La utopía de Pablo Latapí
RODRIGO VERA, reportero
RODRIGO VERA, reportero
Revista Proceso # 1710, 9 de agosto de 2009;
La tarea realizada en el ámbito de la educación por Pablo Latapí Sarre, fallecido el pasado martes 4, fue tan provechosa como fecunda. Así lo atestigua la creación del Centro de Estudios Educativos, donde se formaron generaciones de investigadores. Pero el trabajo de Latapí no se limitó a la cátedra y a la investigación; de 1964 a 1976 publicó artículos especializados en Excélsior, y tras el golpe de Luis Echeverría contre el diario dirigido por Julio Scherer García, se unió al grupo de periodistas y articulistas que fundó la revista Proceso, en la que colaboró desde el primer número. Esta fecunda tarea se prolongó hasta 2005.
“¿Fue eficaz mi crítica? No lo sé”, llegó a preguntarse alguna vez Pablo Latapí Sarre, uno de los principales críticos independientes de la educación en México. Sin embargo, siempre estuvo convencido de que su labor vital era “construir esperanza invocando nuestras utopías y trabajando tenazmente para realizarlas hasta el último día de nuestra vida”.
Entre estas dudas y certezas le llegó por fin su último día; murió la madrugada del martes 4 a causa de un cáncer que desde hacía meses lo venía afectando. Tenía 82 años.
Tuvo don Pablo Latapí una larga vida que dedicó a la investigación educativa y a la formación de investigadores, actividad que lo llevó a incursionar en el periodismo y la diplomacia, así como a fundar instituciones y revistas especializadas.
Durante casi 30 años fue colaborador de Proceso, a donde llegó después de haber salido, en 1976, del periódico Excélsior de Julio Scherer, tras el golpe de Luis Echeverría contra ese diario.
Oriundo de la Ciudad de México, donde nació en 1927, Pablo Latapí ingresó a la Compañía de Jesús a los 15 años de edad. Su formación académica la recibió en la Casa de Estudios Jesuíticos, en la cual concluyó una maestría en filosofía. Fue ordenado sacerdote en 1956.
El jesuita Luis del Valle, su compañero de estudios y amigo de toda la vida, comenta:
“La Compañía de Jesús está muy centrada en la educación y en el servicio a los pobres. Tenemos colegios y misiones. De manera que su paso por la Compañía marcó de por vida a Pablo, quien siempre se preocupó por que hubiera una educación basada en la justicia social.”
–¿Esto quedó reflejado en la médula de su labor educativa? –se le pregunta.
–Por supuesto, el centro de toda la investigación latapiana fue decirnos: “Tenemos que ayudar a vivir en la verdadera justicia social, pues una sociedad de desiguales no es una sociedad justa”. No quería que la educación se utilizara para promover los privilegios de los poderosos, sino que los educandos se formaran para servir a los demás.
También dedicado a la labor educativa, pero dentro de la Compañía de Jesús, Del Valle señala que él y Latapí estudiaron juntos letras, filosofía y teología:
“Fuimos compañeros de clase de los 15 a los 24 años. Desde muy pronto él se inclinó por la cuestión educativa. Nos decía: ‘Tenemos que educar al país, a los grupos sociales, no solamente a los individuos para que sean buenos cristianos’, una preocupación que, por generaciones, comparten los jesuitas.
“Al terminar nuestra formación en la Casa de Estudios Jesuíticos, Pablo siguió su camino y yo el mío. Él se fue como maestro al Instituto de Ciencias de Guadalajara, que también es de la Compañía. Ahí, fue además director de una revista que se llamaba Juventud.”
–¿Cómo fue que Latapí abandonó la Compañía?
–Bueno, él duró unos 20 años como sacerdote. Dejó el sacerdocio creo que en 1976, porque su concepción, como la de muchos jesuitas, es que no nos ordenamos para ser ministros de culto ni para tener una dignidad. En buena medida, la tradición de la Iglesia es colocar al sacerdote como un mediador entre Dios y el pueblo, por lo que el cristianismo llega ya muy disminuido a los demás.
“Pablo creía que no se necesitan esos mediadores, puesto que todo mundo está cerca de Dios por ser su creación. Ese es el centro del Evangelio. De ahí que haya abandonado la ordenación de la Iglesia, pero no la tarea de servir al sacerdocio de todos.”
“Llegar a la gente”
En 1963, cuando todavía era sacerdote, Latapí creó el Centro de Estudios Educativos (CEE), en el que se formaron muchos investigadores en esa área. Después, en 1971, fundó la revista que llevaba el mismo nombre de esta institución; Centro de Estudios Educativos, que actualmente se llama Revista Latinoamericana de Estudios Educativos.
