Reflexiones sobre la crítica literaria/J. Ernesto Ayala-Dip, crítico literario
Publicado en EL PAÍS, 09/07/09;
Hace algunos meses, un famoso escritor de nuestro país que vende millones de ejemplares de sus novelas en todo el mundo certificó una curiosa acta de defunción de la crítica literaria. Dijo algo así como que ésta (no aclaró en que lengua) sigue anclada en los años setenta y que los lectores le pasaron por encima. Le pasaron por encima a la crítica literaria, así lo expresó. No recuerdo en la afirmación ningún pesar. Más bien todo lo contrario. Una especie de liberación tras la justiciera operación de limpieza que los lectores (o “sus” lectores, esta instancia tampoco la precisó) tuvieron a bien llevar a cabo con lapidario resultado.
Este tipo de opiniones bien podrían alinearse con aquellas otras según las cuales el crítico literario no influye (o lo hace en términos irrelevantes) en la lista de los libros más leídos.
¿Hay alguien que todavía piense que la crítica literaria sirve para vender más? ¿Tiene el crítico que demostrar su capacidad de persuasión profesional en el terreno mercantil, por no decir demostrar sus dotes casi de chalán? Y lo que sería letal para su supervivencia: ¿tiene que garantizar a las empresas periodísticas que contratan sus servicios una influencia mediática, siempre imposible de medir, sobre todo en una época en la que está demostrado que un presidente de Gobierno o un ministro esgrimen más credibilidad que un crítico para dicha difusión? ¿No sería más de sentido común exigir al crítico, puestos a exigir con rigor, una eficacia y una transparencia comunicativas (que no abaratar el código específico) a tono con el medio que utiliza para expresar sus análisis, y una seriedad interpretativa amasada con los cuerpos teóricos más contrastados en el campo de la crítica literaria?
Las palabras del escritor famoso que vende millones de ejemplares en todo el mundo tienen su importancia. Las tienen porque ilustran cierto inquietante síntoma cultural; porque no dejan de mostrar el costado más trivial e insustancial de una parte desinformada de la sociedad, incluida a veces en ella el respetable (y necesario) club de los autores que venden millones de ejemplares.
Los lectores, claro está, no tienen la obligación de estar informados al dedillo de las escuelas narratológicas que conforman el abanico teórico del análisis literario, aunque tal vez sí conocer que en la sociedad en la que viven hay unas personas cuya profesión es fundamentar con criterio y argumentos autorizados la bondad o el descrédito estéticos de determinados libros.
Si los lectores no, los autores de ficción (y los de no ficción, dada la difusa frontera que los divide a veces) sí que están obligados como mínimo a no colaborar a las muchas desinformaciones que padece un sector no pequeño de la ciudadanía, siendo la figura del crítico literario una de ellas.
El recurrente tópico del crítico como un individuo que al fracasar como novelista se convierte en crítico literario (se supone que también fracasado) es casi un elogio si se compara con el hecho de pertenecer a un colectivo que se ha ganado a pulso ser pasado “por encima” por los lectores del novelista de turno que se siente incomprendido por esa misma crítica apisonada.
La crítica literaria es una actividad especulativa. Su peculiar solidez estriba en el buen gobierno de las incertidumbres entre las que se mueve. Sus leyes no tienen la consistencia demostrativa de las ciencias, pero las tiene, y siendo aun aproximativas las ampara el rigor de la tradición literaria y de la clasicidad (incluida, por supuesto, la clasicidad contemporánea).
Conceptos como coherencia y equilibrios internos, verosimilitud narrativa y verdad artística, la más o menos consciente idea de un canon gravitando en el examen textual, el siempre proteico concepto de belleza, entre otros, son operativos. Tal vez haya quienes crean conveniente que estos conceptos se apoyen en el psicoanálisis, otros en la sociología, o en la filosofía, o en la historia.
Hubo quienes abogaron por la beligerancia, como Charles Baudelaire. William Butler Yeats decía, siguiendo los pasos de Northrop Frye (que se oponía a la refutación como método de interpretación), que se puede objetar a Hegel pero nunca el Cantar de los Cantares. Otros la entendieron como una disciplina con rango de creación autónoma, como Oscar Wilde. Walter Benjamin, siguiendo al autor de Las flores del mal, insistió en la praxis crítica como un innegociable “combate literario”.
Ahora bien, está demostrado que ningún autor está libre de que un libro suyo caiga bajo el ojo de un crítico incompetente. O de alguien que oficie circunstancialmente como tal, que lamentablemente los hay. Y aunque el crítico maniobre también con una idea tan volátil como el gusto (pero que también cuenta), bien debería cuidarse de no abusar de ella hasta el punto de la arbitrariedad o el disimulo de sus lagunas conceptuales. También es un peligro para la obra literaria el crítico unidimensional. El epígono de una verdad estética suprema y a la larga siempre excluyente.
