El
burka y nuestra civilización/Raúl C. Cancio Fernández es doctor en Derecho y letrado del Tribunal Supremo (Sala de lo Contencioso-Administrativo).
El
País |10 de abril de 2013;
Una
de las grandes paradojas surgidas en torno al debate acerca de la prohibición
del uso del burka en las sociedades occidentales es el empleo, por parte de los
que defienden su interdicción, de argumentos concurrentes que, sin embargo,
resultan contradictorios. Y es que resulta incongruente el aplauso a las
medidas legislativas proscriptivas del uso del hiyab como código de vestimenta
de las mujeres, en su expresión más cercenadora, – Ley 2010-1192 de 11 de
octubre de 2010 que prohíbe la ocultación del rostro en espacios públicos
francesa o la Ley 2011-1778 de 1 de junio de 2011 que prohíbe el uso de
cualquier vestimenta que oculte totalmente el rostro belga- con la sistemática
elusión de las consecuencias jurídicas que aquellas disposiciones generan, al
sostenerse esos postulados restrictivos sobre argumentos y afirmaciones de imposible
refutación por ajurídicos, cuando se vincula burka y delito, nicab y coacción o
chador y amenaza, se contemplen o no esos presuntos tipos penales en el corpus
legislativo vigente.
Todo
esto viene a cuento de la reciente y muy esclarecedora sentencia dictada por la
Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo el pasado 14 de
febrero que si bien, y como enfatiza reiteradamente en diversos pasajes a lo
largo de sus fundamentos jurídicos, no tiene en modo alguno el sentido de
respuesta a si en España y en el marco de nuestra Constitución cabe o no una
prohibición del uso del velo integral en los espacios públicos al estilo de las
leyes francesa o belga aludidas más arriba, da respuesta a la impugnación de
una concreta ordenanza municipal. En particular, responde a la cuestión
litigiosa consistente en determinar si una corporación municipal tiene entre
sus competencias la regulación de aspectos accesorios de los derechos
fundamentales y lo cierto es que pone sobre la mesa reflexiones de extraordinario
calado que, a diferencia de los parlamentos retóricos y, por ende,
inaprensibles jurídicamente, ofrecen una perspectiva realista de la cuestión.
En
este sentido, la sentencia incorpora al debate una premisa insoslayable que,
sin embargo, es reiterada y tenazmente eludida por quienes sostienen la
incompatibilidad del velo integral con la naturaleza eminente pública de
nuestra civilización, obviando, olvidando o ignorando que nuestro sistema de
convivencia, “nuestra civilización” como orgullosamente ponderan, se rige de
acuerdo a una serie de parámetros legales de ineluctable observancia. Como
decíamos, la sentencia parte de una proposición nodal, a saber: “el uso de velo
integral constituye una manifestación de ejercicio de libertad religiosa,
regulada en el art. 16.1 CE y en la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio,
respecto a cuyo contenido, ejercicio y límites ha de estarse a lo dispuesto en
los arts. 81 y 53 CE”.
En
otras palabras, cabe conjeturar con las motivaciones que llevan a estas mujeres
a ataviarse con esa prenda, pudiendo sostenerse al respecto que es el resultado
de la estricta y retrógrada educación que han recibido, de la nociva influencia
de valores fundamentalistas de su entorno, o finalmente, de la presión
coactiva, amenazante y machista de sus esposos y familiares…, pero la carga de
la prueba de esa presunta esclavitud moral debe recaer en los que pretenden
imponer negativamente una manera de vestir. Si la mujer –adulta, claro está- no
expresa su rechazo al rigurosísimo código de vestimenta hiyab, la presunción
legal debida en “nuestra civilización” no puede ser otra que colegir que lo
porta en cumplimiento de las admoniciones del Profeta en el libre ejercicio de
su libertad religiosa, disponiendo la mujer, como dice la sentencia de 14 de febrero,
de “medidas adecuadas por optar en los términos que quiera por la vestimenta
que considere adecuada a su propia cultura, religión y visión de la vida, y
para reaccionar contra imposiciones de las que, en su caso, pretenda hacérsele
víctima, obteniendo la protección del poder público, no consideramos adecuado
que, para justificar la prohibición que nos ocupa, pueda partirse del
presupuesto, explícito o implícito, de que la mujer, al vestir en nuestros
espacios públicos el velo integral, lo hace, no libremente, sino como
consecuencia de una coacción externa contraria a la igualdad de la mujer, que
es la base subyacente de la argumentación de la sentencia recurrida, que no
podemos compartir”. Resulta difícil añadir algo más a este impecable razonamiento.
“Ninguna
persona de cualquier calidad, condición y estado que sea, pueda usar en ningún
paraje, sitio o arrabal de esta Corte y reales sitios ni en sus paseos o campos
fuera de su cerca el citado traje de capa larga y sombrero redondo para el
embozo (…)”. Con este bando pretendió Leopoldo di Gregorio en el año 1766
reducir la delincuencia en el Madrid cortesano de Carlos III, al presumir que
detrás de cada embozo, de cada chambergo y de cada montera calada se escondía
un facineroso. Hoy, casi doscientos cincuenta años después, se persevera en
identificar el ocultamiento del rostro en la realización de actividades
cotidianas con una suerte de perturbación de la normal convivencia, con la
velada amenaza a nuestro sofisticado estilo de vida, y de nuevo sobre
presupuestos ayunos de cualquier contraste objetivable, formulados únicamente a
partir de constataciones sociológicas y tributarios de un puro voluntarismo que
se aleja del rigor exigible en una sociedad, por cierto, intensamente
globalizada y multicultural en la que las inquietudes de los españoles no pasan
por la experiencia de coincidir en la panadería del barrio con un burka, sino
en la lacerante confirmación de que vivimos en una sociedad profundamente
desmoralizada donde los verdaderos maleantes actúan a cara descubierta.
La
sentencia de 14 de febrero del Tribunal Supremo es escrupulosamente deferente
con el resto de poderes constitucionales, conformándose con delimitar el ámbito
competencial de los ayuntamientos y subrayando asimismo la necesaria observancia
del principio de reserva legal que en materia de limitación de derechos
fundamentales rige en nuestro ordenamiento jurídico. Es de esperar que el poder
legislativo, si alguna vez tuviere a bien regular el uso del velo integral o de
cualesquiera otras prendas similares en nuestro país, sea igualmente respetuoso
con nuestro acervo constitucional y lo haga poniendo en valor principios
estructurales de nuestro paradigma jurídico, como son la seguridad jurídica, la
presunción de inocencia, la libertad ideológica, religiosa y de culto o el
principio de legalidad, todos ellos activos verdaderamente identificadores de
“nuestra civilización”, mucho más que el bizarro afán de algunos por
protegernos de las que consideran diferentes por ocultar su rostro.
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