Como investigador publicó diversos libros sobre la materia, entre los que destacan: Diagnóstico educativo nacional; Educación nacional y opinión pública; Mitos y verdades de la educación mexicana; Comentarios a la reforma educativa; Educación y escuela, y El pensamiento educativo de Jaime Torres Bodet.
Del Valle destaca la prolongada labor periodística de su amigo:
“Pablo se valió del periodismo para dar a conocer sus ideas a un público mucho más amplio, pero también para estar en contacto con los de abajo. Tuvo, pues, que expresarse en un lenguaje más llano, sin que sus conceptos perdieran claridad y hondura.”
Invitado por Julio Scherer García, de 1964 a 1976 Latapí fue colaborador del periódico, y después –tras el golpe echeverrista contra Excélsior– en Proceso, donde colaboró hasta 2005.
En una entrevista publicada en la Gaceta de la Universidad Veracruzana, (número 70-72), el mismo Latapí cuenta cómo se dio su llegada a Excélsior:
“Fue a verme Julio Scherer, antiguo amigo que conocí desde que éramos muchachos, a decirme que en las páginas editoriales de Excélsior querían especialistas que escribieran sobre ciertos temas y me invitó a hacerlo sobre educación. Le dije: ‘Julio, yo no soy periodista, soy investigador’. Él me contestó: ‘Es lo que busco…’. Así empecé a escribir mi primer artículo con un tema que resultó de cierta forma preanuncio de una línea muy fuerte de mis preocupaciones: educación y justicia social. Continué hasta que Luis Echeverría acabó con el Excélsior de Scherer, en julio de 1976, y en noviembre de ese año empecé a colaborar en Proceso.”
En un artículo publicado en este semanario (Proceso 1315), Latapí hizo una recapitulación de su paso por el periodismo:
“La verdad, se hermanaron bien mis actividades académicas con mi oficio de periodista improvisado, escribir en la prensa vino a concretar de modo importante mi responsabilidad social de investigador; me obligó a estar alerta a los acontecimientos cotidianos de la educación, a relacionar mis lecturas y proyectos con las necesidades de mi país y me facilitó encauzar el conocimiento especializado hacia su natural vocación de llegar a la gente y formar opinión pública.
“Escribir en la prensa fue también oportunidad de dar voz a los que no la tienen y esto explica la recurrencia en mis textos de preocupaciones por la justicia, por los derechos de los indígenas o por las crecientes desigualdades y exclusiones que provocan los modelos de desarrollo que se nos han impuesto.
“Por los temas que trataba, mi actividad periodística me acercó además al mundo de los maestros; ellos fueron, sin duda, mis principales destinatarios y predominaron en mi buzón de autor. Mis obsesiones con algunos temas, como los misterios del aprendizaje, el significado de la laicidad escolar, la formación en valores o la necesidad de promover una filosofía educativa que dé consistencia al esfuerzo del país, estuvieron siempre cruzadas con la perspectiva de los maestros de aula, sin cuya colaboración ninguno de estos señalamientos se hará realidad.
“Otras enseñanzas de estos años fueron de carácter político: escribir en la prensa, y más en una revista tan celosa de su independencia como Proceso, ha sido para mí una oportunidad de acercarme al sistema de poder que rige en el país y comprender un poco su naturaleza. Llegué a la conclusión de que en mi caso podía yo hacer más por el mejoramiento de la educación desde fuera que desde dentro del gobierno. La crítica independiente es indispensable como contrapeso al poder del Estado; denuncia, presiona, alerta, aporta diagnósticos divergentes, presenta propuestas alternativas, fortalece demandas sociales, en una palabra, construye el sujeto de interlocución ciudadana que requieren quienes gobiernan.”
En ese artículo, Latapí resumió así lo que consideró las principales fallas de la educación en México:
“Las causas profundas de la terrible mediocridad de nuestra educación son tres: la perversión del sistema educativo por intereses políticos, principalmente los que generan las grandes simulaciones que el SNTE protege; la falta de firmeza de las autoridades, a todos los niveles, que contemporizan con situaciones indeseables por temor a poner en riesgo sus carreras políticas o romper los precarios equilibrios del statu quo; y la debilidad de la participación de los padres de familia y de la sociedad para exigir un servicio educativo de verdadera calidad. A estas causas añádase la ausencia de un proyecto ambicioso, intelectualmente fundado, que dé consistencia a las acciones y logre encauzar las energías de todos los sectores sociales.”
Contra la desigualdad
A menudo, Latapí solía preguntarse si sus análisis caían en tierra fértil: “¿Fue eficaz mi crítica? No lo sé”.
La mayor parte de los casi 500 artículos que publicó en este semanario fueron recopilados en siete volúmenes, bajo el título Tiempo educativo mexicano, publicados por la Universidad Autónoma de Aguascalientes.
