15 ene 2012

Entre ‘El Havre’ y ‘Casablanca’/

Entre ‘El Havre’ y ‘Casablanca’/ Gregorio Morán
Publicado en LA VANGUARDIA, 14/01/12;
Con buenos sentimientos no se fundan bancos, pero es posible hacer hermosas películas. Por ejemplo, El Havre. Tiene mérito un cineasta finlandés que vive en la Europa del sur y que ha sido capaz de construir, con medios tan sencillos como eficaces, uno de esos filmes que se contemplan entre la perplejidad y la admiración. Perplejo por la audacia, admirado por el resultado. Estoy hablando de Aki Kaurismäki, un director enfermo de cinefilia, cuyas películas siempre recuerdan a otras pero que son inseparables de un talento especial para narrar lo sencillo y transformarlo en belleza.

La cinefilia es un virus que afecta a los pasionales de la pantalla; los expertos aseguran que se cura con la edad. En algunos casos resulta letal, especialmente para el espectador, que no acaba de descubrir los referentes de tal o cual secuencia que evoca una película que no vimos o que hemos olvidado. No es verdad que se cure con la edad y la prueba está en este caso. Kaurismäki hace un filme lleno de homenajes cinematográficos y al tiempo, para el espectador no obsesivo, carga la historia de una humanidad tan cercana, que te sientes como un privilegiado que contempla a unos personajes que el cine convencional suele colocar como decorados de la batalla, después de la derrota.
La sencilla historia de un limpiabotas con el inconfundible aspecto de escritor tronado. Una brillante provocación no exenta de ironía; porque está por ver si el futuro de un escritor sensible no sea limpiar los zapatos de los señores, cada vez más difíciles de encontrar, unos y otros. (La reiteración de imágenes de ciudadanos calzados con zapatillas deportivas resulta otra metáfora; una alegoría de que el futuro que nos espera, como lustra botas, se vuelve aún más complicado. Los zapatos, que exigían betún y cepillo, han sido sustituidos por plásticos de colorines)
No es la única provocación visual de este filme insolente y entrañable que es El Havre de Kaurismäki. Todos los protagonistas fuman, y lo hacen con ostentación y cierta alevosía, es decir, en lugares públicos, como si el mundo real hubiera obviado al mundo oficial, sin darle bola, como si no existiera. Y beben. Vino blanco, con profusión y placer, en tabernas acogedoras y servido por cantineras amables. Hay algo más provocador.
Y por si fuera poco se trata de un barrio en El Havre, donde convive gente normal, que no tiene coche, ni televisor. Ciudadanos que parecen sacados del baúl de los buenos deseos si no fuera por la aparición estelar del modelo urbanita, el soplón, el denunciador, el chivato. Lo más contemporáneo y posmoderno de El Havre es el delator, que usa un móvil. Un papel breve y rotundo, que hace nada menos que Jean-pierre Léaud, el actor fetiche del cine francés, aquel muchacho sensible de los Cuatrocientos golpes de Truffaut, ahora echado en kilos y enfermedades. (Otra querencia de cinéfilo)
Es una película para dejarse llevar, para entregarse a un director que se divierte contando una historia brutal de perdedores, pero sin que se le hiele la sonrisa, ni la ironía, ni esa forma de hacer cine que esquiva la trampa y sabe que la películas no tiene otro misterio que la de narrar en imágenes a personajes por los que nadie daría un duro fuera de la pantalla. Un escritor devenido limpiabotas que se dice llamar Marcel Marx, ¡Marx, otra broma!, en una interpretación sencilla y convincente de André Wilms, un grande del cine que no puede ocultar ahora cierta taquicardia de bebedor, con sesenta y cuatro tacos muy trabajados, llevados con la dignidad y ese humor fronterizo de quien nació en Estrasburgo.
Y en la vida de este hombre humilde y feliz, arrumbado a una mujer enamorada que le mima y le respeta, se cruza una historia de emigrantes ilegales, como para dar tono a una película extravagante en todo lo que tiene de ir a contracorriente. Por los personajes, por los hábitos, por la manera de narrar, por los movimientos de la cámara y las secuencias sorprendentes. Todo en este filme es social y políticamente incorrecto, y sin embargo el resultado artístico resulta notable, en ocasiones, excelso.
