Publicada El País, 24 de abril de 2012
De la información proporcionada por este periódico se colige que la operación sobre YPF constituye, por lo menos, un asalto a la seguridad jurídica del tráfico económico. Que sea una agresión contra España es otro tema. El pasado puede ofrecer algunas referencias útiles.
Al comienzo de los años ochenta la Comunidad Europea tenía escasas competencias y estaba poco integrada. En política exterior la situación era peor. Existía un primitivo mecanismo de intercambio de opiniones e información en la Cooperación Política Europea (CPE). El Reino Unido se hallaba inmerso en una batalla dialéctica para negociar una modificación sustancial en el reparto de las aportaciones al presupuesto.
En abril de 1982 estalló el conflicto de las Malvinas, identificadas en la parte IV del Tratado de Roma como territorio asociado a la Comunidad. Londres alertó inmediatamente a Bruselas. La primera reacción tuvo lugar en el marco de la CPE que condenó retóricamente la agresión. Margaret Thatcher apeló a los Estados miembros a manifestar su solidaridad y ejercer presión política y económica sobre Argentina en base al artículo 224 del Tratado de Roma. Que contradijera en cierta medida la erosión que en tal solidaridad provocaban sus exigencias presupuestarias no pesó demasiado.
¿Cuál fue la reacción de la Comisión? Ir más allá del artículo 224. Existían posibilidades utilizando el contundente arma de la política comercial basada en el artículo 113. La Comisión las hizo valer de forma inmediata tanto en la CPE como en el Consejo. Podían tomarse medidas. Por ejemplo, excluir las exportaciones argentinas de las reducciones arancelarias del sistema de preferencias. Suspender toda importación originaria de Argentina por un período inicial de un mes mientras se buscaba una solución diplomática. Los juristas entraron en liza, con opiniones muy encontradas. Subrayaron las dificultades: la posibilidad de que varios Estados miembros se opusieran, la prelación entre la dimensión comunitaria y la CPE, el saltarse la muy extendida convicción de que la política comercial unicamente debía abordar problemas comerciales. Cuestiones muy debatidas en aquellos años.
Las discusiones fueron agrias, amargas, enconadas. Algunos Estados miembros discreparon. Italia, por su vinculación con Argentina. Irlanda probablemente recordando su pasado dentro del ya periclitado Imperio británico. Otros plantearon dudas acerca de si la búsqueda de un consenso político podría tener consecuencias negativas sobre la acción colectiva. La Comisión hubiera podido rendirse. No lo hizo. Al contrario, jugó hábilmente sus cartas en el Consejo y en la CPE. En cuanto recibió, con reticencias, un conato de luz verde en el primero actuó en las capitales más importantes (Washington, Nueva York, Ginebra). En pocas semanas se convirtió en interlocutora ineludible para abordar los aspectos no militares del conflicto. Su aparato diplomático, incipiente, funcionó a pleno rendimiento. Se aprobó la suspensión de las importaciones argentinas. Los británicos quedaron encantados con el recurso al artículo 113. Sin exceder de sus competencias, la Comisión logró que la “Europa de los Nueve” mostrara su solidaridad con el Reino Unido.
Ciertamente, tal solidaridad era más aparente que real y cuando se planteó la prórroga del embargo, Italia e Irlanda se descolgaron. Aun así, se extendió en dos ocasiones más. La acción dejó, eso sí, un regusto amargo en América Latina. Mayor fue el que provocó en Argentina, que a su vez aplicó medidas económicas de retorsión contra los británicos.
El Reino Unido se abstuvo de enconar la situación. Durante varios años fue preciso llevar al ánimo del embajador argentino ante la Comunidad que con ello se bloqueaban interesantes posibilidades de evolución. No se trataba de un embajador cualquiera sino del hermano del propio presidente Raúl Alfonsín. Cuando el peronista Carlos Menem accedió a la presidencia en 1989 nombró a un nuevo representante, Diego Ramiro Guelar. No tardó en llegar a la conclusión que la eliminación de las dichosas medidas unilaterales despejaría las relaciones. Y así ocurrió. En un plazo récord Argentina fue el primer país latinoamericano en negociar un ambicioso acuerdo de cooperación con la Comunidad en el que, como una de las grandes novedades, se introdujo la cláusula de respeto de derechos humanos. El texto se firmó el 2 de abril de 1990, antes de lo que normalmente se afirma en la literatura con respecto a la utilización de dicha cláusula.
¿Lecciones? El Reino Unido no menospreció a la Comisión. Esta innovó con sus propuestas. Confrontada con dificultades no se amilanó. Se sortearon las múltiples objeciones, algunas de gran calado. La diplomacia operó con discreción allí donde debía operar. Sin alharaca alguna se avanzaron peones. Con firmeza y prudencia se identificaron líneas de progreso en un contexto no siempre fácil. La solución no fue mala ni para la Comunidad ni, me atrevo a pensar, para Argentina. El nacionalismo y el populismo, auténticos venenos, se contuvieron.
Los tiempos y el problema son distintos. Repsol no es un Estado. Sus intereses no coinciden con los de todos. La Comisión no es lo que era. Pero la imaginación política y diplomática continuará siendo determinante. La discreción nunca dejará de ser buena consejera. No hay que exagerar.
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