Brasil:
escuchar a la calle/Manuel Castells
La
Vanguardia, 29 de junio de 2013;
Andaba
yo por São Paulo y Porto Alegre hablando de mi libro sobre indignados en el
mundo cuando surgió el movimiento que sacude Brasil. Espontáneo como todos los
demás, sin líderes como todos los demás, sorprendiendo a políticos y analistas
como todos los demás. Originado en internet y tomando calles en más de 90
ciudades para hacerse valer. La pancarta que abría la manifestación de Río de
Janeiro decía “Somos las redes sociales”. A lo que añadía otro manifestante:
“Salí de Facebook y ahora estoy en la calle”. “Ven, vamos para la calle. Puedes
ver que la fiesta es tuya”, cantaban las gentes apropiándose una canción
publicitaria relativa a la Copa Confederaciones. Quién iba a pensar que los
brasileños protestarían la organización de la Copa del Mundo de fútbol porque,
como decía otra pancarta en Belo Horizonte, “Ya tenemos estadios del primer
mundo, ahora nos falta un país”. En lugar de este despilfarro, que consideran
manchado de corrupción, quieren inversión publica en transporte, educación y
salud. El movimiento, iniciado en São Paulo contra la subida de las tarifas de
transporte, respondió a un llamamiento del Movimiento por el Pase Libre creado
en Facebook.
En
su manifiesto se autodefinían como “un movimiento social autónomo, horizontal y
apartidario que jamás pretendió representar al conjunto de manifestantes que
tomaron las calles del país”. Tras haber conseguido la anulación de la subida
de tarifas continúan reivindicando la “Tarifa Cero”, es decir la gratuidad del
transporte publico, porque “la movilidad es un derecho universal”. Y es que el
caos urbano se debe a una urbanización que sigue las pautas de la especulación
inmobiliaria, la actividad más destructiva, característica de un modelo
insostenible de crecimiento económico y territorial. Después se han sumado
demandas diversas, dirigidas a la gratuidad y calidad de educación y salud, así
como un clamor contra la corrupción en las administraciones y una crítica del
modelo político que la calle no reconoce como democrático. El 75% de los
brasileños apoya al movimiento. El partido de Gobierno, el PT de Lula, adalid
de la izquierda latinoamericana, sufrió un choque emocional. Algunos de sus
líderes, como el gobernador de Brasilia o el ministro del Interior, utilizaron
de inmediato mano durísima, empleando fuego real en algunos casos, con el
resultado de varios muertos (estadística en curso), cientos de heridos y miles
de detenidos. Hasta que la presidenta Dilma Rousseff, en un gesto sin
precedente en la corta historia de los movimientos de indignados en el mundo,
declaró que “tenía la obligación de oír la voz de las calles”. Hizo gala de
cintura política y también de un cierto poso de convicción de quien fue
torturada y encarcelada por la dictadura. Es una mujer de izquierdas que ha
intentado controlar la corrupción que corroe a su partido y a su gobierno.
Ofreció diálogo, recibió a algunas personas del movimiento y prometió invertir
en mejoras del transporte, salud y educación. También reprimiendo a aquellos
ministros y dirigentes que consideraron inicialmente el movimiento como un tema
de orden público y ordenaron vigilar las redes sociales. Y aceptó la crisis de
representatividad de los partidos y la necesidad de su reforma, proponiendo una
Asamblea constituyente para cambiar la Constitución y someter a plebiscito
popular una reforma del sistema político, intentando así superar las trabas que
los políticos han puesto siempre en el Congreso a cualquier intento de limitar
sus privilegios. Como es lógico, políticos de todas tendencias, en particular
del opositor PSDB, se pronunciaron en contra del plebiscito. De modo que ni la
anulación del aumento que provocó la indignación ni las promesas de la
presidenta, enfrentada a la clase política, apaciguaron el movimiento sino que
lo reforzaron. Y ampliaron sus demandas, que ahora incluyen la
desmilitarización de la policía y los derechos de los pueblos indígenas
sometidos a la presión de las grandes empresas depredadoras de la Amazonia.
Nadie
lo esperaba en Brasil y nadie entiende este movimiento. Lo cual parece
increíble después de tres años en que movimientos similares han ido surgiendo
en todo el planeta.Y es que el sistema político actual, ni en Brasil ni en
ninguna parte, tiene la capacidad de asimilar lo que de verdad está sucediendo:
el que los ciudadanos se expresen políticamente de forma autónoma sin pasar por
los partidos. Y la izquierda lo entiende aún menos que los otros. Incluso
órganos de prensa izquierdista en Latinoamérica acusan al movimiento de ser una
conspiración imperialista contra un gobierno de izquierdas. Claro que hay
manifestantes de derechas en las calles de Brasil, e incluso grupos violentos
extremistas. Pero es que los movimientos autónomos no son de izquierda o
derecha, expresan al conjunto de la sociedad, en su pluralidad ideológica, y
cada cual trata de aprovechar la coyuntura. Sin embargo, la inmensa mayoría son
jóvenes sin otra afiliación que su deseo de vivir su vida, en lugar de luchar
por cada gesto cotidiano. Son jóvenes que no comparten el entusiasmo por el
crecimiento económico de Brasil porque no viven de estadísticas. “No son unos
centavos, son nuestros derechos”, decían en las calles de São Paulo. El
batiburrillo de tertulianos y académicos que interpretan el movimiento según su
ideología no llega a aceptar la realidad de lo que no entra en sus categorías.
Por eso la voluntad de reforma política y de política social de la presidenta
ha sorprendido y alarmado a la clase política, a excepción de Marina Silva, la
popular líder ecologista, exministra de Lula, candidata presidencial, que ha
puesto al servicio del movimiento su Red Sostenible. Se abre así una lucha
interna al sistema político entre quienes quieren reconciliarse con la sociedad
y quienes ni saben ni contestan.
Desde
Brasil llegan dos mensajes. Para los indignados: el cambio es posible
incrementando la presión de la calle, en cantidad y en calidad. Para los
políticos: cuanto antes acepten la obsolescencia de una democracia esclerótica
más fácil será la transición a nuevas formas de representación que conecten a
los ciudadanos con las instituciones.
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