Han concluido, con el siglo y el milenio, dos teorías
reductivistas de la economía y la sociedad. El llamado 'socialismo real', que
no era ni socialismo ni real, sino la fachada totalitaria y dogmática de una
economía sin libertad ni eficiencia, murió al caer el muro de Berlín en 1989.
En su lugar, otro dogma, el de la libertad irrestricta del mercado, fue puesto
en práctica por los gobiernos de Ronald Reagan en los EE UU y Margaret Thatcher
en la Gran Bretaña. Supuestamente abandonadas a la mano divina del mercado, las
fuerzas económicas, concentradas en la cúspide, poco a poco (trickle down)
irían goteando sus beneficios hacia las mayorías. Tampoco sucedió así. La
concentración en la cima se quedó en la cima y, como oportunamente -como
siempre- lo indicó John Kenneth Galbraith, la ausencia del Estado se convertía
en una brutal presencia del Estado apenas se trataba de aumentar los gastos
militares o salvar a bancos defraudadores o quebrados. Al cabo, la derecha
poscomunista aumentó las distancias entre ricos y pobres, desprotegió a éstos,
concentró la riqueza y consagró la filosofía neodarwinista expresada por
Reagan: el que es pobre es porque es holgazán.
La gobernanza de los movimientos de centro-izquierda en
países europeos durante la década final del siglo XX representa, ciertamente,
una reacción contra ambos dogmatismos. Pero trátese de Tony Blair en
Inglaterra, Lionel Jospin en Francia, Gerhard Schröder en Alemania, Massimo
d'Alema en Italia, el socialismo escandinavo o el modelo polder (bienestar y
empleo) holandés, todos han vivido una realidad inescapable que es la de la
globalización económica y -a diferencia de la derecha thatcheriana y
reaganista- deploran, no el hecho de la globalización, sino el hecho de una
globalización sin ley, abandonada a su capricho especulativo y superior a toda
normatividad nacional o internacional. Si algo une a la nueva izquierda europea es su decisión de sujetar la globalización a la ley y la política. El 'darwinismo global' sólo genera inestabilidad, crisis financiera y desigualdades crecientes. La misión de la nueva izquierda es controlar la globalización y regular democráticamente los conflictos que de ella se derivan. Ello no significa que la izquierda tema a la globalización. Al contrario, ve en los procesos de mundialización un nuevo territorio histórico en el cual actuar.
La globalización le permite a la izquierda llamar la atención sobre la distancia creciente entre espacio económico y control político. Existe, en otras palabras, una economía veloz y una adaptación política lenta. En estas circunstancias, el control democrático se vuelve difícil, pero ello mismo obliga a la izquierda a combatir las distorsiones del mercado en la distribución de recursos, a equilibrar el mercado con medidas de solidaridad social, defensa del medio ambiente, creación de bienes públicos y prioridad a la política como instrumento de decisión racional. Ésta ha sido la virtud de las manifestaciones de Seattle, Praga y Génova.
La globalización da enorme influencia a los agentes no políticos y despoja de poder a los poderes electos a favor de los no electos. El peligro no es ya el 'ogro filantrópico', el Estado devorador criticado por Octavio Paz, sino el 'ogro desatado', el Mercado sacralizado cuando, en palabras de Milos Forman, 'salimos del zoológico y entramos a la selva'. Que el mercado y la política se apoyen mutuamente. Tal es el desiderátum de la nueva izquierda. 'Vivimos en una economía de mercado, pero no en una sociedad de mercado'. Esta consigna de Jospin es central a la filosofía de la nueva izquierda. Pero precisamente porque han surgido nuevas desigualdades al lado de las antiguas, la izquierda reafirma el valor de la igualdad y, lejos de temerle a la globalización, ha de ver en ella un nuevo territorio histórico en el cual actuar. Norberto Bobbio no ha dejado de insistir en la centralidad del tema igualitario para definir las políticas de izquierda como valores iguales y oportunidades iguales para cada individuo. La globalización, lejos de arrumbar el concepto de la igualdad, lo debe revalorizar en un horizonte ampliado, sin dogmas deterministas, pero con políticas tan concretas como puedan serlo, en primerísimo lugar, la oportunidad educativa en todas sus dimensiones modernas: educación básica, superior y, desde ahora, vitalicia.
