3 ago 2012

El amor a los libros

El amor a los libros
Noche del viernes 3 de agosto 2012...
Un lector no nace se hace. 
Por eso, el amor a la lectura se debe inculcar desde la  niñez y tratar -con perseverancia y dedicación- que se convierta en un habito, pues de ello depende, en buena medida, tener niños con éxito.
El artista tailandés Chakrabhand Posayakrit, autor del mensaje, titulado "Los libros iluminan, el conocimiento encanta", es también el ilustrador del cartel con el que la International Board on Books for Young People (IBBY), con sede en Basilea (Suiza), celebra  ese Día, destinado a estimular el amor por la lectura y a promover el interés por los libros para niños.

Y la fecha, el 2 de abril, no es inocente, ya que un día como ese, pero de 1805, nacía en Odense (Dinamarca) el escritor Hans Christian Andersen, autor de "El patito feo", "La sirenita" y "El traje nuevo del emperador", entre otros muchos cuentos.
Empezar a contar historias a los niños lo antes posible, incluso al nacer, es algo que sugiere también a los padres la American Library Association, con sede en Chicago, que celebra "El día de los niños / El día de los libros" el 30 de abril.
Recomienda además que fijen una hora del día para hacerlo, después de comer o a la hora de dormir, y que lo hagan en un asiento cómodo (un sillón), lejos de cualquier distracción.
La voz es importante, hay que variar el tono y darle expresión, según esta asociación estadounidense de librerías que aconseja que se involucre a los niños en la lectura pidiéndoles que señalen los objetos, que hablen acerca de las ilustraciones o repitan palabras. Otro consejo a los padres es que lean una y otra vez los libros favoritos de sus hijos cuando éstos se lo pidan. 

Muy importante también, según estos expertos, es que prediquen con el ejemplo: que sus hijos les vean leyendo. Eso es lo que la American Library Association recomienda.
En Colorín Colorado, una página estadounidense de internet clasifican por edades las "maneras divertidas y eficaces de leer con los niños, por ejemplo; de cero a tres años, la lectura debe ser una rutina diaria, de por lo menos 15 minutos y antes de ir a la cama. Es aconsejable sostener al niño, sentándole, por ejemplo, en el regazo, dejarle agarrar el libro y que ayude a pasar las páginas. 
Usar el rostro, el cuerpo y la voz para hacer divertida la lectura es igualmente eficaz, así como saber cuándo detenerse si el niño pierde interés o tiene dificultad para prestar atención.
Hablar sobre las ilustraciones y recorrer con el dedo debajo de las palabras al tiempo que se lee es también didáctico.
Para leer con preescolares, el modus operandi evoluciona y se hace aún más interactivo. Un ardid no desdeñable -y si es cierto, mejor- es mencionar al niño cuánto se disfruta leyendo juntos y rodearle de libros, para que siempre pueda tenerlos a mano, así como permitirle escogerlos.
Convertir la lectura en algo especial es fundamental, por ello obsequiarle y premiarle con libros y cuentos grabados es bueno.
Mostrar al niño las partes de un libro y cómo se leen las palabras, indicarle quién lo escribió, hacerle preguntas sobre la historia o permitirle que él también plantee sus cuestiones es otra táctica para implicarle en la lectura, así como leer lo mismo reiteradamente o invitarle a que le "lea" el cuento ya memorizado.
Para los niños que ya han descubierto la magia de que las letras forman palabras, las palabras frases y las frases historias, el método varía, pero la presencia paterna sigue siendo inestimable.
Los padres deben incentivar a sus hijos a leer proponiendo libros que versen sobre temáticas que resulten atractivas, pero también introduciendo diversidad, y pedirles que les lean en voz alta todos los días, o bien turnarse en la lectura de un relato.
En esta etapa es interesante que los padres ayuden a sus hijos a conectar lo que leen en los libros con lo que ocurre en la vida, donde está la verdadera historia.
Todo este rollo es para compartir los textos de Gustavo Martín Garzo, psicólogo de profesión; recibió en 1994 el Premio Nacional de Narrativa por su novela "El lenguaje de las fuentes”. 
Se volvió popular en 1999, tras la obtención del Premio Nadal por "Las historias de Marta y Fernando".
Nacido en 1948 en Valladolid, su formación católica familiar le proporcionó un conocimiento de la simbología religiosa que él ha convertido en material literario.