De manera específica, Latapí se refirió a las “biografías” y “luchas de poder” que le tocó analizar en la revista:
“Aparecen en estas páginas biografías personales que cruzan la escena de la educación; algunas transitan en paso acelerado hacia otras metas y afanes: para Muñoz Ledo, Bartlett o Zedillo la SEP sirve de tropiezo, refugio o escalón transitorio. Otras trayectorias, como las de Carlos Jonguitud y Elba Esther Gordillo, cumplen sus ciclos en la rueda de la fortuna del poder sindical. Pasan también rectores de variado calibre y líderes estudiantiles que sacuden a la UNAM evidenciando su vulnerabilidad. Y detrás de las biografías y las luchas de poder reaparecen como noticias recurrentes los problemas sustantivos de la educación en una sociedad desigual que rechaza obstinadamente el reclamo de la justicia: los indígenas olvidados, el magisterio sobreexplotado, las normales abandonadas o desahuciadas, la mediocridad resignada, la TV embrutecedora, la impunidad protegida por el sindicato…” (Proceso 1305).
Latapí fue también embajador de México ante la Unesco e investigador emérito del Sistema Nacional de Investigación. Además, asesor de los recientes titulares de la Secretaría de Educación Pública, hasta la llegada de Josefina Vázquez Mota a esa dependencia.
Por su labor en el campo de la investigación, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, la medalla Commeniuus de la República Checa, el Premio Interamericano de Educación Maracay –ahora Andrés Bello–, además de doctorados honoris causa por las universidades Autónoma Metropolitana, de Colima, de Sonora y de Aguascalientes.
–¿Cuáles son las aportaciones de Latapí al área educativa? –se le pregunta a Del Valle.
–Para mí, no cabe ninguna duda de que él fue el pionero de la investigación educativa en el país. Fue su inventor y su diseñador. Pablo nos dijo: “No podemos recibir la educación de manera acrítica, la educación tiene que ser investigada”. Esa fue una aportación importantísima, y otra más fue su idea de que la educación tiene que darse en la justicia de que todos somos iguales en dignidad humana.
Del Valle muestra al reportero un libro recién publicado por el propio Latapí. Se titula Porque ya atardece y es una recopilación de sus más apreciados artículos periodísticos. La edición fue de sólo 200 ejemplares, que repartió entre sus amigos poco antes de morir.
“Pablo me telefoneó para invitarme a cenar. Y durante la cena me regaló este libro. Yo sabía que estaba enfermo de cáncer, y que él no deseaba alargar su vida a la fuerza con quimioterapias y radiaciones. Quería que su vida acabara bien”, dice Del Valle.
Y muestra la dedicatoria: “Para Luis, amigo querido, quien reconocerá su propio trayecto en el que retratan estas páginas”.
Todavía el 18 de junio, Latapí logró asistir a un homenaje que recibió en el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados. En su último discurso dijo:
“Estoy convencido de que hay que seguir trabajando por lo que queremos, en lo que nos corresponde a todos, creo que para eso es la vida. Es construir esperanza, abrir horizontes, tender puentes hacia un futuro mejor, sembrar alegría y construir esperanza invocando nuestras utopías y trabajando tenazmente para realizarlas hasta el último día de nuestra vida.”
La tarea realizada en el ámbito de la educación por Pablo Latapí Sarre, fallecido el pasado martes 4, fue tan provechosa como fecunda. Así lo atestigua la creación del Centro de Estudios Educativos, donde se formaron generaciones de investigadores. Pero el trabajo de Latapí no se limitó a la cátedra y a la investigación; de 1964 a 1976 publicó artículos especializados en Excélsior, y tras el golpe de Luis Echeverría contre el diario dirigido por Julio Scherer García, se unió al grupo de periodistas y articulistas que fundó la revista Proceso, en la que colaboró desde el primer número. Esta fecunda tarea se prolongó hasta 2005.
“¿Fue eficaz mi crítica? No lo sé”, llegó a preguntarse alguna vez Pablo Latapí Sarre, uno de los principales críticos independientes de la educación en México. Sin embargo, siempre estuvo convencido de que su labor vital era “construir esperanza invocando nuestras utopías y trabajando tenazmente para realizarlas hasta el último día de nuestra vida”.
Entre estas dudas y certezas le llegó por fin su último día; murió la madrugada del martes 4 a causa de un cáncer que desde hacía meses lo venía afectando. Tenía 82 años.
Tuvo don Pablo Latapí una larga vida que dedicó a la investigación educativa y a la formación de investigadores, actividad que lo llevó a incursionar en el periodismo y la diplomacia, así como a fundar instituciones y revistas especializadas.
Durante casi 30 años fue colaborador de Proceso, a donde llegó después de haber salido, en 1976, del periódico Excélsior de Julio Scherer, tras el golpe de Luis Echeverría contra ese diario.
