Los
mercenarios de élite/Ricardo Monreal A.
Revista
Proceso
# 1913, 30 de junio de 2013
Los
testimonios de hombres y mujeres entrenados como especialistas en operaciones
secretas, verdaderos sicarios de élite contratados ya sea para eliminar
cabecillas de la delincuencia o para combatir al Ejército, según quién sea su
patrón en turno, son crudos y reveladores. Se trata de las voces de los nuevos
mercenarios, esos productos del mercado de la violencia en que se ha convertido
el país. Sus narraciones fueron hechas en exclusiva al diputado Ricardo
Monreal, quien las incluyó en su libro Escuadrones de la muerte en México
(Cámara de Diputados, 2013), de donde las tomamos.
Juan
Ignacio, de 30 años, forma parte actualmente de un cuerpo de élite de la Marina
mexicana. Ingresó a esta fuerza de seguridad en 2007, pocas semanas después de
haber abandonado la Heroica Escuela Naval Militar de Antón Lizardo, en
Veracruz, a invitación expresa de uno de sus entrenadores físicos y maestros…
No haber concluido sus estudios no fue impedimento para su reclutamiento; sus
habilidades en el manejo de armas y su buena condición física lo hicieron
candidato idóneo.
En
la base naval del puerto de Veracruz fue (convocado) a presentarse… con ropa y
pertrechos de entrenamiento porque sería concentrado en un lugar distante,
durante tres semanas. Con un grupo de 14 jóvenes más partió al día siguiente a
una finca de la Huasteca veracruzana, a una hora del poblado de Álamos, a donde
sólo se llega por un camino de terracería con rumbo a la Sierra Madre Oriental.
Antes de llegar, pudo notar que dos retenes de marinos vigilaban los accesos.
La
finca es en realidad un campo de adiestramiento al pie de la sierra, con una
casa central y dormitorios a su alrededor, y cinco secciones o áreas bien
delimitadas: 1) el campo de tiro; 2) el campo de libramiento de obstáculos; 3)
el área de detección, armado y desarmado de explosivos; 4) la sección de
escalamiento y salto a rapel, y 5) un área para el uso de vehículos
motorizados, desde motocicletas de montaña hasta vehículos blindados, donde se
ensaya el asalto a autos en movimiento, la intercepción de los mismos y la
inmovilización con armas de alto calibre, como lanzagranadas y lanzacohetes.
Aquí también se enseña a enfrentar emboscadas y a protegerse de asaltos
sorpresa.
El
entrenamiento en Álamos sería el primero de tres cursos en un lapso de un año y
medio. Un mes después de ese inicial, Juan Ignacio estaría saliendo a Colombia
a su segundo entrenamiento. En esta ocasión, el grupo estaba conformado por 22
jóvenes, quienes arribaron en tres grupos distintos: ocho eran marinos; siete,
miembros del Ejército; y siete, de la Policía Federal. Sólo una noche
estuvieron en Bogotá para después concentrarse a lo largo de cuatro meses en la
provincia de Tolima, en las instalaciones del Centro Nacional de Entrenamiento
y Operaciones Policiales de Colombia.
El
adiestramiento se centró en técnicas de asalto y captura de narcotraficantes y
delincuentes de alto perfil, atrincherados en zonas serranas, cuevas selváticas
o fortalezas urbanas, con verdaderos ejércitos privados bajo su custodia.
También se les enseñó a infiltrar a estos grupos paramilitares, a identificar
campos de entrenamiento clandestinos, a realizar operaciones encubiertas de
asalto, a desmantelar laboratorios de drogas sintéticas, a detectar campos
camuflados de plantíos ilegales en selvas y sierras, a manejar explosivos, a
saltar desde vehículos en marcha o desde helicópteros rasantes, a atender
heridos, a espiar y contraespiar, a identificar diseños y construcciones de
doble fondo y a sobrevivir durante días, escondidos y sin víveres, en
geografías agresivas…
El
tercer curso lo realizaría en Estados Unidos, en el estado de Arizona, durante
el otoño de 2008, con una duración de 12 semanas. El adiestramiento se enfocó a
la prevención, detección, neutralización y destrucción de amenazas terroristas,
fueran éstos objetos, personas o agrupaciones civiles. Allí, Juan Ignacio
aprendió la doctrina de que terrorismo y narcotráfico representan el mismo
nivel de amenaza a la seguridad; también fue instruido en técnicas de
inteligencia, contrainteligencia, rastreo, procesamiento de información sensible,
lenguaje encriptado y manejo físico y psicológico de crisis.