Se confiesa hombre metódico y sin prisas y asegura no haber sentido nunca la necesidad de abandonar su ciudad porque "cualquier lugar contiene el mundo entero, los mismo conflictos, los mismos anhelos. Basta con saber mirarlos".
Que los disfruten:
Gustavo Martín Garzo: El secreto de los cuentos
Fue publicado en EL PAÍS, 24/12/2007;
Shakespeare decía que el amor es demasiado joven para tener conciencia, y así debe ser la lengua literaria: una lengua arrebatada a los sueños, demasiado joven para saber lo que dice. Todos los cuentos tienen que ver con el amor, que es encantamiento, atención, desvelo… Y, sobre todo, alegría. Hacer posible lo que no lo parece, reestablecer el reino de la posibilidad, eso es lo que entiendo por alegría. Y esa alegría está en todos los grandes cuentos, y es lógico por ello que queramos que los niños los lean. Y lo mejor para lograrlo es predicar con el ejemplo. Es decir, hacer que la lectura y los libros pasen a ser algo tan natural y gozoso para ellos como ver a su madre haciendo un bizcocho. Creo que no hay escena más maravillosa, más misteriosa, para un niño, pues inevitablemente cuando ve a esa persona querida ensimismada en las páginas de un libro no puede dejar de preguntarse qué es lo que hace en realidad y en qué ocupa sus pensamientos. Adentrarnos en los pensamientos secretos de los seres que amamos, eso es lo que nos permiten los cuentos. Y lo maravilloso es poder leerlos, o escucharlos, como si fuera la primera vez que se hace en el mundo, sin saber nada de ellos: ni siquiera la época en que fueron escritos, ni siquiera el idioma, si están traducidos o no. Poder leerlos, como se escucha una historia en la oscuridad, confiando que nos traiga noticias de lo que amamos, que nos consuele de esa oscuridad, que nos ofrezca motivos para seguir viviendo…
Y es curioso que la mayoría de las veces para transmitirnos este amor a la vida los escritores tengan que recurrir a historias desoladoras. Cervantes nos dice que debemos amar los sueños, pero su libro termina con la derrota del caballero que sueña. Y Andersen, ¿qué decir de él? Su gran tema es la tristeza. Es cierto que la tristeza forma parte del hombre, y que por eso, como decía Monterroso, todas las grandes historias son tristes. Pero en Andersen hay un grado más, y su obra se propone como una exploración de ese continente inmenso, tan terrible como dulce, que es la tristeza humana. Y sin embargo pocos autores han sido capaces de escribir historias más conmovedoras y consoladoras que las suyas. Pensemos en La sirenita, por ejemplo. Su gran tema es el amor. El amor como aventura, como entrega, como sacrificio. Su personaje abandona todo cuando tiene y es -su identidad, su vida, su territorio-, para partir en busca de ese otro que ama. En un mundo que hace de la identidad, personal, nacional, lingüística, la cuestión esencial, no puede haber una historia más necesaria que ésta. No creo que exista posibilidad de vivir sin aventurarse más allá de lo que conocemos y lo que creemos ser, y en eso La Sirenita es un personaje ejemplar. Quiere tener además un alma inmortal. ¿Fracasó en su intento? Yo creo que no, porque logra tener una historia por la que siempre será recordada. Y ese mundo de los cuentos es el que elige el alma para aparecer en el mundo.
Me acuerdo de la parábola de las vírgenes prudentes y necias. Las primeras guardaban su aceite esperando la llegada del novio que habría de llevarlas a la boda; las segundas, se entretenían en la noche llevando su lamparita encendida, de forma que cuando llegaba el novio habían gastado su provisión de aceite y no podían seguirle. ¿Con cuál de ellas nos quedamos? Si lo hacemos con las prudentes, nos perdemos el gozo de ese deambular en la noche; si lo hacemos con las necias, nos quedamos sin boda… Creo que las grandes historias son las que aciertan a combinar ambos mundos. El personaje de Peter Pan pertenece al mundo de las vírgenes necias, pero Wendy es una virgencita prudente; y lo mismo pasa con Don Quijote y Sancho. Una vez se me ocurrió decir un poco en broma que el narrador era un perverso con corazón candoroso, pero es lo que creo de verdad.
La razón última por la que contamos a un niño una historia es buscando su felicidad. No creo que haya una razón de más peso para contársela. Hay otras: que les enseñen a ser generosos, a amar la naturaleza y a los animales, a confiar en los que quieren, a no tener miedo. Pero lo esencial es que les haga felices escucharla. Si no, ¿para qué se la contaríamos? Es como cocinar ciertos platos para ellos. Lo hacemos porque necesitan alimentarse, pero ese mundo de bizcochos, tartas de chocolate, natillas y leche frita, pertenece a lo que antes llamé el mundo del alma. Y el alma es la parte menos doctrinal y previsible del hombre, porque ama vivir sin porqués. Borges decía que quien escribe para niños puede quedar contaminado de puerilidad, y es cierto. Pero no lo es menos que el problema no está en los riesgos que se corren sino en cómo se logran salvar. Además, ¿qué es ser pueril? Somos pueriles cuando jugamos con un niño pequeño o cuando paseamos con un perro. Somos pueriles cuando amamos a alguien, cuando nos arreglamos para ir a una fiesta o cuando bailamos, y lo seremos definitivamente cuando nos hagamos ancianos. Don Quijote es pueril, y muchos personajes de Kafka también lo son. Incluso me atrevería a decir que la lectura es un acto pueril, ya que nos instala en el mundo de la irrealidad. En ese caso, ¿por qué habría de ser mala? La puerilidad no se confunde con la niñería. Tenemos vidas reales pero nos enamoramos de vidas irreales.
En cierta forma el anhelo de belleza también es pueril. No nos basta, por ejemplo, con que los libros merezcan la pena, nos gusta también que sean hermosos, que alegren nuestra vista. Y esto lo saben bien los editores de libros. Es importante que el niño los vea como lo que son, objetos semejantes a un cofre maravilloso, una lámpara que oculta un genio o una alfombra voladora… Todos esos objetos, como les pasa a los libros, tienen una doble naturaleza. Son a la vez objetos comunes, que forman parte de nuestra vida cotidiana, una lámpara, una alfombra, un baúl; pero, a la vez, son puertas, lugares de tránsito, que nos comunican con otros mundos. Pero las puertas siempre han sido lugares sagrados. El escritor japonés Haruki Murakami nos cuenta en uno de sus libros que los chinos enterraban en el umbral de las puertas de sus ciudades huesos de antiguos guerreros y sacrificaban perros para que su sangre los vivificara y así pudieran defender mejor sus accesos. Las puertas comunican los distintos mundos, y ésa es la función de la literatura. En cierta forma, todos los grandes libros tienen algo de sagrado. Y ese carácter viene precisamente de su poder para vincular mundos que estaban separados: el mundo de los vivos y el de los muertos, el de los adultos y los niños, el de los hombres y el de los animales, el del hombre y la mujer… Y es el alma, nuestra alma, quien realiza esos viajes. Podríamos decir que los verdaderos cuentos son los que guardan la memoria de esas andanzas del alma. El emperador Adriano dijo que era un huésped caprichoso. Contamos historias para que esa "pequeña alma vagabunda y dulce" siga a nuestro lado en el mundo. O mejor dicho, los cuentos son la prueba de que sigue aquí, con nosotros. Cuando el mundo deja de contarnos cosas es porque nuestro huésped se ha ido…. 
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Las enseñanazas de Sherezade/Gustavo Martín Garzo
Publicado en EL PAÍS, 11/05/2008;
Un mito es una historia que, afectando a toda una comunidad, es juzgada por sus miembros como verdadera. Según esto, frente a las historias inventadas, con las que los hombres entretienen su tiempo y avivan su fantasía, existirían las historias verdaderas, que nos hablarían de lo que íntimamente son.
Por ejemplo, las historias que se refieren al origen de las cosas son míticas. La historia del paraíso lo es para el universo cristiano y judío porque en ella se habla de la causa por la que empezó el exilio del hombre en la tierra. Y, en el mundo griego, la historia de Prometeo o la de Demeter y Proserpina son míticas, ya que en ellas se habla, respectivamente, del descubrimiento del fuego y de los ciclos productivos asociados a las estaciones.
Las historias míticas abarcan un espectro muy amplio y pueden referirse desde a grandes dramas del espíritu humano, como la expulsión o el éxodo, hasta a asuntos menores como la creación del vino o el origen de las flores. El narciso surge de la metamorfosis de un joven y bello pastor que se enamora de su reflejo en el agua; el heliotropo, que siempre mira al sol, es la forma que toma la ninfa Clitia al languidecer de amor; el laurel oculta el cuerpo tembloroso de Dafne; y los lirios son gotas de leche vertidas por la diosa Hera cuando alimentaba al pequeño Hércules.
