El
alma por el poder/ENRIQUE
KRAUZE
Revista Proceso # 1913, 30 de junio de 2013
En
sus comienzos, el PAN fue un partido esquizofrénico: simpatizante del fascismo
e impulsor de la democracia. Fundado días después del estallido de la Segunda
Guerra Mundial, sus militantes –unos más, otros menos– no ocultaron su
inclinación por el Eje y en 1942 aconsejaron al presidente Ávila Camacho
mantener una estricta neutralidad en el conflicto. Hispanistas, casticistas,
“católicos de Pedro el Ermitaño”, fueron críticos de la derrotada República
Española y de la política de asilo de Lázaro Cárdenas. Por si faltara, muchos
albergaron también prejuicios antisemitas, similares a los de Action Francaise,
el movimiento que inspiró su filosofía política.
Pero
en ese mismo primer lustro que coincidió con la guerra, los diputados del PAN
introdujeron en la Cámara una batería de iniciativas de carácter democrático
que no tenían precedente desde tiempos de Madero y que tardarían 50 años en
traducirse en legislaciones e instituciones efectivas: integración de órganos
electorales independientes del gobierno, exigencia de membresías estrictas en
los partidos políticos, creación de una comisión federal (ya no local o
municipal) de vigilancia electoral y un consejo del padrón electoral.
Tras
la derrota del Eje, un sector del PAN se aferró a su rancio conservadurismo y a
su temática religiosa. El brillante y malogrado Adolfo Christlieb Ibarrola,
presidente del PAN en los años sesenta, los llamaría en su momento “meadores de
agua bendita” para diferenciarlos de su propia corriente, preocupada por
desempeñar con responsabilidad el papel de una oposición civil al cada vez más
poderoso sistema político mexicano. Adolfo Ruiz Cortines, que no hacía
distinciones, los llamaba a todos “místicos del voto”. En cualquier caso,
aquellos profesionales de clase media, para quienes la decencia era un
imperativo, se empeñaban en dar sustancia al viejo lema de Madero “Sufragio
efectivo, no reelección”. Sin presupuestos públicos, trabajando por el partido
en ratos libres, los militantes del PAN fueron creando una red ciudadana que
cada tres años (sobre todo en el norte y el occidente del país) contendía por
los puestos de responsabilidad ejecutiva y legislativa en estados y municipios.
Libraban su batalla con poca suerte, gran tesón y muchos riesgos, porque la
maquinaria electoral del PRI fue afinando sus métodos de coacción, fraude y
represión justamente a costa suya. Por tres décadas, el aplastamiento no
pareció desalentarlos. Después de todo, su fundador y presidente de 1939 a
1949, Manuel Gómez Morin, había declarado que la lucha histórica del PAN era
una “brega de eternidades” en la que la conquista del poder no era urgente ni
prioritaria. Lo prioritario era despertar la conciencia política del ciudadano
en todo el país y construir, a partir de ella, de abajo hacia arriba, un orden
democrático institucional cuyo primer y elemental principio era el respeto al
voto. En 1967, declaró:
“Estamos
todavía en la situación clásica de un partido de oposición. No de ‘Her
Majesty’s loyal oposition’, que puede ocupar los puestos al día siguiente que
sale el gobierno, sino en la posición de la oposición latina: un partido que
está señalando errores, que está indicando nuevos caminos, que está tratando de
limpiar la administración, de mejorar las instituciones, de programar el
esfuerzo colectivo de mejoramiento y de formar ciudadanos y personas capaces de
ocupar con rectitud y eficacia los puestos públicos.”
A
raíz del 68, aun esta “oposición latina” se volvió imposible. El gobierno cerró
todos los espacios de diálogo con la oposición, incluido el trato con el PAN.
La muerte de Christlieb Ibarrola, que enfrentó con lucidez y dignidad el
autoritarismo de Díaz Ordaz, precipitó una crisis profunda en el partido. Fue
entonces –en septiembre de 1970– cuando conocí a Manuel Gómez Morin.
Lo
traté de cerca hasta su muerte, en abril de 1972. Su crepúsculo y desazón
coincidían con los del PAN. Estaba cansado de bregar –él, que había construido
tantas instituciones perdurables– y no disimulaba su decepción ante las nuevas
generaciones del PAN: desconcertadas frente la omnipresencia de Echeverría,
desgarradas por rencillas internas, incapaces de discurrir nuevas propuestas
sociales y económicas (el PAN de Gómez Morin, hay que apuntar, nunca fue
propiamente liberal en esos aspectos). Gómez Morin temía la disolución del PAN
que, en efecto, estuvo a punto de ocurrir en 1976 cuando, en un acto
desesperado, el partido se abstuvo de presentar candidato presidencial.
