Un
nuevo paisaje político francés/ Michel Wieviorka, sociólogo. Profesor de la Escuela de
Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.
Traducción: José María Puig de la Bellacasa.
En el momento de enfilar la jornada electoral de la campaña presidencial francesa, los observadores políticos están cada vez más convencidos de que la suerte está echada y el vencedor de los comicios será Francois Hollande. Le Monde, por ejemplo, ha dado la pauta al publicar un largo artículo donde se explica que los resultados de los sondeos favorables al candidato socialista aguijonean las aspiraciones ministeriales y se consideran también los posibles titulares, ministerio por ministerio.
Hay que reconocer, en efecto, que una derrota de Nicolás Sarkozy ofrece bastantes visos de probabilidad: los franceses se han mostrado escasamente receptivos a las promesas y propuestas de Sarkozy en las últimas semanas; por otra parte, su obstinación en adoptar posiciones notablemente de derechas, a fin de atraer al electorado del Frente Nacional, parece haber constituido poco menos que un suicidio, política y no sólo moralmente.
Aceptemos, por tanto, la hipótesis de una victoria de Francois Hollande, y examinemos las consecuencias.
La primera es que si los franceses hicieran gala de una relativa coherencia, deberían -acto seguido de las elecciones presidenciales- situar una mayoría de izquierdas en la Asamblea Nacional (Cámara de Diputados). Las elecciones legislativas que siguen en Francia a las presidenciales garantizarán así a Francois Hollande el control o el respaldo de todas las instituciones políticas importantes: el Senado -conquistado hace unos meses- y las regiones, situadas casi todas en la izquierda, así como una gran mayoría de ayuntamientos y departamentos. No tendrá ninguna excusa política si fracasa. No podrá recurrir en absoluto, por ejemplo, a esa imagen de los obstáculos con que topa Obama en relación con el Senado estadounidense. En una coyuntura diferente, un nuevo presidente puede tal vez beneficiarse de un periodo de gracia mas o menos dilatado; un periodo durante el cual todo es posible gracias a la confianza depositada en él por el electorado. En el caso de Fran^ois Hollande, las promesas han sido escasas. Habrá de adoptar rápidamente, por el contrario, medidas de rigor impopulares; tal vez, hacer frente incluso a nuevas y dolorosas repercusiones de la crisis financiera y económica. No habrá, con toda verosimilitud, estado de gracia.
Una derrota de Nicolás Sarkozv en la segunda vuelta el 6 de mayo, combinada (se trata de una hipótesis plausible) con un resultado relativamente elevado de Marine Le Pen, candidata del FN, en la primera vuelta, tendrá importantes implicaciones sobre las elecciones legislativas: la derecha tradicional, fuerza estimable, sólo llegará a obtener un cierto número de escaños en la Cámara de Diputados si pierde su alma y acepta alianzas con la extrema derecha nacionalista; si no, esta última mantendrá sus propios candidatos y propiciará que resulten elegidos, a la postre, candidatos socialistas o sus aliados. Cabe, pues, esperar, en el terreno de la derecha, en un contexto ya marcado por la derrota en las presidenciales, un clima si cabe más asfixiante y tenso en cuyo seno se enfrentarán quienes de modo pragmático y cínico querrán aproximarse al Frente Nacional para minimizar el desastre electoral programado y quienes jugarán la carta de la moral política para disponerse a un dilatado periodo de marginación.
Una victoria de François Hollande ampliamente deudora -caso igualmente verosímil- de un apoyo del electorado de Jean-Luc Mélenchon en la segunda vuelta pesará notablemente en la coyuntura planteada y contribuirá enormemente a trazar un nuevo paisaje de la izquierda. Un paisaje cuyas principales fuerzas -así como las zonas vacías o sin cubrir- pueden ya distinguirse.
En primer lugar, la campaña de Mélenchon ha revelado la existencia de una izquierda de la izquierda, intensamente impregnada de la vieja cultura comunista, más o menos revolucionaria, antieuropea, mucho más radical que realista. Al cabo de treinta años de declive de esta izquierda de la izquierda, y de la práctica desaparición de las páginas de los periódicos de su imagen de referencia -los obreros-, el caso es que reaparece y querrá ejercer su influencia sobre el futuro del país mediante la obtención de escaños. La izquierda razonable que encarna François Hollande, republicana, europea, buena gestora y prudente habrá pues de encajar la presencia de este socio incómodo.
Al propio tiempo, todo indica que la candidata de Los Verdes, Eva Joly, obtendrá en la primera vuelta de las presidenciales un resultado extremadamente mediocre, de un 2% o un 3%, muy alejado de sus resultados en otras elecciones recientes, del orden de un 12% o un 15%. Las inquietudes que ella representa ya no se asocian en este momento a la izquierda clásica, más marcada por los valores de la sociedad industrial que por las que encarnan y difunden Los Verdes. El Partido Comunista, en concreto, protagonista principal de la campaña de Jean-Luc Mélenchon, deposita toda su confianza en el crecimiento, en el desarrollo de las fuerzas productivas, en la ciencia; se muestra, por ejemplo, muy favorable a la energía nuclear, contrariamente a Los Verdes.
Ahora bien, deben recordarse aquí los acuerdos electorales firmados hace meses entre el PS y Los Verdes, que garantizan a estos últimos una representación importante en la Cámara de Diputados: no es difícil imaginarse las tensiones que podrían suscitarse en beneficio de la izquierda de la izquierda.
La situación delicada de las sensibilidades ecologistas y del partido que mejor las representa no hace más que añadir un factor de dificultad al terreno de la izquierda, sobre todo teniendo en cuenta la escasa atención prestada por la campaña de François Hollande a las inquietudes culturales y sociales que suelen enarbolar las corrientes reformistas que parecen haber desaparecido o haber sido reducidas al silencio. Muy poco se ha dicho, por ejemplo, a propósito de la diversidad o el multiculturalismo, no se ha explicitado una concepción de la nación francesa ni de Europa, no se ha aludido más que de manera superficial y sin correr riesgos a los desafíos relativos al islam o a la laicidad. Y se comprende fácilmente por qué: en los temas y cuestiones en que la derecha y la extrema derecha pronunciaban discursos incendiarios, Francois Hollande ha mantenido una actitud de gran prudencia sin abordar apenas los temas que dividen a su propio electorado tanto como a todo el país. Cabe figurarse que estos temas, escasamente presentes en el Parlamento, encontrarán en otro sitio su lugar e interpelarán de otro modo a los responsables políticos.
Todo ello, si se quiere, dibuja un panorama poco favorable al entusiasmo y recuerda que la crisis económica y financiera dificulta la proyección hacia el futuro con confianza. Los franceses, en consecuencia, se aprestan a hacer frente a una combinación política de gestión rigurosa y de mayores tensiones de todo tipo que no dejarán mucho espacio al planteamiento de debates susceptibles de concebir grandes esperanzas para el futuro.»
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