Quienes se oponen a la innovación, conducen a los obreros al fracaso. La nueva izquierda no puede ser un neo-luddismo sino una política de oportunidades crecientes para el trabajo mediante arreglos contractuales que tomen en cuenta no sólo la flexibilidad de las empresas, sino la de los trabajadores. Han muerto el fordismo capitalista y el estajanovismo soviético. Más que políticas de pleno empleo, la izquierda debe definirse a favor del empleo satisfactorio que puede conducir a un creciente empleo con más trabajos temporales, de duración limitada y movilidad mayor, lo cual, para regresar a la base misma del proyecto, implica contar con sistemas de educación y entrenamiento continuos. El Gobierno francés de Jospin es el que más rápidamente se dio cuenta de que la economía moderna multiplica el destino del trabajo e implica mejor salario con menos horas en más ocupaciones.
Más crecimiento con más igualdad. Ello requiere medidas tan concretas como la modernización de la infraestructura regulatoria de la economía, reformas fiscales, reformas de los mercados financieros, del sector bancario y de las empresas. Ello requiere una constante negociación social para combatir la inflación aumentando los ingresos reales de los trabajadores.
La izquierda puede atestiguar que la globalización no es ni un monstruo ni un valor en sí. No se trata de sujetarla a un juicio de valor, sino de someterla a poderes políticos responsables y elegidos. Gobernada, la globalidad es una oportunidad para todos. Sin gobierno, redunda en la anarquía y desigualdad para todos. Hoy, globalidad e irresponsabilidad fraternizan en exceso. La izquierda deberá insistir en la necesidad de un ordenamiento político internacional que 'regule la expansión y la haga conciliable con los valores de la democracia, de la libertad individual y colectiva, así como la justa distribución de la riqueza' (D'Alema).
El futuro de la izquierda, ha dicho el ex primer ministro italiano, es idéntico a su capacidad de proponer y transformarse.
No hay izquierda que no sepa proyectar el futuro sin sacrificar valores permanentes de igualdad (no igualitarismo o nivelación) junto con valores de libertad para escoger, junto con valores que nos liberen de la necesidad. El capitalismo propone las razones de la economía. Pero la democracia propone los valores del consenso político. En el compromiso entre ambos, la izquierda es el espacio político en el que los más débiles de la sociedad y del mercado pueden combatir y negociar sus conquistas.
El desafío, por supuesto, es muy grande. Otra parte, más radical, de la izquierda argumenta que el capitalismo global ha dejado de buscar consensos y vive en constante contradicción con su propio Estado de derecho y sus propias declaraciones de derechos humanos. No hay derechos del hombre. Hay derechos del mercado.
Esta crítica radical no excluye, al cabo, las metas de primacía política y gobernanza de la globalidad que propone la izquierda reformista. Pensar lo contrario es darle todas las ventajas al statu quo y animar, incluso, el desaliento ante lo supuestamente inevitable. La democracia de izquierda ofrece, en cambio, múltiples pautas para seguir distinguiendo, como nos lo pide Bobbio, a derecha e izquierda, otorgándole a ésta el proyecto de más crecimiento con más igualdad.
No paso por alto, sin embargo, la saludable actitud de mi amiga Rossana Rosanda: es preferible tener más dudas que razonables certezas. Ello, quizás, también es parte de una nueva izquierda que abandona los terribles lastres de los dogmatismos que han conducido, una y otra vez, a su fragmentación, ayuno pro positivo y, al cabo, derrotas. Duele admitir que el caso de la izquierda mexicana es particularmente ilustrativo en este respecto.
Después de las elecciones democráticas del 2 de julio de
2000, que pusieron fin a 71 años de gobierno por un partido único (el PRI o
Partido Revolucionario Institucional), la vida partidista mexicana reveló su
anacrónica insuficiencia. El PRI vivía de su simbiosis con el presidente de la
República. PRI sin presidente es como huevo sin sal: una gallina descabezada
corriendo a tontas y a locas por un corral cercado de nopales. El PRD (Partido
de la Revolución Democrática) representó la oposición de izquierda al PRI,
pero, como éste, da muestras de desfallecimiento interno. Sus consignas contra
el PRI ya no tienen sentido: ambos son partidos de oposición. Pero las
propuestas del PRD se parecen demasiado a las de la vieja izquierda
nacionalista, hambrienta de un macroestado, grande por su tamaño aunque pequeño
por su eficiencia. Renuente a aprovechar las ventajas del mundo moderno e
inclinada a condenarlas en bloque como parte de un complot contra la nación,
exonerante de las dictaduras extranjeras si se dicen de izquierda, la izquierda
mexicana requiere una puesta al día que la conduzca por el camino de la
socialdemocracia. Hay una parte del viejo PRI sin redención: son los llamados
dinosaurios, incapaces de abandonar sus añoradas prácticas del fraude
electoral. Pero hay otra parte de talante socialdemócrata que preserva las
mejores tradiciones de la revolución mexicana, pero las pone al día en un país
abierto al mundo, a la modernidad crítica y a las oportunidades de construir
globalidad y modernidad a partir de la localidad. Es más: esta corriente
renovadora del PRI no concibe al partido como revancha, sino como oportunidad
de ser un verdadero partido político, no simple apéndice tutelado del
presidente de la República.
