8 ago 2011

A LOS PIES DE CUITLÁHUAC

A LOS PIES DE CUITLÁHUAC/Carlos Martínez Assad
Publicado en Nexos de Agosto de 2011
Era muy de mañana en la ciudad de México cuando el azul es transparente y aún no se percibe el olor que despide el exceso de automóviles circulando sin dar tregua a sus motores. Me sorprendió verla allí en medio de la nada, con destreza arreglándose los cabellos largos y ondulados, brillantes de tan negros. El cepillo se deslizaba suavemente sobre sus espaldas donde encontraban apoyo frente a la embestida de las cerdas. Luego con un doblez de cuello, como quien interpreta una danza, los cabellos con toda su largura iban a dar a los hombros, y de frente se posaban delicadamente sobre los senos.
No podía desviar la mirada de esa mujer sentada mientras, una vez confeccionada una hermosa trenza, iniciaba el ritual de colocar crema en su piel. Primero la distribuía entre sus manos para luego irla untando con lentitud sobre los brazos y en cada una de sus bien torneadas piernas como en algún filme lo hiciera Dolores del Río. Las manos iban y venían, de arriba abajo hasta encontrarse con los tobillos, dibujando sobre ellos una suerte de círculos. Luego calzó unas sandalias de tiras negras de piel que realzaron aún más sus formas perfectas.

El espectáculo no tenía cabida allí en medio de la prolongación del Paseo de la Reforma donde, en la glorieta del final señorea Cuitláhuac, en la colonia Guerrero, y colocada al lado del monumento estaba esa casucha hecha con desechos de plástico verde como para realzar la escasa vegetación sembrada allí en medio del concreto. Una vez que la mujer terminó de acicalarse, se dispuso a encender una pequeña parrilla de gas. Colocó encima un deteriorado pocillo de peltre con agua y, cuando hirvió, la retiró y colocó unas cucharadas de Nescafé con mucha azúcar.

Hasta ese momento se percató de mi presencia y con una sonrisa en los labios me ofreció compartir su bebida. Me excusé mostrando mis manos ocupadas con los aparatos fotográficos que llevaba encima para el trabajo que realizaba después de registrar todas las estatuas del segundo trayecto del Paseo. Entonces le pregunté, sólo para constatar lo que ya adivinaba:
—¿Vive usted aquí?
—Sí.
—¿Desde cuándo? —insistí.
—Uhhh, desde siempre…
—¿Vive sola?
—Pues qué no ve joven, vivo con el emperador —dijo, volviendo los ojos hacia el tlatoani de bronce, exhibiendo su cuerpo desnudo y musculoso apenas cubierto con su taparrabos y coronado por un penacho.

Sonreí con la broma. Continué haciendo las fotos que urgían ese día para el libro que estaba a punto de entrar a imprenta. Me detuve ante la precisión con la que desde ese sitio se dibujaban las torres de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco, y me recordaran que muy cerca de allí se encontraba la Plaza de las Tres Culturas, lugar de sacrificio y emblema del mestizaje, de sangre agazapada en el recuerdo de aquel 2 de octubre cuando salí corriendo por allí.

Pasó el tiempo y cuando el libro estuvo publicado, al abrir las páginas de un diario del 8 de diciembre de 2004, encontré la fotografía de la misma mujer con la que me encontré ese día; había dado a luz a un niño, en el mismo sitio, en medio del ir y venir de los automóviles y los camiones con chimeneas humeantes. Unos estudiantes de la Escuela Libre de Homeopatía que pasaban por allí le dieron auxilio. Cuando le preguntaron quién era el padre, respondió con naturalidad:
—Cuitláhuac.

Carlos Martínez Assad. Historiador. Es investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Entre sus libros: El camino de la rebelión del general Saturnino Cedillo y La Ciudad de México que el cine nos dejó

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