Oriundo de la Ciudad de México, donde nació en 1927, Pablo Latapí ingresó a la Compañía de Jesús a los 15 años de edad. Su formación académica la recibió en la Casa de Estudios Jesuíticos, en la cual concluyó una maestría en filosofía. Fue ordenado sacerdote en 1956.
El jesuita Luis del Valle, su compañero de estudios y amigo de toda la vida, comenta:
“La Compañía de Jesús está muy centrada en la educación y en el servicio a los pobres. Tenemos colegios y misiones. De manera que su paso por la Compañía marcó de por vida a Pablo, quien siempre se preocupó por que hubiera una educación basada en la justicia social.”
–¿Esto quedó reflejado en la médula de su labor educativa? –se le pregunta.
–Por supuesto, el centro de toda la investigación latapiana fue decirnos: “Tenemos que ayudar a vivir en la verdadera justicia social, pues una sociedad de desiguales no es una sociedad justa”. No quería que la educación se utilizara para promover los privilegios de los poderosos, sino que los educandos se formaran para servir a los demás.
También dedicado a la labor educativa, pero dentro de la Compañía de Jesús, Del Valle señala que él y Latapí estudiaron juntos letras, filosofía y teología:
“Fuimos compañeros de clase de los 15 a los 24 años. Desde muy pronto él se inclinó por la cuestión educativa. Nos decía: ‘Tenemos que educar al país, a los grupos sociales, no solamente a los individuos para que sean buenos cristianos’, una preocupación que, por generaciones, comparten los jesuitas.
“Al terminar nuestra formación en la Casa de Estudios Jesuíticos, Pablo siguió su camino y yo el mío. Él se fue como maestro al Instituto de Ciencias de Guadalajara, que también es de la Compañía. Ahí, fue además director de una revista que se llamaba Juventud.”
–¿Cómo fue que Latapí abandonó la Compañía?
–Bueno, él duró unos 20 años como sacerdote. Dejó el sacerdocio creo que en 1976, porque su concepción, como la de muchos jesuitas, es que no nos ordenamos para ser ministros de culto ni para tener una dignidad. En buena medida, la tradición de la Iglesia es colocar al sacerdote como un mediador entre Dios y el pueblo, por lo que el cristianismo llega ya muy disminuido a los demás.
“Pablo creía que no se necesitan esos mediadores, puesto que todo mundo está cerca de Dios por ser su creación. Ese es el centro del Evangelio. De ahí que haya abandonado la ordenación de la Iglesia, pero no la tarea de servir al sacerdocio de todos.”
“Llegar a la gente”
En 1963, cuando todavía era sacerdote, Latapí creó el Centro de Estudios Educativos (CEE), en el que se formaron muchos investigadores en esa área. Después, en 1971, fundó la revista que llevaba el mismo nombre de esta institución; Centro de Estudios Educativos, que actualmente se llama Revista Latinoamericana de Estudios Educativos.
Como investigador publicó diversos libros sobre la materia, entre los que destacan: Diagnóstico educativo nacional; Educación nacional y opinión pública; Mitos y verdades de la educación mexicana; Comentarios a la reforma educativa; Educación y escuela, y El pensamiento educativo de Jaime Torres Bodet.
Del Valle destaca la prolongada labor periodística de su amigo:
“Pablo se valió del periodismo para dar a conocer sus ideas a un público mucho más amplio, pero también para estar en contacto con los de abajo. Tuvo, pues, que expresarse en un lenguaje más llano, sin que sus conceptos perdieran claridad y hondura.”
Invitado por Julio Scherer García, de 1964 a 1976 Latapí fue colaborador del periódico, y después –tras el golpe echeverrista contra Excélsior– en Proceso, donde colaboró hasta 2005.
En una entrevista publicada en la Gaceta de la Universidad Veracruzana, (número 70-72), el mismo Latapí cuenta cómo se dio su llegada a Excélsior:
“Fue a verme Julio Scherer, antiguo amigo que conocí desde que éramos muchachos, a decirme que en las páginas editoriales de Excélsior querían especialistas que escribieran sobre ciertos temas y me invitó a hacerlo sobre educación. Le dije: ‘Julio, yo no soy periodista, soy investigador’. Él me contestó: ‘Es lo que busco…’. Así empecé a escribir mi primer artículo con un tema que resultó de cierta forma preanuncio de una línea muy fuerte de mis preocupaciones: educación y justicia social. Continué hasta que Luis Echeverría acabó con el Excélsior de Scherer, en julio de 1976, y en noviembre de ese año empecé a colaborar en Proceso.”
En un artículo publicado en este semanario (Proceso 1315), Latapí hizo una recapitulación de su paso por el periodismo:
“La verdad, se hermanaron bien mis actividades académicas con mi oficio de periodista improvisado, escribir en la prensa vino a concretar de modo importante mi responsabilidad social de investigador; me obligó a estar alerta a los acontecimientos cotidianos de la educación, a relacionar mis lecturas y proyectos con las necesidades de mi país y me facilitó encauzar el conocimiento especializado hacia su natural vocación de llegar a la gente y formar opinión pública.
