Este texto fue leído el martes pasado en Nueva York al recibir el PEN / Allen Foundation Literary Service Award y casi medio año después de que anunciara que abandonaba la literatura.
Philip
Milton Roth, es un escritor
estadounidense de origen judío, conocido sobre todo por sus novelas, aunque
también ha escrito cuentos y ensayos. Entre sus obras más conocidas se
encuentran: la colección de cuentos de 1959 Goodbye,
Columbus, la novela El mal de Portnoy (1969), y su «trilogía americana»,
publicada en los años 1990, compuesta por las novelas Pastoral americana
(1997), ganadora del Pulitzer, Me casé con un comunista (1998), y La mancha
humana (2000).
En
2012 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Cuatro meses después
de anunciados los ganadores de este importante galardón español y antes de la
ceremonia de entrega —a la que se excusó de asistir debido a una reciente
operación en la columna —, Roth declaró en octubre a la revista francesa Les Inrockuptibles que dejaba de
escribir y que Némesis sería su "último libro".
© Philip Roth 2013.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El
País, 4 de mayo de 2013
Entre
1972 y 1977 fui a Praga todas las primaveras; pasaba allí una semana o 10 días
en los que me reunía con un grupo de escritores, periodistas, historiadores y
profesores que por aquel entonces vivían perseguidos por el régimen checo, totalitario
y respaldado por la Unión Soviética.
Durante
mi estancia, solía seguirme a todas partes un policía vestido de paisano, había
micrófonos en la habitación de mi hotel y tenía pinchado el teléfono. Pero no
pasó nada más hasta 1977: ese sexto año, cuando salía de un museo al que había
ido a ver una ridícula exposición de realismo socialista soviético, la policía
me detuvo. La intervención me dejó inquieto y al día siguiente decidí hacer
caso de su sugerencia y abandoné el país.
Aunque
me mantuve en contacto por correo —a veces, cartas escritas en clave— con
varios de los escritores disidentes a los que había conocido y de quienes me
había hecho amigo en Praga, no obtuve un visado para regresar a Checoslovaquia
hasta 12 años después, en 1989. El año en el que los comunistas cayeron
derrocados y el gobierno democrático de Vaclav Havel llegó al poder con toda
legitimidad, como el general Washington y su gobierno en 1788, mediante el voto
unánime de la Asamblea Federal y con un respaldo abrumador del pueblo checo.
En
Praga pasé muchas horas con el novelista Ivan Klima y su esposa, Helena, que es
psicoterapeuta. Tanto Ivan como Helena hablaban inglés y, junto con otros
amigos —entre ellos, los novelistas Ludvik Vaculik y Milan Kundera, el poeta
Miroslav Holub, el profesor de literatura Zdenek Strybyrny, la traductora Rita
Budinova-Mylnarova, a la que Havel designó después como primera embajadora en
Estados Unidos, y el escritor Karel Sidon, que después de la Revolución de
Terciopelo se convirtió en gran rabino de Praga y más tarde de la República
Checa—, me educaron de forma exhaustiva sobre la tremenda represión del
gobierno en Checoslovaquia.
Parte
de esa educación consistió en ir con Ivan a los lugares en los que sus colegas,
a quienes, como a él, las autoridades habían desposeído de sus derechos,
desempeñaban los trabajos no cualificados que con toda malicia les había
asignado el omnipresente régimen. Después de expulsarles de la Unión de
Escritores, tenían prohibido publicar, dar clase, viajar, conducir un coche,
ganarse dignamente la vida con su verdadera profesión. Además, sus hijos, los
hijos del sector pensante de la población, no estaban autorizados a estudiar en
centros oficiales.
Algunos
de esos escritores con los que hablé vendían cigarrillos en quioscos
callejeros, otros manejaban una llave inglesa en la planta depuradora de aguas,
otros hacían repartos yendo en bicicleta de una panadería a otra, otros
limpiaban ventanas o agarraban escobas en sus puestos de ayudantes de conserjes
en algún museo desconocido de Praga. Estas personas, como he dicho, eran la
flor y la nata de la intelectualidad nacional.
Así
era aquella vida, así es la vida en un sistema totalitario. Cada día trae una
nueva angustia, un nuevo estremecimiento, un nuevo sentimiento de impotencia y
una nueva reducción de las libertades y la libertad de pensamiento en una
sociedad censurada, atada y amordazada.
Con
los ritos de degradación habituales: el ataque contra la identidad personal que
la arrastra a la deriva, la supresión de la autoridad personal, la eliminación
de la seguridad personal, el deseo de solidez y de ecuanimidad ante una
incertidumbre constante. La imprevisibilidad como norma y la inquietud
permanente como perniciosa consecuencia.
Y
la ira. Los desvaríos obsesivos de un ser maniatado. Los arrebatos de furia
inútil que no hacían daño más que a uno mismo. Y a su cónyuge, y a sus hijos,
que absorbían la tiranía junto con el café matutino. El precio de la ira.
La
maquinaria despiadada y traumática del totalitarismo que sacaba lo peor de
todas las cosas, y todas las cosas que, con el tiempo, acababan siendo más de
lo que uno podía soportar.
Una
anécdota divertida de una época nada divertida, siniestra, y con ella acabo.
La
tarde del día siguiente de mi encuentro con la policía, cuando, en una muestra
de prudencia, me apresuré a salir de Praga y volver a mi país, los agentes
fueron a casa de Ivan a detenerle y, como ya habían hecho otras veces, le
interrogaron durante horas. Salvo que, en esa ocasión, no le acosaron durante
toda la noche para confesara las actividades sediciosas y clandestinas que
llevaban a cabo Helena, él y su cohorte de molestos disidentes y alborotadores
de la paz totalitaria. Esa vez, como novedad que a Ivan le resultó curiosa, le
preguntaron sobre mis visitas anuales a Praga.
Según
me contó Ivan más tarde en una carta, durante el largo interrogatorio nocturno
no les dio más que una respuesta —una sola— a todas sus preguntas de por qué
iba yo a la ciudad cada primavera.
“¿Es
que no leen sus libros?”, replicó Ivan a los policías.
Como
es de imaginar, la cuestión les desconcertó, pero Ivan se apresuró a
aclarársela.
“Viene
por las chicas”.
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