Pero eso es una cosa y otra muy distinta asistir impasible, cuando no a colaborar, al desprecio de la inteligencia crítica
Este tipo de opiniones bien podrían alinearse con aquellas otras según las cuales el crítico literario no influye (o lo hace en términos irrelevantes) en la lista de los libros más leídos.
¿Hay alguien que todavía piense que la crítica literaria sirve para vender más? ¿Tiene el crítico que demostrar su capacidad de persuasión profesional en el terreno mercantil, por no decir demostrar sus dotes casi de chalán? Y lo que sería letal para su supervivencia: ¿tiene que garantizar a las empresas periodísticas que contratan sus servicios una influencia mediática, siempre imposible de medir, sobre todo en una época en la que está demostrado que un presidente de Gobierno o un ministro esgrimen más credibilidad que un crítico para dicha difusión? ¿No sería más de sentido común exigir al crítico, puestos a exigir con rigor, una eficacia y una transparencia comunicativas (que no abaratar el código específico) a tono con el medio que utiliza para expresar sus análisis, y una seriedad interpretativa amasada con los cuerpos teóricos más contrastados en el campo de la crítica literaria?
Las palabras del escritor famoso que vende millones de ejemplares en todo el mundo tienen su importancia. Las tienen porque ilustran cierto inquietante síntoma cultural; porque no dejan de mostrar el costado más trivial e insustancial de una parte desinformada de la sociedad, incluida a veces en ella el respetable (y necesario) club de los autores que venden millones de ejemplares.
Los lectores, claro está, no tienen la obligación de estar informados al dedillo de las escuelas narratológicas que conforman el abanico teórico del análisis literario, aunque tal vez sí conocer que en la sociedad en la que viven hay unas personas cuya profesión es fundamentar con criterio y argumentos autorizados la bondad o el descrédito estéticos de determinados libros.
Si los lectores no, los autores de ficción (y los de no ficción, dada la difusa frontera que los divide a veces) sí que están obligados como mínimo a no colaborar a las muchas desinformaciones que padece un sector no pequeño de la ciudadanía, siendo la figura del crítico literario una de ellas.
El recurrente tópico del crítico como un individuo que al fracasar como novelista se convierte en crítico literario (se supone que también fracasado) es casi un elogio si se compara con el hecho de pertenecer a un colectivo que se ha ganado a pulso ser pasado “por encima” por los lectores del novelista de turno que se siente incomprendido por esa misma crítica apisonada.
La crítica literaria es una actividad especulativa. Su peculiar solidez estriba en el buen gobierno de las incertidumbres entre las que se mueve. Sus leyes no tienen la consistencia demostrativa de las ciencias, pero las tiene, y siendo aun aproximativas las ampara el rigor de la tradición literaria y de la clasicidad (incluida, por supuesto, la clasicidad contemporánea).
Conceptos como coherencia y equilibrios internos, verosimilitud narrativa y verdad artística, la más o menos consciente idea de un canon gravitando en el examen textual, el siempre proteico concepto de belleza, entre otros, son operativos. Tal vez haya quienes crean conveniente que estos conceptos se apoyen en el psicoanálisis, otros en la sociología, o en la filosofía, o en la historia.
Hubo quienes abogaron por la beligerancia, como Charles Baudelaire. William Butler Yeats decía, siguiendo los pasos de Northrop Frye (que se oponía a la refutación como método de interpretación), que se puede objetar a Hegel pero nunca el Cantar de los Cantares. Otros la entendieron como una disciplina con rango de creación autónoma, como Oscar Wilde. Walter Benjamin, siguiendo al autor de Las flores del mal, insistió en la praxis crítica como un innegociable “combate literario”.
Ahora bien, está demostrado que ningún autor está libre de que un libro suyo caiga bajo el ojo de un crítico incompetente. O de alguien que oficie circunstancialmente como tal, que lamentablemente los hay. Y aunque el crítico maniobre también con una idea tan volátil como el gusto (pero que también cuenta), bien debería cuidarse de no abusar de ella hasta el punto de la arbitrariedad o el disimulo de sus lagunas conceptuales. También es un peligro para la obra literaria el crítico unidimensional. El epígono de una verdad estética suprema y a la larga siempre excluyente.
Pero eso es una cosa y otra muy distinta asistir impasible, cuando no a colaborar, al desprecio de la inteligencia crítica
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