“Escribir en la prensa fue también oportunidad de dar voz a los que no la tienen y esto explica la recurrencia en mis textos de preocupaciones por la justicia, por los derechos de los indígenas o por las crecientes desigualdades y exclusiones que provocan los modelos de desarrollo que se nos han impuesto.
“Por los temas que trataba, mi actividad periodística me acercó además al mundo de los maestros; ellos fueron, sin duda, mis principales destinatarios y predominaron en mi buzón de autor. Mis obsesiones con algunos temas, como los misterios del aprendizaje, el significado de la laicidad escolar, la formación en valores o la necesidad de promover una filosofía educativa que dé consistencia al esfuerzo del país, estuvieron siempre cruzadas con la perspectiva de los maestros de aula, sin cuya colaboración ninguno de estos señalamientos se hará realidad.
“Otras enseñanzas de estos años fueron de carácter político: escribir en la prensa, y más en una revista tan celosa de su independencia como Proceso, ha sido para mí una oportunidad de acercarme al sistema de poder que rige en el país y comprender un poco su naturaleza. Llegué a la conclusión de que en mi caso podía yo hacer más por el mejoramiento de la educación desde fuera que desde dentro del gobierno. La crítica independiente es indispensable como contrapeso al poder del Estado; denuncia, presiona, alerta, aporta diagnósticos divergentes, presenta propuestas alternativas, fortalece demandas sociales, en una palabra, construye el sujeto de interlocución ciudadana que requieren quienes gobiernan.”
En ese artículo, Latapí resumió así lo que consideró las principales fallas de la educación en México:
“Las causas profundas de la terrible mediocridad de nuestra educación son tres: la perversión del sistema educativo por intereses políticos, principalmente los que generan las grandes simulaciones que el SNTE protege; la falta de firmeza de las autoridades, a todos los niveles, que contemporizan con situaciones indeseables por temor a poner en riesgo sus carreras políticas o romper los precarios equilibrios del statu quo; y la debilidad de la participación de los padres de familia y de la sociedad para exigir un servicio educativo de verdadera calidad. A estas causas añádase la ausencia de un proyecto ambicioso, intelectualmente fundado, que dé consistencia a las acciones y logre encauzar las energías de todos los sectores sociales.”
Contra la desigualdad
A menudo, Latapí solía preguntarse si sus análisis caían en tierra fértil: “¿Fue eficaz mi crítica? No lo sé”.
La mayor parte de los casi 500 artículos que publicó en este semanario fueron recopilados en siete volúmenes, bajo el título Tiempo educativo mexicano, publicados por la Universidad Autónoma de Aguascalientes.
De manera específica, Latapí se refirió a las “biografías” y “luchas de poder” que le tocó analizar en la revista:
“Aparecen en estas páginas biografías personales que cruzan la escena de la educación; algunas transitan en paso acelerado hacia otras metas y afanes: para Muñoz Ledo, Bartlett o Zedillo la SEP sirve de tropiezo, refugio o escalón transitorio. Otras trayectorias, como las de Carlos Jonguitud y Elba Esther Gordillo, cumplen sus ciclos en la rueda de la fortuna del poder sindical. Pasan también rectores de variado calibre y líderes estudiantiles que sacuden a la UNAM evidenciando su vulnerabilidad. Y detrás de las biografías y las luchas de poder reaparecen como noticias recurrentes los problemas sustantivos de la educación en una sociedad desigual que rechaza obstinadamente el reclamo de la justicia: los indígenas olvidados, el magisterio sobreexplotado, las normales abandonadas o desahuciadas, la mediocridad resignada, la TV embrutecedora, la impunidad protegida por el sindicato…” (Proceso 1305).
Latapí fue también embajador de México ante la Unesco e investigador emérito del Sistema Nacional de Investigación. Además, asesor de los recientes titulares de la Secretaría de Educación Pública, hasta la llegada de Josefina Vázquez Mota a esa dependencia.
Por su labor en el campo de la investigación, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, la medalla Commeniuus de la República Checa, el Premio Interamericano de Educación Maracay –ahora Andrés Bello–, además de doctorados honoris causa por las universidades Autónoma Metropolitana, de Colima, de Sonora y de Aguascalientes.
–¿Cuáles son las aportaciones de Latapí al área educativa? –se le pregunta a Del Valle.
–Para mí, no cabe ninguna duda de que él fue el pionero de la investigación educativa en el país. Fue su inventor y su diseñador. Pablo nos dijo: “No podemos recibir la educación de manera acrítica, la educación tiene que ser investigada”. Esa fue una aportación importantísima, y otra más fue su idea de que la educación tiene que darse en la justicia de que todos somos iguales en dignidad humana.