La centroderecha (el Partido de Acción Nacional del
presidente Vicente Fox) está en el poder. Frente a él, la única oposición viable,
a la postre, es la socialdemocracia de centroizquierda. ¿Es ilusorio hablar de un fortalecimiento de la izquierda en México a la vista de sus debilidades actuales? Recordemos la debilidad del Partido Socialista francés, prácticamente aniquilado por la ineptitud de Guy Mollet y la aventura de Suez, y su vuelta a la vida tras el Congreso de 1971, que eventualmente llevó al poder a François Mitterrand 10 años más tarde.
Evoquemos la postración del Partido Laborista inglés bajo James Callaghan en 1979, la aparente invencibilidad de los conservadores durante el reino de Margaret Thatcher, dispuesta a matar para siempre a la izquierda británica, y su triunfante resurrección con Tony Blair: el Partido Laborista tiene ante sí un horizonte ancho y largo para ejercer el poder.
Pero, sobre todo -lo que más nos interesa a los latinoamericanos-, la transición democrática española ha sido el gran ejemplo del paso de una dictadura mucho más dura que el PRI a un Estado democrático. Cuatro décadas de guerra civil y dictadura franquista impusieron obligaciones a España que sus actores políticos -de Adolfo Suárez a Santiago Carrillo- supieron cumplir con el ánimo de servir al país y a la democracia, no a sus intereses partidistas. El rey Juan Carlos fue el gran mediador de todas las tendencias, el fiel de la balanza. La izquierda posfranquista llegó al poder en 1982, con un político excepcional, Felipe González. Durante 13 años, González y el PSOE enfrentaron y resolvieron el gran problema del posfranquismo: equiparar las estructuras políticas al desarrollo económico y social. Demostraron que la izquierda moderna puede satisfacer las demandas del crecimiento junto con las de la justicia social, allí donde la derecha recalcitrante sólo contempla, sea la restauración de añejos privilegios, sea la exclusión pura y llana de las demandas sociales. Al integrar a España a la Comunidad Económica Europea, el Gobierno de González no perdió soberanía: ganó cooperación. España nos dio la prueba de una izquierda democrática que no satanice ni a la empresa privada ni al Estado, sino que a ambos les dé sus funciones propias y éstas se sostengan sobre el vigor y pluralidad de la sociedad civil, la vida partidista y el ejercicio efectivo y vigilante de los procesos democráticos.
América Latina, donde los estragos del estatismo excesivo por una parte y del mercado salvaje por la otra han demostrado sus respectivas insuficiencias para atender la pavorosa miseria y desigualdad de un continente de 400 millones de seres donde 200 millones se encuentran sumidos en la pobreza, tiene el derecho de confiar en una izquierda democrática pos-soviética que le devuelva poder a la gente en un marco de atención a las prioridades del orden social: salud, educación, techo, trabajo, salarios, infraestructuras, derechos de la mujer, cuidado para la tercera edad, respeto a las minorías sexuales y a la libertad de expresión, protección a las etnias, combate al crimen, seguridad ciudadana. Una izquierda menos ideológica y más temática.
La izquierda añorante de lo que ya no fue no puede ser una izquierda constructiva de lo que debe ser. Pero la izquierda en el poder debe admitir siempre la existencia de otra izquierda fuera del poder: la que resiste al poder, hasta cuando (incluso cuando) es el poder de izquierda. Éste será el desafío para la izquierda del siglo XXI. Aprender a oponerse a sí misma para nunca más caer en los dogmas, falsificaciones y arbitrariedades que la mancillaron durante el siglo XX.
Por ello, nunca están de más las críticas radicales de la izquierda a la izquierda, como las del politólogo brasileño Roberto Mangabeira Unger, cuando advierte que no es misión de la izquierda humanizar lo inevitable, sino evitar lo inhumano.
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