Igualmente,
cómo “torturar científica y psicológicamente al enemigo, para no dejar marcas o
evidencias”. En su totalidad, el curso fue impartido por oficiales hispanos
bilingües de la marina y el ejército de Estados Unidos.
Haber
concluido satisfactoriamente los tres cursos le permitió a Juan Ignacio
integrarse de manera formal a uno de los dos comandos básicos de élite que
tiene la Armada de México desde 2008, por lo menos. Según el joven, uno de
estos grupos está orientado a perseguir, combatir y “eliminar” a cabecillas del
narcotráfico, de la guerrilla y del terrorismo, mediante operaciones
encubiertas y sin la participación oficialmente reconocida de alguna fuerza del
Estado:
“Cuando
realizamos alguna operación, tenemos estrictamente prohibido identificarnos
como marinos o dar explicaciones a alguien. Simplemente, por algún conducto
oficial, alguno de nuestros jefes avisa a los comandantes policiales o
militares de la región que somos un grupo de fuerzas especiales y que se
mantengan en alerta, por si se requiere su apoyo. Sólo avisamos, no pedimos
permiso.”
El
segundo grupo de élite de la Marina estaría especializado en una sola función:
“Eliminar a los cabecillas de Los Zetas, especialmente a los que son desertores
del Ejército”… Estaría conformado por más de 600 miembros capacitados en México
y en el extranjero:
“Entre
nosotros los conocemos como Los Matazetas. Cuando salió el video de Los
Matazetas de Veracruz nosotros no tuvimos duda de que se podía tratar de estos
compañeros de la Marina, dedicados exclusivamente a eliminar a esos hampones.
Incluso, el que aparece al centro como líder del grupo y hace la presentación,
es un compañero fácilmente identificable por quienes formamos parte del cuerpo
de fuerzas especiales.”
Juan
Ignacio ha participado en varios operativos de alto impacto en los últimos años
en ciudades como el Distrito Federal, Monterrey, Puebla, Guadalajara, Tijuana,
Culiacán, Matamoros, (el municipio tamaulipeco de) San Fernando y Cancún. El
que recuerda con más satisfacción es el de la persecución y eliminación de
Ezequiel Cárdenas Guillén, Tony Tormenta, en Matamoros, Tamaulipas, el 5 de
noviembre de 2010:
“Fueron
cuatro horas de persecución y enfrentamiento. Hubo cerca de 50 muertos, entre
sicarios del Cártel del Golfo, marinos y militares (el reporte oficial señaló
sólo 10 muertos). Ya se nos había escapado una vez, en medio de otro
enfrentamiento con la Marina, pero esta vez no tuvo escapatoria. Recibimos
refuerzos del Ejército Mexicano y de agentes especiales de Estados Unidos,
quienes traían bien monitoreado al cabrón ése. Pero el primer círculo de ataque
y asalto lo formamos nosotros, los de la Marina.”
Es
el mismo grupo de fuerzas especiales que persiguió y abatió a Arturo Beltrán
Leyva, El Barbas, en Cuernavaca, Morelos, el 16 de diciembre de 2009:
“Me
hubiera gustado haber participado en esa operación, pero me encontraba franco.
Sin embargo, mis compañeros me contaron detalles. Traía una escolta de ex
militares y civiles muy sanguinaria. Lograron sacarlo de Tepoztlán, pero no del
condominio en Cuernavaca. Inteligencia lo traía bien cuadriculado, por dos
vías, por sus celulares y por los tenis.
“–¿Por
los tenis?
“–Sí,
traían un dispositivo de seguimiento. Se los había obsequiado alguien de sus
guardias de confianza dos semanas antes y los cargaba para todos lados. Murió
con ellos puestos.”
(…)
En los operativos oficiales, el grupo de élite de la Marina actúa con su
uniforme de campaña, tipo camuflaje, con manchas grises y verdes, en fondo
beige, y cascos del mismo color. Dice Juan Ignacio: “Estos operativos suelen
ser videograbados y casi siempre nos acompañan uno o dos agentes estadunidenses
que monitorean la operación o proporcionan información sobre ubicación de
objetivos”.