El
arribo al poder de José López Portillo y la súbita riqueza petrolera parecían
augurar el reinado milenario del PRI. La Reforma Política ideada e
instrumentada por Jesús Reyes Heroles para abrir espacios parlamentarios a la
izquierda revolucionaria recogió –sin dar el debido crédito– algunos proyectos
del PAN archivados desde los años 40. La democracia avanzaba a pasos de
tortuga, tutelada desde Los Pinos y Bucareli por la Presidencia Imperial. Pero
si algún candidato protestaba más de la cuenta (como fue el caso de Carlos
Castillo Peraza en Mérida) el Estado Mayor Presidencial se sentía con la
legítima facultad de reprimirlo físicamente. En 1979, a 40 años de su
fundación, el PAN no podía presumir de mucho más que una tenaz voluntad de
sobrevivir.
Pero
en esa tenacidad estaba su mérito histórico. A lo largo de esas cuatro décadas,
absolutamente nadie en el espectro político de México había acompañado al PAN
en su defensa de la democracia. El PRI, por obvias razones (la democracia era
su antítesis), y las diversas corrientes de izquierda porque su convicción y
vocación a todo lo largo del siglo XX había sido la conquista del poder por la
vía revolucionaria y no por la vía “burguesa” de los votos.
Contra
el poder
La
quiebra económica del sistema (septiembre de 1982) abrió la etapa más
extraordinaria en la historia del PAN, lo convirtió –en las plazas y las
conciencias– en un auténtico y aguerrido partido de oposición. La primera
hazaña ocurrió en Chihuahua en 1983, donde Luis H. Álvarez, respetado panista y
candidato a la Presidencia en 1958, ganó la presidencia municipal de la capital
mientras que otro empresario, el joven Francisco Barrio, ganó Ciudad Juárez.
Los regaños de Miguel de la Madrid a la dirigencia priista en 1984 y la
remoción del gobernador no lograron contener la ola democrática que se esparció
por varios estados del norte.
Por
esos años, desde posiciones estrictamente liberales y sin contacto alguno con
el PAN, la revista Vuelta de Octavio Paz comenzó a proponer la democracia como
salida a un sistema autoritario que había topado con sus propios límites de
corrupción, autoritarismo, embotamiento ideológico, ineficiencia y despilfarro.
En junio de 1985 publicamos un número especial sobre el PRI, con artículos de
Octavio Paz (“Hora cumplida (1929-1985)”), Gabriel Zaid (“Escenarios sobre el
fin del PRI”) y mío (“Ecos porfirianos”), que recibió una crítica pública del
presidente Miguel de la Madrid. Al año siguiente, con motivo del fraude
electoral en las elecciones para gobernador en Chihuahua, un grupo plural de
escritores firmó una carta pidiendo la anulación de los comicios. La carta dio
la vuelta al mundo. Ninguno de los firmantes éramos panistas, pero defendíamos
el derecho del pueblo de Chihuahua a votar por el partido que quisiera,
incluido el PAN. La gallardía de Luis H. Álvarez (que mantuvo una larga huelga
de hambre) ganó muchos adeptos. El mejor PAN se expresaba a través suyo.
A
raíz de esos hechos, la idea democrática (“esa modesta utopía”, la llamó Adolfo
Gilly) tomó una fuerza inusitada en un ámbito que le era tradicionalmente
ajeno: los movimientos, publicaciones e intelectuales de izquierda. Los
primeros pasos en ese sentido los dieron dos personajes excepcionales: Arnoldo
Martínez Verdugo, del PC, y Heberto Castillo, que desde 1971 clamaba por la
formación de un partido de izquierda independiente que contendiera por el poder
a través de las urnas, no de las armas. Proceso abrazó la democracia con
resolución. En 1986, el PSUM y el PMT (y otras agrupaciones políticas de menor
dimensión) vieron crecer en el mismísimo PRI una corriente democrática
encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo que en dos años daría
la mayor sorpresa de la época: una votación a tal grado copiosa que provocó la
“caída del sistema”, segunda llamada de la inevitable desintegración de la
Presidencia Imperial.
