Las
funciones de la religión/Juan José García Norro, profesor de la facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
La
Vanguardia, 5 de mayo de 2013
¿Para
qué sirve la religión? Las genuinas preguntas filosóficas son sencillas de
formular. Tampoco resulta difícil darles una respuesta. Otra cosa –la
verdaderamente dificultosa, sólo al alcance de los auténticos genios– es
fundamentar la solución. Esto se cumple perfectamente en la cuestión de si
necesitamos la religión o de qué aporta a la existencia humana la fe en lo
sobrenatural.
Numerosos
pensadores, coincidentes en la radical falsedad e irracionalidad de las
creencias y prácticas religiosas, reconocen, sin embargo, funciones a la
religión. Todos ellos practican la filosofía
de la sospecha, se apuntan al
método genealógico consistente en admitir que las cosas no son lo que parecen y
que, por consiguiente, hay que desenmascararlas, arrancarles su disfraz,
mostrar a la luz su verdadero rostro. Son partidarios acérrimos del principio
reduccionista que sentencia que tal o cual cosa no es más que… De este modo se
han propuesto distintas funciones desempeñadas por las religiones para, a
continuación, equiparar su esencia con esta función. Se ha sugerido que la
religión no es sino el fundamento de las normas morales, el yo social
extrínseco interiorizado, las tablas sinaíticas de la ley ancladas en la
personalidad de cada uno. O quizá la religión se identifique con la garantía
del orden social vigente. Tampoco ha faltado quien en la religión ha visto una
ciencia incipiente, un bosquejo de explicaciones de los inquietantes fenómenos
naturales. Auguste Comte, fundador a la par del positivismo y del
totalitarismo, augura la sustitución de la fase religiosa de la humanidad por
su fase científica o positiva, tras el breve interregno de la metafísica. No
faltan planteamientos más audaces. Para Freud, Dios ocupa el puesto del padre
perdido y garantiza un menguado consuelo ante las incertidumbres de la
existencia. Ya había adelantado Feuerbach que la cuna de Dios yace en la tumba
del hombre.
Nadie
niega que estos análisis funcionalistas de lo religioso tienen parte de razón.
La religión cumple estas y otras muchas funciones. Sus utilidades son
múltiples. En una época en que nos hemos acostumbrado a instrumentos multiusos
no puede extrañarnos que algo tan constante en la historia humana cumpla
también finalidades muy distintas. Pero el funcionalismo se aventura más allá
de encontrar usos distintos a instituciones sociales y creencias. Identifica,
sin más, la función descubierta con la esencia del fenómeno. La religión no es
más que… Si la religión no es más que el fundamento del orden moral o social,
si no pasa de ser una deficiente explicación de lo incomprensible, o un
fenómeno de transferencia en una personalidad neurótica y narcisista, entonces
la función que hasta ese momento cumplía se desvanece. Por ejemplo, si no hay
Dios de quien provenga la legitimidad del poder absoluto, este se muestra como
injustificado. La religión sólo sustenta el orden social si es vivida como algo
más que su apoyo. Pero, además, al despojar a la religión de su índole propia,
el método genealógico aboca al agnosticismo o al ateísmo.
Para
los maestros de la sospecha, el ser humano no precisa de la religión, o no la
necesita de modo esencial, de forma que las funciones que históricamente ha
desempeñado pueden delegarse en otras instituciones sociales y creencias. Para
el indiferente, la religión es superflua. Al agnóstico, la finitud del mundo le
basta; no añora otras realidades externas al mundo conocido. Las
insatisfacciones de este universo, los reveses de su existencia, su limitación
y la propensión a la maldad que descubre en su interior, reclaman ciertamente
correcciones, pero son mejoras dentro de la finitud. El agnóstico busca
perfeccionar este mundo, no sustituirlo por otro radicalmente diferente.
Incluso deseará atrasar su muerte, evitar que le sorprenda, pero no anhela
eliminarla. Puede pasarse sin religión y, si en alguna ocasión la fomenta, es
exclusivamente para las masas.
Pero
hay otros seres humanos que viven de un modo totalmente diferente el fenómeno
religioso. Se ahogan en la finitud. Su corazón ansía algo que no es de este
mundo. No aspiran a limitar la imperfección, reducir la maldad o aplazar la
muerte, sino a eliminarlas. Desean lo totalmente otro, que nada de este mundo
puede proporcionar. Ansían entrar en relación con una realidad de la que no
podrán apropiarse, decir en ningún sentido es mía. El deseo de lo absolutamente
otro no viene precedido de una carencia, de la necesidad de restablecer una
unidad perdida. La persona religiosa no aspira a un retorno, sino a lo
inesperado, a lo que no cabe prever. El deseo vehemente de Dios, centro de la
vida de la persona religiosa, es tal que lo deseado no lo calma, sino que lo
ahonda. En esta perspectiva, la religión identificada con el anhelo de la
alteridad absoluta no cumple ninguna función o, mejor, no se identifica con
ellas. Es el latido mismo de la existencia.
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