Sin
embargo refiere que hay otros operativos, no oficiales, a los que acuden
vestidos totalmente de negro, con botas, cascos y pasamontañas del mismo color,
sin más identificación que un símbolo fosforescente pegado en el hombro izquierdo,
“que puede ser una uña de tigre, un arma o la cara de un animal. No sabemos el
distintivo hasta el momento de salir a combate, para que todos lo tengamos
fresco en la memoria y no confundirnos, en caso de encontrarnos con enemigos
vestidos de manera similar”.
El
uniforme negro lo utiliza frecuentemente el grupo de élite que combate a Los
Zetas (…) La diferencia de uniforme no sólo es distintiva del tipo de operación
que se va a realizar, sino también de su desenlace: los operativos de élite con
el uniforme oficial y videograbados, si son exitosos, deben concluir con la
presentación de los detenidos, vivos o muertos. Son acciones propiamente del
Estado. Los operativos negros o “ciegos” son claramente de eliminación de los
objetivos. Son estrategias de exterminio paramilitar.
Juan
Ignacio recibe por su trabajo un sueldo de nómina de casi 30 mil pesos
mensuales, un “bono de riesgo” en cada acción que va de 10 a 20 mil pesos
adicionales, y una gratificación no cuantificable conocida internamente como
“botín de guerra”, es decir, efectivo, joyas o armas decomisadas y no
reportadas.
No
piensa durar toda la vida en el cuerpo de élite de la Armada de México:
“–¿Ofrecerías
tus servicios al mejor postor, como soldado privado o combatiente de élite,
como lo hacen los llamados Blackwater (el cuerpo paramilitar de mercenarios
alquilados)?
“–¿Un
Blackwater mexicano? No lo había pensado (…), pero no suena mal. De algo tengo
que vivir.”
“El
Rambo” y La Compañía
Ignacio
ingresó a las filas del Ejército Mexicano a la edad de 20 años (…) Pronto se
ganó un lugar entre sus compañeros de la comandancia militar de Ciudad Victoria
y un mote: El Rambo, por su corpulencia, su arrojo y su destreza en el manejo
de armas largas y de grueso calibre.
Avanzó
rápido en el escalafón militar de tropa: soldado raso, cabo, sargento segundo y
sargento primero. En este tiempo se casó y se hizo de un departamento de
interés social en la misma ciudad. Ganaba 8 mil pesos al mes.
Un
día le comentó a su esposa que un mayor que se había retirado del Ejército lo
había buscado para ofrecerle un trabajo civil: jefe de seguridad de una empresa
de transportes de carga que corría desde Cancún, Quintana Roo, hasta Matamoros,
Tamaulipas. El sueldo inicial era de 30 mil pesos más las prestaciones de ley,
con la posibilidad de ir ascendiendo.
El
Rambo recordó entonces las mantas que con frecuencia aparecían en las
inmediaciones de algunos cuarteles de Tamaulipas: “¿Cansado de la sopa
Maruchan, de los castigos con tabla y del sueldo de tres mil pesos? Vente a
trabajar con nosotros. La Compañía”.
En
la milicia sabían que La Compañía era en realidad el nombre con que a sí mismos
se presentaban Los Zetas, también bautizados popularmente por la ciudadanía
como “los de la última letra”. Ni Ignacio ni su esposa Iliana imaginaron que la
empresa de transportes era una más de las diversas fachadas que tenía La
Compañía.
Los
primeros tres meses transcurrieron en la normalidad. Ignacio supervisaba que la
carga de los camiones no llegara “ordeñada”, la cual solía ser desde muebles
hasta piezas automotrices o contenedores. Estos últimos eran los que más lo
ponían tenso. En algunas ocasiones tenía que vigilarlos personalmente y viajar
en vehículos “comando” desde Tamaulipas hasta Quintana Roo o viceversa. Así se lo
pedía su jefe, el gerente de la empresa, que a su vez era el exmayor del
Ejército.
Un
día, Ignacio informa a su esposa que ha recibido un ascenso y debe radicar en
Monterrey por algún tiempo. En esta ciudad estaba la matriz de la empresa
transportista. Allí empezó el cambio radical de El Rambo. Empezó a llegar a su
casa de Ciudad Victoria con camionetas nuevas (…), con armas nuevas de alto
calibre (y), por supuesto, fajos de dólares. El Rambo le confió entonces a su
esposa en qué consistía su nuevo trabajo: cobrar deudas, robar o ejecutar a
gente “que se quiere pasar de lista con La Compañía”, mediante “levantones” o
“apañones”.