Al
margen de los resultados y de la forzada permanencia del PRI en el poder, en
aquellos seis años (1982-1988) y gracias, en no poca medida, al tesón del PAN,
la conciencia democrática del mexicano había dado un avance sustantivo.
Junto
al poder
La
muerte nunca aclarada de Manuel Clouthier fue el presagio de que su estilo
bronco de full-back de la política, su coraje cívico, su autonomía, no serían
más el sello de la relación entre el PAN y el poder. A lo largo del sexenio de
Salinas lo que predominó fueron las llamadas “concertacesiones”, arreglos en
los que la bancada del PAN apoyaba las reformas del gobierno y al hacerlo
aseguraba el triunfo en algunas gubernaturas. Muchos panistas de la vieja
guardia renunciaron a su carnet. Se negaban a admitir que las batallas democráticas
tuviesen que pasar por el aval de Los Pinos, en vez de librarse en la plaza
pública y en las urnas. Los triunfos panistas de Baja California en 1989
(primera gubernatura en 50 años) y en Chihuahua (1992) tuvieron un sabor
anticlimático que compensó, por fortuna, la franca oposición al fraude en
Guanajuato (que concluyó con la anulación de las elecciones) y sobre todo la
limpia lucha independiente del doctor Salvador Nava que recorrió el país para
lograr la anulación de los comicios en San Luis Potosí. Nava moriría al poco
tiempo de un cáncer terminal. Es uno de los héroes insuficientemente
reconocidos de nuestra democracia. Fue un honor acompañarlo.
Rumbo
a las elecciones de 1994, el PAN eligió como candidato a Diego Fernández de
Cevallos, uno de los artífices del nuevo pragmatismo panista. El proyecto de
largo plazo por parte de la nueva generación priista era quedarse 24 años en el
poder, y el PAN (cuyas ideas económicas y sociales no discordaban con las del
salinismo) no pareció objetar el diseño: hasta podría cogobernar con los
tecnócratas, arrancándoles poco a poco gubernaturas y municipios. La Rebelión
Zapatista –tercera y última llamada sobre la caducidad del sistema– cambió el
cuadro para siempre.
Con
Colosio o con Zedillo, el predicamento al que se enfrentó el PAN en 1994 era el
mismo: se sentían –con amplias razones– impreparados para asumir esa
responsabilidad. De allí la reticencia de Fernández de Cevallos tras su clara
victoria en el primer debate presidencial que se realizó, a mediados de 1994.
Quizá resonaban en él las palabras dichas por Gómez Morin de 1967:
“…
no hemos tenido mucha ansiedad de llegar a puestos de gobierno. Reconocemos
inclusive que si mañana, por uno de esos trastornos públicos de fondo, Acción
Nacional tuviera que hacerse cargo del gobierno, tendría que hacer un esfuerzo
intenso para formar un equipo de gobierno. Tal vez un gobierno de unión
nacional.”
Hacia
el poder
Durante
el gobierno de Ernesto Zedillo el PAN comenzó a vislumbrar –sin reflexionar en
ello cabalmente– su arribo al poder. Ese “trastorno público de fondo” al que
había hecho referencia Gómez Morin había ocurrido a todo lo largo del año 1994:
el zapatismo, el magnicidio de Colosio, el error de diciembre. Si en 1988 el
ciudadano se había volcado sorpresivamente a favor de Cárdenas, en las
elecciones intermedias de 1997 podían ocurrir sorpresas similares que hicieran
irreversible la alternancia presidencial en el año 2000. El PRI, claramente,
tenía el tiempo contado.
Un
hecho de gran valor simbólico en la época fue la convergencia de dos viejos
luchadores para la búsqueda de la paz y la concordia en Chiapas: Heberto
Castillo y Luis H. Álvarez. Al margen de la eficacia final de sus gestiones, su
trabajo conjunto mandaba un mensaje claro al PAN y al PRD en su carrera
paralela a Los Pinos: la calidad moral del liderazgo, entonces como ahora, era
definitiva. Y en el caso particular del PAN lo era mucho más. Ninguna de sus
victorias pírricas (pactadas o sancionadas en Los Pinos) debió opacar en ellos
la convicción de que la calidad moral era su verdadero, de hecho su único
capital histórico: la percepción por parte del ciudadano de que se trataba de
un partido de gente recta, insobornable, decente.
En
el poder
Tras
haber “echado al PRI de Los Pinos”, el PAN olvidó la receta de Gómez Morin. No
sólo carecía de un equipo de gobierno sino de un líder propiamente político.
