La
estirpe de Barrabás/P edro J. Ramírez, director de El Mundo.
El
Mundo |13 de enero de 2013
Desde
que existe la exégesis del Nuevo Testamento el perdón de Barrabás es motivo de
intenso debate entre los especialistas. ¿De qué delito estaba acusado el hombre
cuya salvación selló la sentencia de muerte de Jesús? Como si se tratara de
cuatro periódicos describiendo asuntos que les conciernen, cada Evangelio da
una versión diferente de los mismos hechos.
San
Marcos (XV, 7) dice que Barrabás «estaba encarcelado con aquellos sediciosos
que en el motín habían cometido un asesinato». Esto se ha interpretado como que
era un revolucionario de la secta de los zelotes que luchaban contra Roma por
la independencia de Judea. Podía ser un ideólogo o un activista. Sus manos no
estaban manchadas de sangre, pero las de sus compañeros sí.
San
Lucas (XXIII, 19) sí que le atribuye en cambio una actividad criminal: «Había
sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato». Es decir
que además de haber instado a la sublevación, habría practicado personalmente
el terrorismo.
San
Juan (XVIII, 40) da sin embargo un giro copernicano: «Barrabás era un
salteador». Es la versión que asumió Hollywood para presentarle como el jefe de
una banda de ladrones de caravanas -interpretado por Anthony Quinn- cuya vida
quedaría marcada por la muerte de Cristo.
San
Mateo (XXVII, 16) abre aún más el abanico, poniendo el acento en su notoriedad:
«Tenían a la sazón un preso famoso llamado Barrabás». Era algo así como una
celebrity entre rejas, aunque no se nos dice a qué debía esa fama.
¿Cómo
conciliar estas cuatro versiones que tienen el denominador común de que los
sumos sacerdotes maniobraron en favor del acusado hasta conseguir su libertad
sin cargos? El original teólogo argentino Ariel Álvarez Valdés intentó hacerlo,
buscando concienzudamente pistas culturales o lingüísticas. Después de
múltiples investigaciones, llegó a la asombrosa conclusión de que Barrabás era
un auriga (por eso era famoso), que competía en las carreras de cuadrigas que
se celebraban en Jerusalén durante la Pascua (en griego se usa la palabra stasi
tanto para hablar de un motín como de un evento deportivo). El asesinato se
habría producido cuando unos espectadores revoltosos empujaron a otro bajo las
ruedas del carro de Barrabás, quien habría sido encarcelado por su implicación
en los hechos hasta que con su habilidad y carisma logró robar la voluntad de
la plebe (de ahí lo de «ladrón» en el sentido de la canción de Julio Iglesias:
«Es un truhan, es un ladrón…») y obtener la libertad a costa de la de
Jesucristo.
Esta
obsesión de Álvarez Valdés por solucionar enigmas bíblicos mediante
explicaciones racionales no podía terminar bien y en 2009 renunció al
sacerdocio después de que el Vaticano le prohibiera cuestionar en sus clases la
virginidad de María durante el parto, la existencia del Diluvio o las propias
apariciones marianas. Con la ventaja de no correr ese riesgo de ser suspendido
en un magisterio que no ejerzo, creo tener una solución al misterio que tantos
quebraderos de cabeza ocasionó al teólogo argentino, mucho más sencilla que la
del auriga: Barrabás era un político español.
Lo
bueno de mi tesis es que sirve igual si estaba condenado por asesinato como
Elorriaga y el general Galindo, por secuestro como Barrionuevo y Vera, por
malversación como Munar, Nadal, Hormaechea o Matas o por financiación ilegal
como los de los casos Filesa, Treball o Pallerols. Sirve igual si estaba
imputado como Blanco, Blasco, Baltar, Fabra, Dany Fernández, el alcalde de
Sabadell, los de los ERE, los de Brugal o los del Palau. Sirve igual si sobre
él pesaban sospechas tan fundadas como las que pesan sobre las familias Chaves,
Gil o Pujol. Barrabás era un político español porque estaba claro que, pasara
lo que pasara, hubiera hecho lo que hubiera hecho, iba a irse de rositas.
De
hecho, la próxima vez que vea al ministro Gallardón pienso proponerle que en
ese Código Procesal Penal tan chulo que prepara, se ahorre todos los líos que
suponen regular los aforamientos, el cómputo de la prescripción, los requisitos
para las sentencias de conformidad, los atenuantes por amenazas de revelar
delitos o los trámites para las concesiones de indultos y subsuma todas esas
vías de escape en una única Disposición Adicional que sirva de ómnibus para
todos los supuestos. Le ofrezco incluso su escueta redacción: «Las causas por
corrupción abiertas contra políticos españoles se dirimirán en todo caso
durante la Semana Santa en el transcurso de la representación de la Pasión que
tenga lugar en el partido judicial más cercano al lugar de la instrucción. En
el momento teatral oportuno comparecerá el acusado y, en su presencia, el
vecino que interprete el papel de Poncio Pilatos preguntará a los asistentes:
‘¿Perdonáis a Barrabás?’. A efectos de alcanzar un veredicto sólo se computarán
los votos de los militantes del partido afectado, así como los de los
contratados por la Administración en la que hubiera ocupado un cargo el
acusado. La decisión no será recurrible en casación».
Soy
consciente de que en el trámite parlamentario, quizá en el último momento en el
Senado, se presentarán enmiendas destinadas a extender este régimen especial a
otros colectivos y, como más vale ponerse una vez colorado que ciento amarillo,
anticipo que estaría dispuesto a admitir que se aplicara también a estos cuatro
tipos de individuos: 1) Amigos del Rey cuyos nombres y apellidos empiecen por
la letra A. 2) Familiares del Rey cuyos apellidos empiecen por la letra U. 3)
Padres, madres, esposas e hijos de dirigentes nacionalistas catalanes con
cuentas en Suiza. 4) Banqueros de postín y directivos de cajas de ahorros,
siempre y cuando hayan sido nombrados o respaldados por la Comunidad Autónoma
correspondiente.