La
estancia en Monterrey duró casi un año. En ese tiempo el exsargento primero le
dio a guardar a su esposa cerca de 60 mil dólares. Un día le informa que estará
más cerca, que se cambia (…) a Ciudad Mante, Tamaulipas, ya que fue designado
responsable de un campamento de adiestramiento de La Compañía. Él y un
exmilitar colombiano que le habían presentado en Monterrey serían los instructores
en una finca en El Mante. El objetivo era formar, cada tres semanas, células de
sicarios o paramilitares al servicio del cártel de Los Zetas.
El
rancho le fue entregado a El Rambo por un jefe de la plaza que era conocido
como El Güero AFI o El Licenciado. Allí se concentraban, cada tres o cuatro
semanas, grupos de 30 a 35 jóvenes que recibían un entrenamiento similar al de
las tropas de asalto del Ejército Mexicano.
Los
muchachos se levantaban temprano a realizar ejercicios físicos; después pasaban
al campo de tiro, donde aprendían el manejo de armas cortas y largas; el
cuchillo, la pistola 9 mm y el manejo del fusil M-16.
Posteriormente
recibían técnicas de sometimiento de víctimas y de lucha cuerpo a cuerpo, para
terminar con el manejo de vehículos blindados, la intercepción de objetivos en
movimiento, la práctica de emboscadas al enemigo y el repliegue y salida de
situaciones críticas de combate.
Les
enseñaban también a bloquear vías de comunicación, incendiar vehículos y
levantar “muros” y círculos de protección para realizar huidas en
circunstancias de emergencia. Todos estos cursos los impartían El Rambo y el
exmilitar colombiano de nombre Eddie, que había formado parte de los cuerpos de
paracaidistas en su país y, posteriormente, había participado activamente en la
formación de grupos de autodefensa o paramilitares en esa nación.
En
el rancho había (…) varias casuchas alrededor, habitadas anteriormente por
trabajadores y que hoy albergaban a los reclutas de El Rambo y Eddie: un grupo
de 32 jóvenes sicarios, de origen mexicano y centroamericano… Tan sólo El
Rambo, en un año, había entrenado en el rancho de El Mante a poco más de 350
participantes con métodos paramilitares.
Una
tarde de julio de 2010, Iliana recibió una visita sorpresiva en su casa. Dos
sujetos malencarados bajaron, frente a su domicilio, de una Lincoln Navigator
negra. “¿Usted es la esposa de El Rambo?” (…) “Sí” (…) “Acompáñenos, por favor,
al Hospital Universitario”. Los tipos la dejaron frente al Servicio Médico
Forense de Ciudad Victoria y le pidieron que identificara si alguno de los seis
cuerpos era el de su esposo.
Los
seis estaban irreconocibles. Tenían la mitad superior del cuerpo totalmente
quemada, como si les hubieran pasado un soplete. Finalmente dio con los tatuajes
que buscaba: un alacrán en el tobillo izquierdo y una concha de mar en el
derecho. Salió a encontrarse con los de la Lincoln negra…
“–¿Qué
fue lo que pasó; quien lo mató?
“–Antier,
un comando de la Marina reventó el rancho; la mayoría escapó, pero ellos seis
no.”
Iliana
hoy sólo tiene los dólares que le dio El Rambo durante tres años; el “seguro de
vida” de La Compañía; dos hijos menores y una obsesión: “¿Quién me quitó a mi
Rambo? Yo sé que andaba mal, pero no era para que el gobierno lo matara de esa
forma, como un animal, con un lanzallamas (…), para eso están las cárceles”.
Comandos
Krav Magá
El
anuncio publicado en El Universal a mediados de octubre de 2010 le pareció
atractivo a Marycarmen: “Empresa de Seguridad Internacional ofrece plan de
carrera y prestaciones de primer nivel. Capacitación y entrenamiento
profesional para protección de terceros y defensa propia. Seguro de vida.
Hombres y mujeres de 18 a 40 años. Disponibilidad para viajar y radicar fuera
del D.F. Ingresos de 18 a 35 mil pesos mensuales”. No traía teléfonos ni
dirección de contacto. Sólo un correo electrónico, rrhh@prodigy.net.mx, al cual
los interesados tenían que enviar currículum con fotografía.
