Milenio, 2012-11-27 •
Dijo el presidente Calderón hace apenas unos días, con cierto ánimo fatalista: “A uno le toca vivir el momento que le toca vivir por alguna razón, que Dios sabe por qué pone a determinadas personas frente a determinadas circunstancias”. No quiere decir esto, aunque parezca, que el presidente de la República mexicana le quiere echar la culpa de sus acciones a Dios; pero se acerca. Es ciertamente un reconocimiento de que a él como jefe del Ejecutivo federal le tocó vivir en circunstancias muy difíciles, pero es también una suposición de que él llegó a la Presidencia porque allí lo puso Dios. Y en estas pocas palabras se puede resumir de alguna manera lo que ha sido la actitud de Calderón y presumir respecto a lo que pensó debía ser su papel en este sexenio: entender por qué “Dios” (ni más ni menos) lo puso en ese lugar y en esas circunstancias. Lo cual puede asumirse como una carga, pero también como una misión.
Lejos está dicho pensamiento del que un presidente laico, supongo, debería tener. Es decir, un presidente laico debería asumir que él llegó a esa enorme responsabilidad gracias al voto de los ciudadanos y que él se metió a ese lugar, después de muchos esfuerzos, sabiendo en qué se metía. En otras palabras, quizás Calderón no podía adivinar que le tocaría lidiar con una enorme crisis económica, pero sí podía prever que la situación en el país de todas maneras no era buena. Y ciertamente tenía que haber sabido de la enorme tarea y posibilidades en materia de seguridad cuando decidió “limpiar” el país de narcotraficantes, empezando, curiosa y paradójicamente, por Michoacán.
El problema con el argumento de que al final es Dios quien pone y quita a los gobernantes, es que inhabilita la acción de los ciudadanos. Dice el llamado Nuevo Testamento que el apóstol Pablo habría señalado en su epístola a los romanos (Romanos 13) lo siguiente: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten acarrean condenación para sí mismos.” Lo cuestionable aquí es que bajo ese argumento se puede justificar cualquier tiranía. Así, Dios habría puesto a Hitler, Stalin y a Pinochet, entre otros.
Y el mensaje es que los buenos cristianos tendrían que someterse a dichas autoridades “porque no hay autoridad sino de parte de Dios” y el que resiste se va al infierno. Lo cierto es que otros pensadores cristianos, como Santo Tomás, han elaborado tesis más sofisticadas respecto al derecho a la rebelión y el propio Ratzinger, cuando le preguntaron si el Espíritu Santo era el que elegía a los papas tuvo que decir que no siempre, porque tenía en mente a los muchos papas corruptos y viciosos de la Edad Media. O sea, que uno no debería responsabilizar a Dios por las cosas que hicimos, por el lugar al que nos metimos, o por a quien decidimos mantener, soportar o por el contrario a quien decidimos criticar o resistir. Dios no tiene nada que ver con nuestros errores. Como lo dijo el propio Benito XVI en sus palabras en el Angelus del 19 de noviembre: “Cada uno es responsable de sus comportamientos y solo según estos seremos juzgados”. Si el pontífice lo decía en alusión al juicio final, cualquiera de nosotros lo puede decir respecto al juicio de los ciudadanos o de la historia.
Esta es la última semana del gobierno de Felipe Calderón. Me queda claro que, si bien algunos piensan que éste fue uno de los gobiernos más comprometidos en la lucha por la seguridad y contra el crimen organizado, otros lo consideran uno de los mayores fracasos en la historia reciente del país. Las cifras sirven para lo mismo: mientras que algunos muestran las decenas de miles de muertos como la mejor prueba de que algo se tenía que hacer porque el sistema estaba corrupto hasta la médula, otros las señalan como el mejor indicador del desastre humanitario y el descontrol generado por la falta de una estrategia sensata para enfrentar ese monstruo de mil cabezas. Lo cierto es que ya hubo en julio pasado una primera evaluación: en ella el panismo resultó derrotado y en ese sentido también el presidente Calderón salió reprobado.
Haber permitido el regreso del PRI a Los Pinos puede ser muestra del espíritu democrático con el que se gobernó, pero también de una incapacidad para hacer una gestión política en función del verdadero interés público.
Es, sin embargo, quizás demasiado pronto para una evaluación sosegada y habrá que hacerla en las distintas áreas de su gestión gubernamental. Me queda claro, por ejemplo, que su política en materia religiosa fue ambigua y en ocasiones contradictoria, en buena medida por los funcionarios que estuvieron en Gobernación a lo largo del sexenio, desde los ultracatólicos hasta los liberales, más recientemente, quienes resultaron más eficaces que los anteriores. Pero también por la propia dificultad para hacer compatible un gobierno moderno con las reivindicaciones inadmisibles de una jerarquía católica todavía acostumbrada a los privilegios y por lo tanto a la inequidad. Queda pendiente, en todo caso, el juicio de la historia (la de los humanos), en la que Dios no tiene nada que ver.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario