En defensa de Jenaro Villamil.
En busca de la identidad perdida/Alejandro Encinas.
Revista
Proceso
# 1913, 30 de junio de 2013En busca de la identidad perdida/Alejandro Encinas.
La
izquierda partidaria atraviesa por un cambio de ciclo caracterizado por la
fragmentación, el descrédito y su desdibujamiento ideológico.
Hasta
ahora, los partidos de izquierda han eludido la reflexión profunda sobre su
papel, principios, orientación programática, relación con el poder y las otras
fuerzas políticas; su ejercicio público y el vínculo con los ciudadanos y los movimientos sociales contemporáneos.
La
izquierda partidaria ha priorizado el acomodo de grupos y liderazgos, y éstos
han conformado corrientes que se han enclaustrado en los asuntos internos. Lo
anterior ha derivado en un pragmatismo político carente de principios, tribalizando el ejercicio
partidario y anquilosando el debate ideológico.
La
desmesura de los poderes que dominan al país ha tomado como rehenes a las
instituciones públicas; incluso, la oposición ha establecido una alianza tácita
con la clase política corrupta que opera para mantener los privilegios de unos
cuantos por encima de los ciudadanos y, cínicamente, exige a la izquierda
apegarse a pactos que no respeta.
La
red de complicidades al amparo del poder público opera grandes recursos para
comprar elecciones, abusando de la pobreza de la gente, a través de la compra
del voto y el uso electoral de programas sociales, como si la democracia fuera
una mercancía.
Estamos
ante un fenómeno de debilidad institucional de los partidos, caracterizado por
la descomposición y corrupción que permea a todos. La alternancia no resolvió
los asuntos de la gobernabilidad democrática ni la conformación de un verdadero
sistema de partidos democrático. Las sucesivas reformas políticas realizadas
han modificado las reglas de acceso al poder, mas no las reglas de su
ejercicio. El poder presidencial, con matices, se reproduce con el llamado
Pacto por México, consolidando así la estructura legal del autoritarismo. El
centralismo regresa por sus fueros profundizando la miseria política de nuestro
federalismo, de los estados y los municipios.
No
se asume que la legitimidad no es un asunto de número, sino de condiciones
equitativas, de calidad en la competencia y del apego a la ley, dentro de un
sistema democrático y plural de concertación.
El
fortalecimiento de la vida institucional no se refiere, como dice Douglas
North, a los poderes constituidos, a los hombres que ocupan los cargos o a los
edificios que los albergan. Las instituciones son las reglas del juego en una
sociedad. Son las limitaciones ideadas por el hombre para reducir la
incertidumbre estableciendo una estructura estable en la interacción humana en
una sociedad, donde la única incertidumbre que debe prevalecer es la del
resultado de los comicios.
Por
otro lado, el proceso de unificación de las izquierdas, que inició con la
conformación del PSUM y que continuó con la convergencia sucesiva de diversas
expresiones de las izquierdas hasta llegar al encuentro con la Corriente
Democrática en la conformación del PRD, ha concluido. No obstante, este ciclo
de unidad de las izquierdas permitió la configuración de una importante fuerza
electoral que, sólo por la resistencia y la utilización de todo tipo de
recursos indebidos por parte de los grupos de poder, no ha logrado asumir el
gobierno nacional. Pese a ello, un caudal electoral de casi 16 millones de
mexicanos acredita que este ciclo de unidad, no exento de momentos álgidos y
desencuentros, obtuvo importantes logros que posicionaron a la izquierda como
una fuerza política fundamental en el país.
El
proceso unitario que caracterizó a la izquierda se ha colapsado. El surgimiento
de Morena como partido fragmentó al Movimiento Progresista, lo que significará
una disputa por los votos de la izquierda y el rediseño de las políticas de
alianzas de los partidos y de su relación con el poder. Hoy presenciamos
reencuentros regionales de los otrora aliados con el PRI y con el PAN, así como
el realineamiento de la oposición hacia el Ejecutivo Federal, que se
manifiesta, más allá del Pacto por México, en el comportamiento de las
dirigencias partidarias que profundizan su encono bajo una supuesta
diferenciación ideológica.
El
deterioro del PRD, de su vida interna y de sus formas de hacer política, donde
las prácticas ilegales se convirtieron en rutina y nunca fueron sancionadas,
permitió que la manipulación y el fraude predominaran en las elecciones
internas. Lo que se ahondó en el periodo que va de la contienda entre Amalia
García y Jesús Ortega, hasta 2008, cuando el Estado mexicano, en un hecho sin
precedente, impuso una dirección al partido. Esto último marcó el momento de
inflexión en la vida partidaria, profundizando su crisis.
Los
gobiernos del PRD, con notables excepciones como sucede en el Distrito Federal,
han perdido la iniciativa. La mayoría de los municipios y entidades que
encabeza el partido carecen de un sello propio o de acciones que los
diferencien del gobierno federal. Por el contrario, se reproducen los viejos
vicios de supeditación al Ejecutivo en aras de mantener “sanas relaciones” y
recibir las participaciones federales y los recursos que discrecionalmente
asigna el Ejecutivo federal.
El
partido se ha alejado de la sociedad y de su propia militancia. En buena
medida, este distanciamiento se explica por el autismo en la vida partidaria.
El PRD se ha convertido en un espacio cuya actividad central es la disputa
entre los diversos grupos que lo conforman, para ganar y repartir las
posiciones de poder al interior del partido y los espacios de representación
popular.
