ABC | Juan Van-Halen
Después de que en 1989 Francis Fukuyama publicara ¿El fin de la historia? la historia siguió, como no desapareció la ciencia tras la publicación de El fin de la ciencia, de John Horgan, en 1996, ni supuso un réquiem para el arte que en 2004 Donald Kuspit publicara El fin del arte, pero sus ideas contribuyeron a abrir reflexiones. Aventuro una nueva interrogación: ¿vivimos las vísperas del fin de la cultura como ahora la conocemos? Es obvio que la cultura permanecerá pero no sobra incidir en algunos síntomas de cambio.
Debemos preguntarnos si estamos malbaratando la cultura, si hemos aislado a los creadores minimizándolos, y hemos unido la cultura y el espectáculo y la cultura y el consumo, en una sociedad en crisis de valores y propensa a las deserciones suicidas. El fenómeno sería global y habría que achacarlo a una evolución social de plural alimentación.
En el caso del arte, Kuspit sostiene que su degradación se debe a que el creador se ha convertido él mismo en una obra en venta. Lo que cínicamente anunció Warhol en 1975: «El arte de los negocios es el paso siguiente al arte», y ya había anticipado Gauguin: «Una época terrible se avecina [...] para la nueva generación: el reinado del dinero».
Desde el concepto de Eliot: «Cultura no es sólo la suma de diversas actividades, sino un estilo de vida» a la conclusión de Vargas Llosa: «La posmodernidad ha destruido el mito de que las humanidades humanizan», que recoge el espíritu de la afirmación de Kuspit: «ser posmoderno significa perder todo interés por la inmortalidad», acierten o no, hay una clara línea de inquietud por no decir de desolación.
Se considera que la cultura ha experimentado un proceso de «democratización» y ello se estima saludable. Desde la cultura de los palacios y los monasterios a la cultura de las calles y las tabernas que estudio Mijaíl Bajtín a principios de los cuarenta, ambas culturas se han confundido, han vivido una mezcla globalmente positiva, pero su desembocadura es la realidad actual. No hay, o no debería haber, dos culturas, una elevada y otra «de masas», sino una cultura comunicada capaz de no vivir en nichos sociales pero tampoco de confundirlo todo. Ello implica acceder a conocimientos y choca con la comodidad ambiente; con la ley del menor esfuerzo, que a eso conduce, en definitiva, la simplificación.
La cultura ha evolucionado y, no sé bien desde cuándo, se ha empobrecido. De confirmarse la tendencia, la cultura transitaría por caminos alejados de lo que siempre se consideró su medio natural: el de la actividad intelectual. A ello no es ajena la falsificación crecient e del propio c oncepto de « i ntel e c tual » . Se autoproclaman intelectuales quienes no lo son ni de lejos, y el común de la sociedad los recibe como si lo fueran. La actividad intelectual sobrevive en minorías sin influencia en las masas, que habrían encontrado su propia cultura. Maazel, director de la Filarmónica de Múnich, opinaba en ABC: «la cultura ha sido invadida por ignorantes y ególatras que (…) creen que los importantes son ellos». Según él la cultura «vive un mundo de simplificación constante». Coincide en este juicio pesimista Javier Marías, también en ABC: «Se ha producido una especie de enorgullecimiento de la ignorancia».
Paradójicamente, en la sociedad de la información y del conocimiento la cultura exige un menor conocimiento desde una mayor información. Debemos añadir como aderezo la realidad creciente de la especialización; alguien puede saber mucho de una pequeña parcela del conocimiento y no tener la menor curiosidad por lo que se escapa a su especialización.
El fenómeno de internet pone ante nosotros la información deseada con solo hacer «clic» con el ratón, y nos ahorra el esfuerzo y el tiempo que suponía hace pocos años acudir a un investigador, a un archivo o a una biblioteca. A este proceso mágico, que dura sólo segundos, lo llama Umberto Eco «alfabetización distraída». Un día nadie se tomará la molestia de informarse por otros medios. Pero la lectura no es sólo información. Y esta angustia ha recibido ya avales intelectuales, como nos traslada Vargas Llosa. Un profesor de la Universidad de Florida, Joe O’Shea, afirma sin rubor: «Sentarse a leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido; no es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que quiera con mayor rapidez a través de la web». Y su reflejo es la confesión de Khaterine Hayles, profesora de la Universidad de Duke: «Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean un libro entero».
Con internet está ocurriendo lo que en su momento ocurrió con la letra impresa. Se le otorga el valor de la infalibilidad. Y la Red está llena de errores, de opiniones de mentecatos, de maliciosos, incluso de malvados. Desde Internet se pueden hundir famas, promover injurias, calumniar, confundir… No es un medio inocente. La mayor información no garantiza que lo ofrecido sea veraz ni que sea angélico.
Si todo es ya cultura, o se presenta y acepta como tal, nada al fin lo es. La cultura sufre el azote del oportunismo, de la falsificación, de la impostura, de la mediocridad sublimada por el canon o la mercadotecnia, y así padecemos bestseller detestables para consumo inmediato, como sucedería con una hamburguesa. Una cultura de consumo. Un recorrido por ciertos autores de ocasión que gozan comúnmente del fervor de los lectores, aunque sea con fecha de caducidad, ofrece una evidencia más de la degradación de la cultura.
En el arranque de El fin del arte Kuspit recuerda que al día siguiente de inaugurarse en Nueva York una exposición en la que el artista británico Damien Hirst montó una obra suya consistente en una colección de tazas de café medio llenas, ceniceros con colillas, botellas de cerveza vacías, papeles de periódico por el suelo, envoltorios de caramelos y otros desechos, el encargado de la limpieza de la sala echó aquella obra de arte a la basura y limpió lo que para él no eran sino guarrerías de un público asistente poco cuidadoso. La costosa obra desapareció.
¿Espera a la cultura un basurero como el de aquella obra de arte de la exposición neoyorquina? Hay síntomas inquietantes. Si la cultura se degrada, si los creadores que nos dan gato por liebre acaban imponiéndose, si llegamos a no ser capaces de distinguir la cultura de lo que no lo es, nos exponemos a que el desastre se consolide. Y sería el principio del fin.
Juan Van-Halen, escritura
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