Del Valle muestra al reportero un libro recién publicado por el propio Latapí. Se titula Porque ya atardece y es una recopilación de sus más apreciados artículos periodísticos. La edición fue de sólo 200 ejemplares, que repartió entre sus amigos poco antes de morir.
“Pablo me telefoneó para invitarme a cenar. Y durante la cena me regaló este libro. Yo sabía que estaba enfermo de cáncer, y que él no deseaba alargar su vida a la fuerza con quimioterapias y radiaciones. Quería que su vida acabara bien”, dice Del Valle.
Y muestra la dedicatoria: “Para Luis, amigo querido, quien reconocerá su propio trayecto en el que retratan estas páginas”.
Todavía el 18 de junio, Latapí logró asistir a un homenaje que recibió en el Centro de Investigación y de Estudios Avanzados. En su último discurso dijo:
“Estoy convencido de que hay que seguir trabajando por lo que queremos, en lo que nos corresponde a todos, creo que para eso es la vida. Es construir esperanza, abrir horizontes, tender puentes hacia un futuro mejor, sembrar alegría y construir esperanza invocando nuestras utopías y trabajando tenazmente para realizarlas hasta el último día de nuestra vida.”
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Educación y justicia social*
PABLO LATAPí
Casi diariamente aparecen en la prensa noticias sobre nuestros progresos educativos. El número de nuestras escuelas y de nuestros maestros crece sin cesar y parece que pronto llegará el día en que queden satisfechos nuestros requerimientos más elementales en materia educativa.
Es ya rutinario que funcionarios y periodistas nos repitan en sus comentarios que, gracias a estos progresos, la “justicia social” en sus implicaciones educativas se vaya convirtiendo en realidad. Esto es verdad y, sin embargo, dista mucho de ser toda la verdad.
Nunca algo cualitativo, como es la “justicia social”, puede ser el resultado de meros factores cuantitativos. La multiplicación de escuelas y maestros, por sí sola, no es sino una condición externa de posibilidad –necesarísima, desde luego– de la verdadera “justicia social” que la educación es capaz de instaurar y promover. Más importante sería fijarnos en el contenido de la educación y examinar si éste está inspirado por una filosofía que fundamente un orden social justo. Pero tampoco el contenido educativo agota la función que corresponde a la educación para instaurar la justicia en las relaciones de convivencia. Por importante que sea el contenido de la educación para transformar mentalidades, crear actitudes y formar conciencias, hay otros efectos más primigenios, si se quiere más mecánicos, de un sistema educativo sobre el orden social. Efectos que se siguen por el hecho mismo de ser cada sistema educativo parte integrante y elemento dinámico de una determinada estructuración social. A uno de estos efectos que llamaremos “estructural”, queremos hoy referirnos: el efecto del sistema educativo sobre la movilidad social.
¿A qué se debe que, entre nosotros, un niño sólo curse hasta el segundo año de primaria, y otro en cambio pueda terminar su secundaria? En la enorme mayoría de los casos, a la pobreza del primero y a la situación acomodada del segundo. Aun en el supuesto de que haya escuelas suficientes, la desigualdad económica de la sociedad seguirá influyendo en la desigualdad educativa, la cual, a su vez, cerrará el círculo vicioso determinando una ulterior desigualdad en la capacidad de ingresos de la siguiente generación. A una sociedad de fuertes desigualdades económicas, corresponde un sistema escolar de fuertes desigualdades educativas. Y mientras el criterio que determine el grado de educación de cada ciudadano sea el nivel económico de su familia, no habrá ni podrá haber “justicia social”. En otras palabras, la justicia social es más causa que efecto de la justicia educativa.
Un primer esfuerzo por romper este círculo vicioso por el extremo educativo –es decir por hacer que la justicia social fuese más efecto que causa de la justicia educativa– se hizo en el siglo pasado al establecer la gratuidad de la enseñanza elemental. Decisivo como fue este paso, todavía estamos constatando su insuficiencia, por la sencilla razón de que no basta hacer gratuita la escuela para que todos los niños sean iguales ante ella. La pobreza o riqueza de sus familias los acompaña hasta adentro de las aulas y sigue determinando, todavía en forma inexorable, la duración de su escolaridad y, con ello, su futura capacidad de ingresos.