La
discusión en los distintos órganos de dirección no son el análisis político ni
la forma de fortalecer los movimientos sociales o el cómo ampliar nuestra
presencia territorial. La discusión gira en torno a qué grupo le toca tal o
cual candidatura o cómo se reparten las diferentes instancias de dirección para
“mantener equilibrios”. Los candidatos y dirigentes derivan de la
incondicionalidad y las lealtades hacia los diferentes grupos, sin importar el
perfil, capacidades e imagen pública de los mismos.
Contra
su tradición, el PRD renunció a procedimientos democráticos en la selección de
sus candidatos, violando las reglas que permitieron definir a sus candidatos a
cargos populares y órganos de dirección. Así mismo, abandonó la apertura de candidaturas a ciudadanos sin
partido. Es así que hoy no hay ningún candidato externo, ningún intelectual,
dirigente sindical, agrario o del movimiento LGBT.
Se
ha consolidado una nomenklatura que controla la afiliación, el reconocimiento
de los órganos de dirección locales, la firma para el registro o sustitución de
candidatos, el manejo discrecional del patrimonio y las prerrogativas
partidarias, la contratación de personal, los órganos jurisdiccionales de
garantías y elecciones, todos al servicio de una burocracia partidaria, que se
cimienta en la impunidad de un sistema de lealtades y complicidades.
Prevalece
una diferencia sustancial al interior del PRD. Mientras un sector vincula la
estrategia y subordina el discurso partidario al llamado Pacto por México, el
que, consideran, permitirá posicionar una “izquierda moderna”, “responsable”,
otro sector asume que la participación en ese pacto representa un acto de
legitimación política del gobierno. La apuesta de los primeros consiste en
ganar una franja de votantes que está deseosa de ver a una izquierda
propositiva, tolerante y que colabora con el gobierno. En tanto los segundos
reivindican una agenda propia y el apego a los compromisos con el electorado
que esta corriente de pensamiento representa.
Nadie
puede estar en contra de que las fuerzas políticas suscriban un acuerdo para
enfrentar las adversidades del país, pero este tipo de pactos debieran reunir
al menos tres condiciones: legitimidad, consenso y certeza. Debe ser resultado
del debate y el entendimiento públicos, no del acuerdo cupular; tener claridad
en sus alcances y contenido, lo que no sucede cuando un grupo élite se arroga
la representación popular y anula la división de poderes; o cuando dirigentes
perredistas señalan que el pacto no se verá afectado por “situaciones coyunturales”
como las de Veracruz.
En
el Pacto por México están ausentes los temas centrales de todo proyecto
progresista: la lucha contra el autoritarismo y la desigualdad, por la
democracia y la equidad, y se ha puesto énfasis en otra agenda, la encaminada a
satisfacer el objetivo de las llamadas reformas estructurales: la energética y
la hacendaria, ante las cuales el PRI y el PAN aliados pretenden ganar a un
sector de la izquierda que, ya sea apoyando, o bien de manera formal votando en
contra y oponiendo una débil y “civilizada” resistencia, legitime la
consumación de las reformas.
El
PRD ha perdido identidad y se ha distanciado del compromiso ético que
caracterizó a la izquierda en los momentos de confrontación contra la hegemonía
autoritaria del partido único. Se perdió la oportunidad de conformar un
partido-frente que hubiera permitido mantener la unidad y la expansión del
movimiento progresista, evitando la fragmentación electoral y que hubiera
obligado a los partidos a una renovación profunda; a superar las burocracia y
los grupos de interés, y que hubiera permitido continuar el proceso de
unificación de las fuerzas progresistas en la creación de nuevos partidos.
Por
ello, es imperativo iniciar un gran movimiento dirigido a reconstruir la
identidad partidaria, bajo un proyecto progresista, renovador y libertario que
permita rescatar el objetivo fundacional de nuestro partido y que, de cara al
proceso electoral del 2015, en el que la izquierda competirá dividida y entre
sí, avance, más allá de las diferencias que existen, en conformar las bases de
un frente de las izquierdas que permita contener el embate que representa la
restauración del PRI, y que consiga, más allá de las limitaciones legales,
retomar la iniciativa de construir un Frente Opositor Progresista. No es una
tarea sencilla, pero vale la pena intentarlo.
Finalmente,
la lamentable pérdida de Arnoldo Martínez Verdugo marca también el fin de la
era de los dirigentes templados como el acero, idealistas que buscaban
encabezar la marcha de la humanidad hacia el progreso y la creación del hombre
nuevo. Dirigentes cuya mayor virtud fue la congruencia y la integridad, que
nunca se deslumbraron con las mieles del poder, lo que cobra mayor relevancia
ante el desprestigio y la ambición imperantes en la mayoría de los dirigentes
políticos.
Hoy
los idealistas sufren un acelerado proceso de extinción ante quienes entienden
las grandes ventajas de alinearse con el poder o, desde su lógica, pactan con
el régimen, creando una tensión permanente entre congruencia, demagogia y
pragmatismo.
En
un sentido convencional, la congruencia se asume cuando se considera verdadero
un enunciado cuyo contenido refleja un estado de cosas verificables, donde
existe una correspondencia causal entre intención, discurso y praxis. En
contraparte, como señalaba Aristóteles, la demagogia es la “forma corrupta y
degenerada de la democracia”; nada más cercano a nuestra realidad. La demagogia
discursiva de los políticos funciona para justificar y extrapolar la realidad a
modo.
Por
ello, ante el paroxismo que causó el encono y descalificación de la
nomenklatura perredista a Jenaro Villamil, tras la magnífica nota que escribió
sobre la relevancia histórica de Martínez Verdugo, basta decir que la izquierda
debe avanzar del debate de las emociones al de las razones, máxime cuando en
materia de psicoanálisis el enojo hacia el otro refiere algo no resuelto en
nosotros mismos.
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