No puedo evitar referirme a Casablanca, porque considero que es un pariente muy cercano, por más que las separen setenta años justos. Siempre nos hemos preguntado dónde está el atractivo irresistible de ese filme donde Bogart hacia de un Rick más falso que un duro sevillano y una sueca de perversa candidez, Ingrid Bergman, convertía un duelo amoroso de menor cuantía en un drama trascendente sobre la dignidad, el deber, la libertad y la lucha contra el fascismo. “El mundo se desmorona y nosotros nos enamoramos”.
Casablanca es una mina para la reflexión, hay de todo, y lo que es más llamativo, a partir de casi nada. De ahí que haya sido tan propensa a la leyenda. Una película de escaso presupuesto, hecha a desgana por el director, por los actores y hasta por los guionistas que se descojonaban de la risa. Los diálogos que inventaron los gemelos Epstein –pusieron a los personajes los nombres de los coches europeos que les sonaban, Renault y Ferrari–, que trató de mejorar el gran Koch, y que al final no hubo más remedio que apelar a un “salvador”, Casey Robinson, uno de esos tipos que en Hollywood cobran tanto como las grandes estrellas y que son magos capaces de convertir un guión infumable en una pieza aceptable.
No sé si ustedes saben que el estreno de Casablanca fue un fracaso y que la película fue retirada de los cines. Pero ocurrió algo singular y es que al presidente Roosevelt, que tenía magníficos asesores, buena parte de los cuales lo pasarían jodido años más tarde cuando llegó la “caza de brujas”, le pasaron el filme el último día del año 1942. Y descubrió que esa historia era una mina, porque compilaba todo aquello que la propaganda de Estados Unidos necesitaba. Acaba de celebrarse la cumbre de Casablanca donde Roosevelt y Churchill habían decidido romper definitivamente con el régimen de Vichy, apoyar a De Gaulle, invadir el norte de África y cumplimentar lo que sería “el comienzo de una gran amistad”.
Casablanca volvió a reestrenarse y fue nominada a ocho Oscar de Hollywood, y el mundo entero se quedó prendado de aquella historia de ilegales, conducida por un traficante de armas para la República española (lo que obligó a la censura franquista a manipular el doblaje), que hacía llamarse Rick –Humphrey Bogart–, instalado en un garito de Casablanca donde se traficaba con todo, incluidos pasaportes para la libertad, que era Estados Unidos. Consiguió tres Oscar, al mejor director –Michel Curtiz, un húngaro de 55 años que se llamaba Michaly Kertesz–, al mejor guión –lo que generó una pelea entre profesionales de alta graduación que nunca habían imaginado que aquello iba a resultar genial–, y mejor película, porque lo es, lo era y lo será. Aunque me temo que el tiempo no confirme los cánones del pasado, y ahora un héroe como Rick, capaz de renunciar a una pasión amorosa para facilitar el triunfo de una idea, la que encarna el político Lazlo, aquel irresistible Paul Henreid, sea hoy aceptado sin una sonrisa de desdén.
Entre El Havre y Casablanca hay una distancia muy corta. El triunfo de la dignidad, el humor de los guionistas –Kaurismaki logra diálogos que hubieran hecho las delicias de los gemelos Epstein; como ese en que el protagonista trata de pasar por hermano de un negro encarcelado, y ante el estupor del funcionario asegura, impertérrito, que se trata del “albino de la familia”, o aquel otro, donde a la pregunta ¿por qué he de creerle?, él responde: “Por mis ojos azules”. También y sobre todo por la emigración ilegal. En Casablanca política, en El Havre económica; dos épocas y el mismo Estado que se encarga de reprimirlas.
En un hermoso artículo Mercè Ibarz asegura que El Havre es “una preciosa elegía”, y añade con intención: “Lleve usted a los críos, oiga”. No creo que nos oigan, pero me sumo a la propuesta.

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