Todos
ellos se beneficiarían así, fuera cual fuera el estado de sus respectivos
procesos, de una absolución automática que se escenificaría ritualmente una vez
al año en los cuatro puntos cardinales de España, reforzando el atractivo
turístico de nuestra tradicional Semana Santa. La ceremonia no se apartaría ni
un ápice del espíritu cristiano que en definitiva conmemora el sacrificio de la
verdad, la inocencia y la justicia, encarnadas por el Salvador, en el Gólgota
de la corrupción humana. Este mecanismo tendría además la ventaja de resolver
el overbooking de políticos incursos en procedimientos penales: si tenemos 300
imputados y, en vez de nuevos juzgados se promueven más representaciones de la
Pasión hasta llegar al centenar, en tres años nos pondríamos al día.
A
cambio de la creación de esta nueva jurisdicción especial, sólo plantearía dos
cláusulas de estilo que, una vez cercenada la otra, permitieran al menos
preservar una cierta apariencia de justicia poética. En primer lugar, los que
vayan a verse beneficiados deberán concurrir acompañados siempre del secretario
general o presidente de su partido; y al público, con voz pero sin voto, se le
permitirá introducir en el recinto huevos podridos, mondas de naranja, tomates
maduros o cualquier otro proyectil fláccido y fungible. Sólo en el caso de que
tras lanzar los susodichos objetos inocuos alguien tratara de recurrir a otros
más consistentes o de asaltar el escenario, el centurión romano de servicio
procedería a ordenar a sus legionarios la correspondiente carga y desalojo.
En
segundo lugar, y esto puede parecer muy delicado, en el momento en que entrara
en vigor la nueva ley, la clase política en su conjunto dejaría de ser
denominada mediante eufemismos cursis o neumáticos -la «casta», la «clase
extractiva»…- y pasaría a ser oficialmente identificada como la estirpe de
Barrabás, con el mismo ánimo peyorativo con que algunos antisemistas
detestables emplearon la expresión contra el pueblo judío, sólo que en este
caso con plena justificación y fundamento. Ya que hay uno o varios colectivos
que en la práctica están inexorablemente por encima de la ley, hagámoslo normal
en la calle -consumando así el viaje de regreso de aquellas ilusiones alentadas
hace 37 años- y regulemos el ejercicio del derecho al pataleo que es el único
que le queda ya a la ciudadanía. El Duran Lleida ese no dimitirá, pero anda que
lo vamos a poner como a un ceomo…
Comprendo
que llegados a este punto argumental se levanten unas cuantas manos -la primera
la de Mariano Rajoy- alegando que la mayoría de los políticos son personas
honradas, responsables y dignas de respeto que dedican sus vidas al servicio
público con gran empeño y escasa remuneración. Yo también conozco a muchos de
esos y desde luego tranquiliza saber que sobre ninguno de los últimos tres
jefes del Gobierno de España pesa sospecha de corrupción alguna. Pero no
estamos hablando de los individuos sino del grupo: de uno en uno pueden
resultar no sólo intachables sino hasta interesantes y divertidos pero, cuando
actúan en manada, por donde pasan no crece la hierba.
Desde
que fundamos este periódico hace ya casi un cuarto de siglo no hemos dejado de
repetir que los problemas de nuestra democracia proceden de unas deficientes
reglas del juego y exigen reformas regeneradoras. Pocos fenómenos desmoralizan
tanto a la opinión pública como la sistemática impunidad de esa minoría de
políticos corruptos que, como demuestra inapelablemente la casuística, obtienen
un trato privilegiado de los tribunales y resultan siempre protegidos por los
suyos.
Lo
bueno de los ejemplos bíblicos es que emiten ese halo mágico que tiene la
reiteración de lo inexorable. Tantas veces como Abraham levante el cuchillo
sobre el torso desnudo de Isaac, otras tantas detendrá su brazo el ángel. Por
eso he invocado el precedente de Barrabás y pido disculpas si algún lector
piensa que trivializo lo sagrado. Si hubiera que ceñirse al repertorio de
instrumentos legales ahora mismo en fase de estudio, además por supuesto de
exigir al PP que cumpla su programa y devuelva a los jueces la potestad de
nombrar a sus representantes en el CGPJ, yo les pediría a Luis de Guindos y al
joven Legaz que, antes que a los arquitectos o las farmacéuticas, incluyan a
los políticos en su atractivo proyecto de Liberalización de los Servicios
Profesionales. Porque no hay en España una closed shop más hermética que la que
se han montado sus congéneres, empezando por las listas cerradas y bloqueadas,
siguiendo por la clamorosa ausencia de democracia interna en los partidos y
terminando por un sistema de financiación pública que permite incluso devolver
con cargo al erario lo robado impunemente.
El
Rey dijo dos grandes verdades durante el simulacro de entrevista que le hizo
TVE con motivo de su 75 cumpleaños: que «nos falta la vertebración del Estado»
y que «queda mucho camino por recorrer» hasta obtener «la igualdad entre los
españoles». Siendo la igualdad un concepto discutido y discutible, que diría el
otro, nadie pone en duda que el primer ámbito en el que tiene que regir es en
el de la Justicia y que, como el propio Don Juan Carlos planteó oportunamente
en la Nochebuena de 2011, en una sociedad abierta no hay mejor maestra que la
«ejemplaridad». Así que ya dirá Vuess-tra… Majess-tadd por cuál barrabasada
empezamos.
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