Las historias verdaderas se oponen a las historias inventadas en que, mientras que aquellas dicen la verdad de lo que somos, éstas no serían sino fórmulas complacientes que nos ayudarían en la tarea de hacer más gratas nuestras horas de soledad.
En nuestro universo cristiano, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una historia verdadera, mientras que el cuento de La Bella Durmiente es una inventada. La primera afecta a toda la comunidad de creyentes; la segunda, pertenece a ese ámbito de la intimidad que es el espacio de la crianza de los niños. Pero no siempre es fácil distinguir unas de otras. Nada diferencia, por ejemplo, la historia de la Anunciación de las historias de Rapónchigo o de Blancanieves. Una muchacha que recibe la llegada de un ángel, y que concibe un niño llamado a ser el rey de los hombres, ¿no es el comienzo de un cuento de hadas?
Pero el niño posee un pensamiento mágico en que realidad y ficción se compenetran y fecundan y no tiene claro los límites que separan los dos mundos. Un niño pequeño cree con naturalidad pasmosa la historia de Noé, pero también la de San Jorge y el Dragón o la de Peter Pan, que es ese malicioso personaje que vive anclado en la infancia; por lo que esa distinción entre lo real y lo ficticio siempre le será extremadamente difícil de llevar a cabo, y sólo la intervención del adulto podrá ayudarle en esa tarea.
Al hombre arcaico le pasaba algo parecido. Pensemos, por ejemplo, en las historias de aparecidos. Nuestros antepasados tenían que enfrentarse al enigma de la muerte y aquellas historias de familiares que regresaban de sus tumbas a intervenir en el mundo de los vivos, lejos de ser un mero entretenimiento, tenían el carácter de historias verdaderas que estaban en la base de la constitución misma de lo real. Walter Benjamin dijo que nuestro mundo es rico en información pero pobre en historias memorables, queriendo advertir, según creo, del empobrecimiento que había supuesto para el mundo del relato la pérdida de su sustrato mítico.
Curiosamente, la falta de referencias a esas historias verdaderas que constituyen la base del mito ha provocado un empobrecimiento tanto de la realidad como de la ficción. De lo que es sin duda un ejemplo ese mundo tan comentado de las leyendas urbanas, que en el mejor de los casos apenas sirven para otra cosa que para hacernos más grata la sobremesa. La ficción entendida como mero entretenimiento, como mundo paralelo que nos permite sortear el aburrimiento y el cansancio de lo real, termina por convertirse en un juego banal que apenas es capaz de provocarnos algún que otro estremecimiento. O dicho de otra forma, las ficciones nos pertenecen; las historias verdaderas no. Aún más, son ellas las que nos dicen lo que somos y lo que cabe esperar de nosotros. Es la misma diferencia que existe entre el mundo del secreto y el del misterio. El mundo del secreto pertenece al ámbito de la ficción, el del misterio al de la verdad. Somos dueños de nuestros secretos, pero es el misterio el que nos posee.
Pero el mito y el misterio han desaparecido de nuestras vidas, y el hombre contemporáneo ha dejado de creer que existan historias verdaderas. ¿Quiere decir esto que su vida se ha hecho más real? Más bien sucede lo contrario. Es la paradoja de los mitos, que a su manera son dadores de realidad. En los evangelios se nos dice que uno de los discípulos descubre al Jesús resucitado por la forma en que éste parte el pan en la mesa. Los restaurantes actuales entregan cartas de panes a sus clientes, pero es difícil que el pan llegue a tener para ellos la materialidad que tenía para los creyentes que escuchaban aquel relato. Incluso unas simples lentejas nunca serán las mismas para quien, tras crecer bajo el influjo misterioso de la Biblia, haya escuchado la historia de la traición de Jacob a Esaú. Es la paradoja del mundo del mito, y de sus historias verdaderas, que dan a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños.
El planteamiento de una obra como El Decamerón no es, en el fondo, distinto al de estos concursos en que un grupo de hombres y mujeres jóvenes se ven obligados a permanecer aislados frente a las cámaras de televisión. En El Decamerón era la peste la que les hacía huir, y entonces daban en contarse historias con las que trataban de distraerse de sus angustias, pero en las que también se preguntaban por el mundo del deseo, por el significado de la dicha y del dolor, y con las que trataban, en definitiva, de conjurar a la muerte. Lo que no sucede en absoluto en los programas aludidos, en los que asistimos a un cúmulo de despropósitos y tópicos que ratifican el radical descrédito de lo real que padece el mundo actual.