Los países occidentales altamente industrializados rompieron este círculo vicioso por el extremo económico, en el largo proceso que partió del industrialismo liberal primitivo y ha desembocado hoy día en la moderna sociedad industrial móvil. Actualmente el criterio que determina en ellos la duración de la escolaridad y el tipo de profesión futura de cada alumno, no es la situación económica del mismo, sino sola y exclusivamente su talento. Así sucede, en Europa, que a la vuelta de una generación, el hijo de obrero pueda acabar siendo investigador científico y el hijo de banquero puede acabar siendo albañil. Esta movilidad socioeconómica, determinada sólo por el talento de cada ciudadano (atemperada justamente por la propiedad privada y el derecho hereditario), es favorecida por una “nivelación de prestigio” de todas las profesiones, la cual se funda en una relativa “nivelación de remuneración” entre todas ellas. La igualdad fundamental de todos los hombres, como elemento esencial de “justicia social”, conjugada con una concepción humanista del trabajo en toda profesión y con el inteligente aprovechamiento de todos los talentos para el bien común, es la médula de este orden social de los países occidentales industrializados, el cual, aunque imperfecto como todo lo humano, es, hoy por hoy, el orden social más “justo” que conocemos.
La función de la escuela en este tipo de sociedad industrial de gran movilidad interna, la ha precisado magistralmente el sociólogo alemán H. Schelsky, al definir la escuela como “agencia repartidora de oportunidades sociales” (“Schule und Erziehung in der industriellen Gesellschaft”, Würzburg 1959, p.26). Si el juicio de la escuela sobre el talento (nivel y cualidad) del alumno, es el que decide qué tipo de estudios debe éste seguir, este juicio equivale a un fallo definitivo sobre el monto de sus futuros ingresos y sobre el sitio social que ocupará probablemente durante toda su vida. En Alemania, concretamente, este fallo de las autoridades escolares es realmente de enorme trascendencia, al grado de ser frecuentemente objeto de querellas jurídicas por parte de padres no satisfechos. Pero el sistema funciona, no obstante que, como justamente se critica, la decisión definitiva o cuasi definitiva de la escuela tiene lugar algo prematuramente, pues se toma al final del quinto año de primaria, cuando el sistema escolar empieza a diferenciarse.
Tal es el sistema educativo que corresponde a la sociedad industrial móvil. Y tal es en ella la función estructural de la escuela respecto a la “justicia social”. Si en México nos orientamos hacia una estructuración socioeconómica semejante a la descrita, debemos también ir orientando nuestro sistema educativo hacia una análoga estructuración.
La escuela tiene una función pública mucho más vasta que la que le asignan los que reducen ésta a las implicaciones cívico-políticas de la educación que imparte. Sin minimizar éstas, es menester recalcar que por su función pública, la escuela es un órgano de “justicia distributiva” y, como tal, opera la justicia social al regular equitativamente las oportunidades sociales y las responsabilidades respecto al bien común de todos los ciudadanos.
Cuanto contribuya a establecer –en las escuelas públicas lo mismo que en las privadas– como criterio para la participación en el beneficio educativo el talento del niño y no su posición económica, y a asegurar a los alumnos una preparación profesional que corresponda a sus habilidades reales y no a la riqueza de sus padres, ayudará a que nuestra educación, nuestro sistema educativo en cuanto sistema, sea verdaderamente factor de “justicia social”.
* Primer artículo publicado por Pablo Latapí en Excélsior, el 8 de enero de 1964.
Educación y justicia social*
PABLO LATAPí
Casi diariamente aparecen en la prensa noticias sobre nuestros progresos educativos. El número de nuestras escuelas y de nuestros maestros crece sin cesar y parece que pronto llegará el día en que queden satisfechos nuestros requerimientos más elementales en materia educativa.
Es ya rutinario que funcionarios y periodistas nos repitan en sus comentarios que, gracias a estos progresos, la “justicia social” en sus implicaciones educativas se vaya convirtiendo en realidad. Esto es verdad y, sin embargo, dista mucho de ser toda la verdad.
Nunca algo cualitativo, como es la “justicia social”, puede ser el resultado de meros factores cuantitativos. La multiplicación de escuelas y maestros, por sí sola, no es sino una condición externa de posibilidad –necesarísima, desde luego– de la verdadera “justicia social” que la educación es capaz de instaurar y promover. Más importante sería fijarnos en el contenido de la educación y examinar si éste está inspirado por una filosofía que fundamente un orden social justo. Pero tampoco el contenido educativo agota la función que corresponde a la educación para instaurar la justicia en las relaciones de convivencia. Por importante que sea el contenido de la educación para transformar mentalidades, crear actitudes y formar conciencias, hay otros efectos más primigenios, si se quiere más mecánicos, de un sistema educativo sobre el orden social. Efectos que se siguen por el hecho mismo de ser cada sistema educativo parte integrante y elemento dinámico de una determinada estructuración social. A uno de estos efectos que llamaremos “estructural”, queremos hoy referirnos: el efecto del sistema educativo sobre la movilidad social.
