30 jun 2013

Brasil: escuchar a la calle/Manuel Castells


Brasil: escuchar a la calle/Manuel Castells
La Vanguardia, 29 de junio de 2013;
Andaba yo por São Paulo y Porto Alegre hablando de mi libro sobre indignados en el mundo cuando surgió el movimiento que sacude Brasil. Espontáneo como todos los demás, sin líderes como todos los demás, sorprendiendo a políticos y analistas como todos los demás. Originado en internet y tomando calles en más de 90 ciudades para hacerse valer. La pancarta que abría la manifestación de Río de Janeiro decía “Somos las redes sociales”. A lo que añadía otro manifestante: “Salí de Facebook y ahora estoy en la calle”. “Ven, vamos para la calle. Puedes ver que la fiesta es tuya”, cantaban las gentes apropiándose una canción publicitaria relativa a la Copa Confederaciones. Quién iba a pensar que los brasileños protestarían la organización de la Copa del Mundo de fútbol porque, como decía otra pancarta en Belo Horizonte, “Ya tenemos estadios del primer mundo, ahora nos falta un país”. En lugar de este despilfarro, que consideran manchado de corrupción, quieren inversión publica en transporte, educación y salud. El movimiento, iniciado en São Paulo contra la subida de las tarifas de transporte, respondió a un llamamiento del Movimiento por el Pase Libre creado en Facebook.

En su manifiesto se autodefinían como “un movimiento social autónomo, horizontal y apartidario que jamás pretendió representar al conjunto de manifestantes que tomaron las calles del país”. Tras haber conseguido la anulación de la subida de tarifas continúan reivindicando la “Tarifa Cero”, es decir la gratuidad del transporte publico, porque “la movilidad es un derecho universal”. Y es que el caos urbano se debe a una urbanización que sigue las pautas de la especulación inmobiliaria, la actividad más destructiva, característica de un modelo insostenible de crecimiento económico y territorial. Después se han sumado demandas diversas, dirigidas a la gratuidad y calidad de educación y salud, así como un clamor contra la corrupción en las administraciones y una crítica del modelo político que la calle no reconoce como democrático. El 75% de los brasileños apoya al movimiento. El partido de Gobierno, el PT de Lula, adalid de la izquierda latinoamericana, sufrió un choque emocional. Algunos de sus líderes, como el gobernador de Brasilia o el ministro del Interior, utilizaron de inmediato mano durísima, empleando fuego real en algunos casos, con el resultado de varios muertos (estadística en curso), cientos de heridos y miles de detenidos. Hasta que la presidenta Dilma Rousseff, en un gesto sin precedente en la corta historia de los movimientos de indignados en el mundo, declaró que “tenía la obligación de oír la voz de las calles”. Hizo gala de cintura política y también de un cierto poso de convicción de quien fue torturada y encarcelada por la dictadura. Es una mujer de izquierdas que ha intentado controlar la corrupción que corroe a su partido y a su gobierno. Ofreció diálogo, recibió a algunas personas del movimiento y prometió invertir en mejoras del transporte, salud y educación. También reprimiendo a aquellos ministros y dirigentes que consideraron inicialmente el movimiento como un tema de orden público y ordenaron vigilar las redes sociales. Y aceptó la crisis de representatividad de los partidos y la necesidad de su reforma, proponiendo una Asamblea constituyente para cambiar la Constitución y someter a plebiscito popular una reforma del sistema político, intentando así superar las trabas que los políticos han puesto siempre en el Congreso a cualquier intento de limitar sus privilegios. Como es lógico, políticos de todas tendencias, en particular del opositor PSDB, se pronunciaron en contra del plebiscito. De modo que ni la anulación del aumento que provocó la indignación ni las promesas de la presidenta, enfrentada a la clase política, apaciguaron el movimiento sino que lo reforzaron. Y ampliaron sus demandas, que ahora incluyen la desmilitarización de la policía y los derechos de los pueblos indígenas sometidos a la presión de las grandes empresas depredadoras de la Amazonia.
Nadie lo esperaba en Brasil y nadie entiende este movimiento. Lo cual parece increíble después de tres años en que movimientos similares han ido surgiendo en todo el planeta.Y es que el sistema político actual, ni en Brasil ni en ninguna parte, tiene la capacidad de asimilar lo que de verdad está sucediendo: el que los ciudadanos se expresen políticamente de forma autónoma sin pasar por los partidos. Y la izquierda lo entiende aún menos que los otros. Incluso órganos de prensa izquierdista en Latinoamérica acusan al movimiento de ser una conspiración imperialista contra un gobierno de izquierdas. Claro que hay manifestantes de derechas en las calles de Brasil, e incluso grupos violentos extremistas. Pero es que los movimientos autónomos no son de izquierda o derecha, expresan al conjunto de la sociedad, en su pluralidad ideológica, y cada cual trata de aprovechar la coyuntura. Sin embargo, la inmensa mayoría son jóvenes sin otra afiliación que su deseo de vivir su vida, en lugar de luchar por cada gesto cotidiano. Son jóvenes que no comparten el entusiasmo por el crecimiento económico de Brasil porque no viven de estadísticas. “No son unos centavos, son nuestros derechos”, decían en las calles de São Paulo. El batiburrillo de tertulianos y académicos que interpretan el movimiento según su ideología no llega a aceptar la realidad de lo que no entra en sus categorías. Por eso la voluntad de reforma política y de política social de la presidenta ha sorprendido y alarmado a la clase política, a excepción de Marina Silva, la popular líder ecologista, exministra de Lula, candidata presidencial, que ha puesto al servicio del movimiento su Red Sostenible. Se abre así una lucha interna al sistema político entre quienes quieren reconciliarse con la sociedad y quienes ni saben ni contestan.
Desde Brasil llegan dos mensajes. Para los indignados: el cambio es posible incrementando la presión de la calle, en cantidad y en calidad. Para los políticos: cuanto antes acepten la obsolescencia de una democracia esclerótica más fácil será la transición a nuevas formas de representación que conecten a los ciudadanos con las instituciones.

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