en algunos medios. ¡Por supuesto que nunca han faltado quienes enmascaran su odio hacia los judíos con un fantástico amor hacia los palestinos! Pero el antisionismo es mucho más complejo que esa hipocresía.
De hecho, desde el comienzo del sionismo hubo judíos y defensores de los judíos que se le opusieron. A veces lo hicieron por motivos religiosos. Y no sólo por parte de los ultraortodoxos, sino también de los judíos reformistas, como el fundador de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Judah Leon Magnes. Pero otras veces la crítica hacia el sionismo provino de posiciones socialistas (el "bundismo", borrado del mapa por el Holocausto) o netamente liberales.
Referiré dos ejemplos.
El primero son las opiniones antisionistas del médico prusiano Hermann Nothnagel. Este había fundado en 1888 en Viena (junto a otras personas entre las que se encontraba la que sería la segunda mujer en recibir el Premio Nobel, Bertha von Suttner) una Sociedad para Combatir el Antisemitismo.
Nothnagel, debo aclarar, no era judío, sino un católico devoto que, sin embargo, se había vinculado estrechamente con las comunidades hasídicas a lo largo de su vida profesional. A diferencia de muchos católicos de su época, no consideraba que los judíos tuvieran que abandonar su fe.
Por otro lado, consideraba el nacionalismo como "la más peligrosa enfermedad de la humanidad". Y, consecuenTemente, se opuso frontalmente al sionismo.
La citada von Suttner, que sí se hizo sionista (¡sorpresa para haters, una sionista pacifista y feminista!) intentó mediar entre él y Theodor Herzl, el padre más influyente del sionismo.
Pero Nothnagel rechazó cualquier acercamiento en una carta dirigida a von Suttner:
Considero que el movimiento nacionalista alemán es enemigo del Estado. El movimiento nacionalista judío dio un fuerte impulso al movimiento nacionalista alemán. Hay una afinidad entre la propaganda de ambos. Si dependiera de mí, trataría a los líderes de estos desafortunados movimientos como enfermos mentales. He leído detenidamente El Estado judío, así como los artículos de Herzl que le siguieron, y los pensamientos me hicieron una impresión aterradora. [Herzl] no provocará la redención, sino la desintegración de los judíos de Europa. Es estúpido hablar de una nación judía y repito que el judío debe identificarse plenamente como parte de la nación en medio de la cual se encuentra.
El segundo ejemplo es la protesta en contra de un Estado judío que The New York Times publicó el 5 de marzo de 1919 por parte de un grupo de 31 personalidades judías estadounidenses (a las que se adhirieron luego otras, hasta superar las 300).
Ciertamente, los firmantes declaraban su simpatía por los esfuerzos del sionismo por ofrecer a los judíos que residían en países donde eran oprimidos un refugio ("en Palestina o en otra parte"). Pero, a la vez, mostraban sus "objeciones a la creación de un Estado Judío en Palestina" y a "la segregación de los judíos como una unidad nacionalista en cualquier país".
El más fundamental de los principios democráticos, señalaban, era que se dieran los mismos derechos a todos los ciudadanos de un Estado, sin importar su credo u origen étnico. Este principio, añadían, excluía la posibilidad de cualquier tipo de segregación. "Cualquier plan parejo de segregación es necesariamente reaccionario en su tendencia, no democrático en su espíritu y totalmente contrario a las prácticas de un gobierno libre" (una frase que hoy deberíamos repetir quienes rechazamos los separatismos en Navarra, País Vasco y Cataluña).
Además, continuaban: "No es cierto que Palestina sea el hogar nacional del pueblo judío y de ningún otro pueblo". "Pedimos que Palestina se constituya como un Estado libre e independiente, que sea gobernado bajo una forma democrática de gobierno que no reconozca distinciones de credo o raza o ascendencia étnica, y con el poder adecuado para proteger al país contra cualquier tipo de opresión. No deseamos ver a Palestina, ni ahora ni en ningún momento en el futuro, organizada como un Estado judío".
¿Serían hoy estos propósitos, expresamente antisionistas, despachados por muchos políticos, columnistas y tertulianos como una muestra desvergonzada de antisemitismo? La lista de firmantes del manifiesto, por cierto, la encabezaba el congresista republicano Julius Khan e incluía a diplomáticos, filántropos, juristas, editores, académicos, industriales y rabinos.
Son solo dos ejemplos, pero podrían citarse muchos más. Porque, de acuerdo con Robert Wistrich, "desde el Primer Congreso Judío (1897) hasta la Declaración de Walfour, el antisionismo ideológico fue claramente dominante entre las principales organizaciones de autodefensa y de derechos civiles judías, los líderes de las comunidades judías y los intelectuales liberales judíos".
Por otro lado, hay que recordar que un número muy significativo de notorios antisemitas apoyaron, en algún momento o permanentemente, las aspiraciones sionistas. Valgan, de nuevo, algunos pocos ejemplos.
En 1878, mucho antes de que Herzl concibiera el Estado de los judíos, el líder antisemita húngaro y diputado Gyözö Istózcy pronunció un discurso en favor de "la restauración de un Estado judío en Palestina".
El año siguiente, el notable historiador alemán Heinrich von Treitschke, que dio al antisemitismo una pátina de respetabilidad académica, escribió: "Sólo hay una forma de satisfacer nuestros deseos: la emigración, la creación de un Estado judío".
Wilhelm Marr, al que se señaló a menudo como padre del antisemitismo moderno, llegó a postular por estas fechas que se ayudase a los judíos a "recuperar su patria judía".
Otros relevantes antisemitas que aplaudieron el proyecto sionista fueron Édouard Drumont, Jules Soury, Ivan von Simonyi y Paul Lagarde. El propio Theodor Herzl incluyó en sus Diarios esta llamativa profecía: "Los antisemitas se convertirán en nuestros amigos más dependientes, los países antisemitas, en nuestros aliados".
Mención aparte merece el káiser Guillermo II, antisemita y, sin embargo, colaborador del sionismo. En una carta escrita en 1898 a su tío (projudío y prosionista), el Gran Duque de Baaden, reconoce: "Sé muy bien que nueve décimas partes de los alemanes se sorprenderán profundamente cuando escuchen, más tarde, que simpatizo con el sionista o incluso que los pondré bajo mi protección cuando recurran a mí. En vista del gigantesco poder (muy peligroso, por cierto) del capital judío internacional, ¿no sería un inmenso logro para Alemania que el mundo de los hebreos la mirara con gratitud?".
Deducir de todo ello que el sionismo derive del antisemitismo sería, con todo, erróneo. Pero, en definitiva, tan erróneo como suponer que todo antisionismo sea, por fuerza, antisemita.
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