Vicente Fox, su caudillo, fue un outsider que desde el inicio confundió la vida
política con la empresarial al grado de acudir a una agencia de head hunters
para integrar su gabinete. Las expectativas del año 2000 reclamaban un
liderazgo radicalmente distinto, que convocara –como había previsto Gómez
Morin– a un gobierno de unión nacional. En aquel contexto –visto a la
distancia– era perfectamente posible establecer una alianza con la izquierda,
sobre la plataforma común de combatir los vastos intereses monopólicos,
burocráticos, sindicales (públicos y privados) de la era del PRI. Muchas reformas
económicas (que de cualquier modo no se llevaron a cabo) habrían provocado
arduas discusiones internas y quizá se habrían empantanado. Pero la oportunidad
perdida fue otra: acabar con las estructuras clientelares del PRI y abrir paso
a un México de ciudadanos.
En
diciembre de 2006 llegó al poder Felipe Calderón, hombre que por vocación y
carácter –a diferencia de Fox– quiso ejercer plenamente el poder. Pero en la
gravísima crisis poselectoral de aquel año (y con una votación minoritaria
frente a sus dos adversarios combinados) parecía juicioso volver una vez más a
la remota sugerencia de Gómez Morin: la formación de un gobierno de (limitada)
unidad nacional, esta vez con el sector
moderno del PRI. Si Gómez Morin (en 1967, en el cenit del sistema) había considerado
la posibilidad de un gobierno de unidad, ¿por qué el PRI del 2006 (relegado a
la tercera fuerza, derrotado en dos elecciones sucesivas) habría de ser un
socio inadmisible? Un gobierno de coalición habría fortalecido al Estado, pero
el presidente optó por anclar su credibilidad en la fuerza del Ejército. Esa
decisión, ese recurso a la fuerza, no a la persuasión política, marcó su
sexenio y ensangrentó al país.
La
impreparación para gobernar (la pobreza de los gabinetes, la inanidad de sus
cuadros en todo el país) marcó los 12 años del PAN en el poder y determinó
finalmente su derrota. Pero mucho más grave que la impreparación fue la
inmoralidad. Haber desoído el viejo consejo político de Gómez Morin fue una
falta de sensatez y realismo. Abandonar el legado moral fue una traición.
Dentro
del PAN dejaron de importar los principios y se desató una pelea por los
puestos. El partido se corrompió por la búsqueda de posiciones. Ricardo García
Cervantes ha dicho que en el PAN se han cometido tantas pillerías con el voto
hasta volverlo indistinguible del PRI. De todo el abanico de casos de
corrupción ofrecidos por Proceso, el más notable tiene que ver con el tráfico
de influencias en beneficio de los hijos de Marta Sahagún. En dos áreas: la
inmobiliaria (compraron baratas cientos de propiedades del IPAB y las
revendieron a un precio superior) y Pemex (entre 2002 y 2006 las empresas de
los hijastros de Fox recibieron contratos multimillonarios de la paraestatal).
Si Felipe Calderón hubiese abierto una investigación contra ellos a partir del
2 de diciembre de 2006, la historia habría sido distinta. Habría inaugurado su
gestión con un acto moral, no con un acto de fuerza.
Durante
el sexenio de Calderón, los escándalos de corrupción en el nivel estatal y
municipal mellaron aún más el legado moral del PAN. El caso de Larrazabal
(alcalde cuyo hermano fue exhibido extorsionando casinos) es elocuente. En
julio de 2012, García Cervantes dijo: “Me voy para no ser cómplice de estos
pillos”. Tras la derrota que envió al PAN al tercer lugar en las preferencias
electorales, una comisión de evaluación concluyó que el problema del partido
era la corrupción interna.
El
PAN vive hoy la crisis más profunda de su historia. Para colmo, el más viejo
fantasma ronda ahora sus pasillos en algunos estados del centro y el occidente:
el fantasma del fascismo. El Yunque –me consta, por haber escuchado alguna vez,
de viva voz, su basura antisemita– no es un grupo espectral, es una fuerza
activa. El mejor PAN –el de Gómez Morin, Luis H. Álvarez, Juan José Hinojosa,
Carlos Castillo Peraza y tantos militantes decentes– debe retomar la frase que
tanto gustaba a Gómez Morin: debe refundarse desde los orígenes mismos, no los
fascistas, los democráticos.
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