Marycarmen
acababa de quedar viuda. Su esposo era policía federal preventivo y había
muerto en un enfrentamiento con integrantes de La Familia Michoacana en las
inmediaciones de Apatzingán, en una emboscada… Con una niña de cuatro años,
tenía ahora que enfrentarse a la vida con lo único que tenía a la mano: una
inclinación natural y familiar por todo aquello relacionado con la seguridad…
Dos horas después de haber enviado su currículum vítae recibió respuesta:
“Presentarse
mañana a las 11:00 horas en la dirección…, con este correo impreso”. En el
mezzanine del edificio estaba el directorio de oficinas. Antes de subir, buscó
el nombre de la empresa a la que se dirigía: “Israelíes A. C.”.
Presentó
dos exámenes (psicométrico y de aptitud) y fue entrevistada por un reclutador
de origen israelí. Allí mismo le dijeron que había sido aprobada y debía ahora
pasar a la siguiente prueba, la más importante: la capacitación y entrenamiento
durante cinco semanas en Krav Magá, el arte marcial israelí, y manejo de armas.
Tenía que acudir al día siguiente a las instalaciones de la Academia de Policía
en Tlalnepantla, Estado de México, a un costado del penal de Barrientos. Sólo
saldría los sábados por la tarde y regresaría el domingo antes de la seis de la
tarde…”. Recibiría 2 mil pesos por semana.
(…)
El Krav Magá (“contacto de combate”, en hebreo) es el sistema oficial de lucha
y defensa personal usado por las fuerzas de defensa y seguridad israelíes…
Después de la creación del Estado de Israel… fue adoptado… por las Fuerzas de
Seguridad y Defensa de Israel, la Policía Nacional de Israel y sus diferentes
unidades antiterroristas y de fuerzas especiales.
(…)
Marycarmen llegó a Barrientos con 37 reclutas más. Ocho mujeres y 29 hombres.
Los entrenamientos eran duros y rudos. La disciplina era paramilitar, similar a
la de un entrenamiento en Israel. Acondicionamiento físico, defensa personal,
golpes con nudillos, derribar al adversario, inmovilizar al contendiente por la
espalda, desarmar al atacante, observar el campo de acción, cubrir los flancos
débiles, y clase de armería.
Aquí
tenían que desarmar y armar pistolas, escuadras, metralletas y rifles de asalto
en menos de 10 segundos. Correr con tres armas sobre el cuerpo: un rifle, una
escuadra al cinto y un cuchillo en la pierna.
Tenían
que aprender a distinguir entre el corte de cartucho de una escuadra y el clic
de un cargador de fusil. También eran entrenados a subir paredes a rapel,
deslizarse a ras de suelo, derribar puertas sin hacer ruido y manejar
explosivos básicos.
Dos
clases llamaron la atención de Marycarmen: identificar puntos débiles de los
autos e instalaciones blindadas, y la recreación de un atentado, con las
similitudes del que sufriera el candidato del PRI al gobierno de Tamaulipas,
Rodolfo Torre Cantú. Aprendió lo que nunca se debe hacer en esas situaciones;
las formas de enfrentar al comando de asalto y cómo sacar inmediatamente de la
zona de peligro al personaje custodiado.
No
cualquiera termina el entrenamiento. La primera semana desertaron cuatro; la
segunda, tres; la tercera, dos; y la cuarta, otros dos. Concluyeron el curso,
26. Antes de ellos, un grupo de 22 reclutas había sido la primera generación.
Aun así, faltaban por lo menos 32 miembros más, pues el comando Krav Magá
destinado al gobernador Egidio Torre Cantú y a su familia tendría entre 80 y
100 miembros, como se los hizo saber el entrenador en jefe, un exmilitar
israelí que residía en nuestro país desde hacía una década.
Según
explicó el instructor, los comandos Krav Magá (grupos de 30 a 40 integrantes)
son muy socorridos por empresarios de la comunidad judía en México, por hombres
de negocios de Nuevo León y Guanajuato. También se ha dado adiestramiento a
integrantes de cuerpos de élite de algunas policías municipales y estatales;
pero los grupos más numerosos son los que han preparado para el cuidado de los
gobernadores del Estado de México (150 elementos), Tamaulipas, San Luis Potosí
y Nuevo León.
Los
comandos Krav Magá son el prototipo paramilitar a nivel mundial, por la
versatilidad, agilidad y capacidad de respuesta letal. En México operan con la
más absoluta discreción, con la mínima regulación y sin control o seguimiento
del personal que capacitan ni de sus entrenados o reclutas (…) No se puede
descontar el supuesto de que han cruzado o pueden cruzar la delgada frontera
del paramilitarismo oficial, y enrolarse en el paramilitarismo mercenario,
aquel del que se nutre el crimen organizado.
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