Sherezade visitaba al sultán cada noche y gracias al arte de sus relatos no sólo logró salvarse, sino salvar la vida de cuantas muchachas habrían tenido que sucederle en su lecho. El mundo del relato siempre ha ido unido a la pregunta por el poder de la muerte, y a la necesidad de encontrar una manera de burlarla. Y es cierto que el mundo de la ficción no pertenece exactamente al mundo del mito, pero aspira a reflejar una parte de su verdad. Y así el mito vuelve a nosotros y, al hacerlo, la realidad se abre y nos entrega sus frutos más sabrosos. Bien mirado, ¿no es ésa la aspiración del narrador? Un puente entre la verdad y el mundo real, eso son todas las historias que merecen la pena.
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El sombrero de Chesterton/GUSTAVO MARTÍN GARZO...
Publicado en El País, 30/03/2008;
La escena más memorable de Tristana, la película de Buñuel, tiene lugar cuando enferma la joven y guapísima Catherine Deneuve. Su amante habla con don Lope para pedirle que se haga cargo de ella, y éste, con los ojos llenos de lágrimas, corre hasta su criada y le dice: "Ahora ya no se me escapa, Saturna. Si entra en mi casa ya no volverá a salir". Ese es el arte de Buñuel, que lo más atroz y mezquino pueda transformarse en algo de una irresistible y conmovedora comicidad. Una comicidad que habla de nuestra pobre y precaria condición humana.
Es el humor del tropezón, de ese golpe de viento que arranca al paseante el sombrero y le hace correr tras él. Chesterton dice que el que una escena así sea grotesca o poética depende de cómo la miremos. En realidad todos los hombres son graciosos, sobre todo cuando algo les importa. El amor es gracioso, ya que suele estar sujeto a todo tipo de inconvenientes. "Los inconvenientes, escribió Chesterton, no son más que el aspecto más accidental y menos imaginativo de una situación verdaderamente romántica". La enfermedad de Tristana irrumpe con su cortejo de reproches y negros humores, y provoca la espantada de su amante; pero don Lope verá en ella la ocasión de vivir su sueño romántico de recuperarla, no importa que desfigurada por el peso de la enfermedad y el fracaso. Por eso don Lope resulta cómico, porque no le importa correr detrás de su propio sombrero.
También los personajes de Almodóvar corren tras las cosas que pierden. Su humor nunca surge de una degradación del objeto, sino del acceso inesperado a un lugar de vida dislocada y profunda. Por eso nos conmueven sus personajes, porque siempre hay en ellos algo intacto, incontaminado, ante cuyo encanto es imposible no rendirse. Es un humor que remite al de los grandes cómicos del cine mudo. Basta con ver una película de Buster Keaton o de Charles Chaplin, para darnos cuenta de hasta qué punto la comicidad de muchas de sus escenas surge de situaciones dolorosas. Es una comicidad que habla de la vida y de la muerte. En La quimera del oro nos reímos porque un hombre ve a otro como una gallina y se lo quiere comer, o porque un pobre vagabundo tienen tanta hambre que se come su bota. También en las películas de Almodóvar el humor surge de ver a sus criaturas al borde del abismo. Tiene que ver con nuestra fragilidad y nuestra locura. Almodóvar nos hace cómplices de los que enloquecen a causa del amor. Llegan donde nosotros no nos atrevemos o no queremos llegar, y siempre hay en ellos un resto de inocencia, un candor que nace de la intensidad de su entrega. A su manera, son santos, pues no hacen sino servir al inquieto dios del deseo.
Son varias las cosas que unen el cine de estos dos grandes creadores. Su voluntad transgresora, su crítica al mundo de lo pragmático, el que ambos se sitúen en ese mundo de los límites, donde proliferan las conductas más disparatas. Las obras de Buñuel y Almodóvar son una crítica al mundo burgués, sus rancias costumbres y su hipocresía. Sus películas hablan de esas fuerzas que nos desarman y subyugan, más allá de nuestras razones, y nos sitúan ante ese "ya no saber pensar" del que habló Henry Michaux: "Más que el correcto saber pensar de los metafísicos, lo que verdaderamente está llamado a descubrirnos son los presentimientos, los sueños, los éxtasis y agonías, el ya no saber pensar".
