Castigo
sin crimen/Monika Zgustova es escritora. Acaba de publicar la novela La noche de Valia (Destino) que habla de las prisioneras del gulag.
El
País | 17 de marzo de 2013.
Este
mes de marzo se cumplen 60 años de la muerte Stalin. Su agonía fue poco
envidiable: su hija Svetlana describe en sus memorias que durante horas su
padre se ahogaba en una ronquera porque no podía respirar. Ninguna pastilla,
ninguna inyección le alivió en sus últimos momentos porque su médico personal,
el único en el que confiaba, se encontraba encarcelado: en su paranoia, Stalin
había ordenado, tiempo atrás, que lo detuvieran y no permitió que le tratara
ningún otro doctor. De modo que, jadeando, roncando, con el rostro azulado,
tras haberse incorporado en la cama y haber recorrido a todos los ministros
presentes con una mirada llena de odio, Stalin falleció. “Tuvo la muerte que se
merecía”, concluyó su hija.
Al
igual que Franco, que semanas antes de su muerte aún firmó sentencias de
muerte, también Stalin tuvo su canto del cisne. Cinco años antes de morir llevó
a cabo una gran represión, la segunda tras la extensa purga que había tenido
lugar 10 años antes. Millones de personas fueron detenidas en los años
1947-1948, en una época en la que, tras una guerra felizmente ganada, el país
empezaba a respirar y parecía iniciar una nueva vida. Varios millones —las
cifras difieren según las fuentes— de personas murieron en las cárceles y en
los gulags, víctimas de esa última ola de represión ya en la posguerra.
Durante
mis viajes a Rusia quise conocer a algunas víctimas del terror estalinista y
tuve la oportunidad de conversar con ellas. Esos antiguos represaliados son hoy
hombres y mujeres mayores de 80 años. Según me informaron en el Memorial de
Moscú, una institución para la memoria histórica que subsiste con ayudas
privadas y del extranjero, las mujeres padecieron las mismas condiciones
infrahumanas que los hombres. ¿Cómo puede una mujer sobrevivir años en esos
desiertos siberianos de viento y hielo y a 14 horas de trabajo duro día tras
día? Esa era una de las preguntas que hacía a las supervivientes del gulag
cuando las visitaba en sus modestos hogares en la periferia de Moscú.
Curiosamente,
la mayoría de las mujeres que sobrevivieron a los campos de trabajos forzados
eran aquellas a las que habían encarcelado injustamente. A ese grupo
pertenecían las presas políticas: las que alguien había delatado, inventándose
motivos políticos, el espionaje era la acusación más frecuente, para conseguir
su piso o su puesto de trabajo; sin juicio alguno se las enviaba al gulag como
mano de obra gratuita. Las delincuentes no soportaban a las presas políticas
porque estas últimas eran inocentes y en la jerarquía del gulag pertenecían a
la categoría más alta. Aunque maltratadas por las delincuentes, las mujeres que
eran conscientes de su propia inocencia poseían una mayor fuerza interior para
aguantar el infierno del campo.
Dibujar
con un trozo de piedra, confeccionar adornos con las espinas del pescado que se
encontraban en el rancho, hacer teatro en las obligatorias celebraciones de las
fiestas comunistas: todo eso ayudaba a sobrevivir. Los libros estaban
prohibidos, al igual que los instrumentos musicales. Las que aprendían el arte
de mirar más allá de la suciedad del campo y de las alambradas descubrían el
brillo de la nieve y el bajo sol rojo siberiano que se reflejaba en ella; esas
presas tenían más capacidad de supervivencia que el resto, al igual que las que
se aseaban y “planchaban” su único par de pantalones entre el colchón y el
catre a la llegada al barracón tras la extenuante jornada laboral.
Para
mi sorpresa muchas exprisioneras me contaron que si volvieran a vivir, querrían
revivir un tiempo en el gulag: en la libertad nunca más conocieron una amistad
tan indestructible, un amor tan apasionado. Las emociones fuertes, positivas y
negativas, que experimentaron en el gulag convirtieron la vida fuera del campo
en insípida. Una vez en libertad les costó adaptarse a las alegrías cotidianas:
las tiendas elegantes y los restaurantes de moda les parecían algo superfluo y
banal; por eso sus relaciones con los que no habían pasado por la misma
experiencia eran dificultosas y muchas se casaron con antiguos presos.
¿Cuál
era el castigo más duro de todos?, pregunté a las ancianas. ¿Podía haber algo
más temible que pasar días y noches, hambrienta, en una helada celda de castigo
sumida en la oscuridad? Sí. Hubo algo más refinadamente cruel. A Elena Markova,
que este año cumple 88 años, la enviaron a Siberia a construir un muro con
pesadas piedras: un día tenía que construir y al día siguiente le ordenaban que
destruyera lo erigido; y así una y otra vez. En la inutilidad de un trabajo
sobrehumano consistía la mayor tortura de todas las que las ancianas me
contaron.
Los
dioses de la antigüedad griega castigaron de modo parecido a Sísifo por haberse
burlado de ellos. Los dictadores modernos se inspiran en los castigos de esos
dioses pero difieren en lo sustancial: los dioses sólo castigaban a los
culpables, mientras que los tiranos contemporáneos castigan a los inocentes.
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