¿A qué se debe que, entre nosotros, un niño sólo curse hasta el segundo año de primaria, y otro en cambio pueda terminar su secundaria? En la enorme mayoría de los casos, a la pobreza del primero y a la situación acomodada del segundo. Aun en el supuesto de que haya escuelas suficientes, la desigualdad económica de la sociedad seguirá influyendo en la desigualdad educativa, la cual, a su vez, cerrará el círculo vicioso determinando una ulterior desigualdad en la capacidad de ingresos de la siguiente generación. A una sociedad de fuertes desigualdades económicas, corresponde un sistema escolar de fuertes desigualdades educativas. Y mientras el criterio que determine el grado de educación de cada ciudadano sea el nivel económico de su familia, no habrá ni podrá haber “justicia social”. En otras palabras, la justicia social es más causa que efecto de la justicia educativa.
Un primer esfuerzo por romper este círculo vicioso por el extremo educativo –es decir por hacer que la justicia social fuese más efecto que causa de la justicia educativa– se hizo en el siglo pasado al establecer la gratuidad de la enseñanza elemental. Decisivo como fue este paso, todavía estamos constatando su insuficiencia, por la sencilla razón de que no basta hacer gratuita la escuela para que todos los niños sean iguales ante ella. La pobreza o riqueza de sus familias los acompaña hasta adentro de las aulas y sigue determinando, todavía en forma inexorable, la duración de su escolaridad y, con ello, su futura capacidad de ingresos.
Los países occidentales altamente industrializados rompieron este círculo vicioso por el extremo económico, en el largo proceso que partió del industrialismo liberal primitivo y ha desembocado hoy día en la moderna sociedad industrial móvil. Actualmente el criterio que determina en ellos la duración de la escolaridad y el tipo de profesión futura de cada alumno, no es la situación económica del mismo, sino sola y exclusivamente su talento. Así sucede, en Europa, que a la vuelta de una generación, el hijo de obrero pueda acabar siendo investigador científico y el hijo de banquero puede acabar siendo albañil. Esta movilidad socioeconómica, determinada sólo por el talento de cada ciudadano (atemperada justamente por la propiedad privada y el derecho hereditario), es favorecida por una “nivelación de prestigio” de todas las profesiones, la cual se funda en una relativa “nivelación de remuneración” entre todas ellas. La igualdad fundamental de todos los hombres, como elemento esencial de “justicia social”, conjugada con una concepción humanista del trabajo en toda profesión y con el inteligente aprovechamiento de todos los talentos para el bien común, es la médula de este orden social de los países occidentales industrializados, el cual, aunque imperfecto como todo lo humano, es, hoy por hoy, el orden social más “justo” que conocemos.
La función de la escuela en este tipo de sociedad industrial de gran movilidad interna, la ha precisado magistralmente el sociólogo alemán H. Schelsky, al definir la escuela como “agencia repartidora de oportunidades sociales” (“Schule und Erziehung in der industriellen Gesellschaft”, Würzburg 1959, p.26). Si el juicio de la escuela sobre el talento (nivel y cualidad) del alumno, es el que decide qué tipo de estudios debe éste seguir, este juicio equivale a un fallo definitivo sobre el monto de sus futuros ingresos y sobre el sitio social que ocupará probablemente durante toda su vida. En Alemania, concretamente, este fallo de las autoridades escolares es realmente de enorme trascendencia, al grado de ser frecuentemente objeto de querellas jurídicas por parte de padres no satisfechos. Pero el sistema funciona, no obstante que, como justamente se critica, la decisión definitiva o cuasi definitiva de la escuela tiene lugar algo prematuramente, pues se toma al final del quinto año de primaria, cuando el sistema escolar empieza a diferenciarse.
Tal es el sistema educativo que corresponde a la sociedad industrial móvil. Y tal es en ella la función estructural de la escuela respecto a la “justicia social”. Si en México nos orientamos hacia una estructuración socioeconómica semejante a la descrita, debemos también ir orientando nuestro sistema educativo hacia una análoga estructuración.
La escuela tiene una función pública mucho más vasta que la que le asignan los que reducen ésta a las implicaciones cívico-políticas de la educación que imparte. Sin minimizar éstas, es menester recalcar que por su función pública, la escuela es un órgano de “justicia distributiva” y, como tal, opera la justicia social al regular equitativamente las oportunidades sociales y las responsabilidades respecto al bien común de todos los ciudadanos.
Cuanto contribuya a establecer –en las escuelas públicas lo mismo que en las privadas– como criterio para la participación en el beneficio educativo el talento del niño y no su posición económica, y a asegurar a los alumnos una preparación profesional que corresponda a sus habilidades reales y no a la riqueza de sus padres, ayudará a que nuestra educación, nuestro sistema educativo en cuanto sistema, sea verdaderamente factor de “justicia social”.
* Primer artículo publicado por Pablo Latapí en Excélsior, el 8 de enero de 1964.
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