Ése es el territorio preferido de Buñuel, y esto explica su vinculación con el surrealismo, pues el centro de su cine es la pasión. La pasión ciega e incontenible, que transforma a los hombres en meros juguetes al arbitrio de su fuerza.
El surrealismo se asoma a ese mundo de las pulsiones elementales y los sueños, de ese ciego instinto que agita y hace girar el mundo. Sin embargo, uno no puede dejar de sentir ante muchas de las obras de esta corriente cierta arbitrariedad, la sensación de estar ante un juego poco comprometido, marcado por un esteticismo sombrío que casi nunca resulta tan perturbador como él mismo dice ser. Buñuel siempre lo es, incluso en sus películas menores. En todas ellas nos asomamos a ese fondo oscuro e instintivo que, como la Voluntad de Schopenhauer, mueve el mundo y dirige nuestras vidas, y frente al cual las tímidas representaciones de los hombres apenas son otra cosa que leves figuras de papel.
Y el centro del cine de Almodóvar es esa idea paradójica de Kafka de que hemos sido expulsados del paraíso pero a la vez permanecemos eternamente en él. Por eso en sus películas late siempre la nostalgia de una bondad natural, incompatible con el mundo de hoy, y sus mujeres cuidan jardines que crecen en las azoteas, tienen pequeñas granjas en sus apartamentos, o son sensibles al sufrimiento de los animales, como pasa en Átame, donde Victoria Abril se detiene para ocuparse de una mula que cojea. Pero, sobre todo, es el sexo, el que guarda en su cine esa memoria de lo bueno, porque el sexo en Almodóvar, al contrario de lo que pasa con Buñuel, es un espacio de inocencia. Y es en esta consideración del sexo, y en la presencia salvadora de las mujeres, donde el cine de Buñuel y de Almodóvar resultan más irreconciliables.
Para Buñuel, las mujeres sólo son el oscuro objeto del deseo masculino. Los hombres las persiguen y enloquecen por ellas, pero apenas les conceden otra existencia más allá de la que les presta su propia pasión. El cine de Buñuel carece de grandes personajes femeninos, y sólo en Tristana llegará a crear uno lo suficientemente autónomo. Con Almodóvar sucede lo contrario. Por eso su cine encanta a las mujeres, mientras que el de Buñuel no suele gustarles en exceso, con toda la razón.
Las mujeres de Almodóvar son máquinas de vida. Nadie sufre más que ellas, ni comete más errores, pero recuerdan a esos juguetes de los niños que, por más que se les empuja, siempre quedan en pie. Lo que no quiere decir que su cine sea optimista o complaciente, ya que hasta sus comedias más divertidas guardan un fondo de desolación. Pero ni siquiera entonces deja de hablar de la vida que, a pesar de todo, sigue habiendo en la oscuridad. Tal vez porque sus personajes nunca dejan de tener, como pedía Chesterton, la maravillosa cualidad de transformar los inconvenientes en escenas románticas.
Tanto Buñuel como Almodóvar hablan, en suma, de lo extraña que es la vida y de cómo apenas somos otra cosa que frágiles cascarones traídos y llevados por nuestros deseos. Ambos piensan que no ha cesado el tiempo del diluvio, y que, como Noé, no renunciamos al sueño de construir un arca para escapar. Pero hay una diferencia esencial entre ellos. Para Buñuel esa arca nunca llegará a flotar. Su humor oscuro y fatal nace del disparate de su construcción en el desierto y del inevitable fracaso que acompañará a los que se refugien en ella. Su cine nos dice que no hay salvación posible. El cine de Almodóvar nace del milagro de que el arca soñada se mantenga a flote. Habla de su deriva en la noche, y de la vida que inevitablemente tiene lugar en ella. Almodóvar piensa que no es fácil pasarse cuarenta días y cuarenta noches en un espacio tan exiguo sin que pase nada, sobre todo si el sexo anda por medio. Nadie sabe como él que, donde hay parejas y semillas, hay promesas de amor, infidelidades, mentiras, torrentes de lágrimas, hermosas canciones, y alguien como Polvazo, el violador de Kika, que siempre se las arregla para llegar con su ramita de olivo de un lugar sin culpa.

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