Diez
años venciendo el hambre/Luiz Inácio Lula da Silva
© 2013, Instituto Luiz Inácio Lula da Silva. Distribuido por The New York Times Syndicate.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País | 10 de diciembre de 2013
Hace
unas semanas, Brasil celebró el décimo aniversario de Bolsa Familia, que ha
servido de modelo para muchos programas nuevos de distribución de rentas en
todo el mundo.
Gracias
al programa Bolsa Familia (“subsidio familiar”), 14 millones de familias, es
decir, 50 millones de personas —la cuarta parte de la población de Brasil—
reciben un pequeño estipendio mensual, siempre que cumplan unos requisitos
básicos, entre los que figuran que los hijos permanezcan escolarizados y
reciban atención médica, incluidas las vacunaciones normales. Más del 90% del
dinero que se paga va a manos de las madres. En el decenio transcurrido desde
que comenzó el programa, el rendimiento académico de los niños ha mejorado, las
tasas de mortalidad infantil han caído y 36 millones de personas han salido de
la pobreza extrema.
Las
cifras son elocuentes, y, sin embargo, no bastan para transmitir hasta qué
punto han mejorado las vidas de todas esas personas.
No
hay una estadística capaz de medir la dignidad, pero eso es lo que se percibe
cuando los padres pueden ofrecer a sus hijos tres comidas diarias. No hay una
partida del presupuesto que se llame “esperanza”, pero eso es lo que brota
cuando los padres ven que sus hijos van a la escuela y se esfuerzan para tener
un futuro mejor.
Al
transformar la vida de las personas, Bolsa Familia está cambiando el curso de
la historia en mi país; según Naciones Unidas, es el mayor programa de
distribución de rentas del mundo. Otros Gobiernos han adoptado estrategias
similares para luchar contra el hambre. Por eso es importante entender el éxito
de Brasil y los obstáculos a los que tuvo que hacer frente para poner en marcha
el programa.
Como
en muchos otros países de Latinoamérica, África y Asia, Brasil estuvo durante
demasiado tiempo gobernado en nombre de una pequeña minoría, la clase
dirigente. El resto de los brasileños, la gran mayoría, eran prácticamente
invisibles y vivían en un no país que ignoraba sus derechos y les negaba todas
las oportunidades.
Lo
primero que hicimos para cambiar la situación fue poner en práctica una serie
de políticas sociales que, junto al incremento del salario mínimo y un mayor
acceso a los préstamos bancarios, estimularon la economía y permitieron la
creación de 20 millones de puestos de trabajo legales en los últimos 10 años.
De esa forma, por fin, se logró integrar a la mayoría de la población en la
economía y la sociedad de Brasil.
Bolsa
Familia ha contribuido a demostrar que es posible erradicar el hambre cuando
los Gobiernos tienen la voluntad política necesaria para convertir a los pobres
en el centro de sus iniciativas. Muchos pensaron que era un objetivo utópico.
Quizá no comprendieron que era absolutamente necesario para que nuestro país
volviera a situarse en la ruta hacia el desarrollo.
Algunos
dijeron de buena fe que, para combatir el hambre, a las familias había que
darles alimentos, y no dinero. Pero tener alimentos no es suficiente para
terminar con el hambre. Hace falta un frigorífico para almacenarlos y fuego y
gas para cocinarlos. Y la gente además tiene que vestirse, cuidar su higiene
personal y limpiar su hogar. Las familias no necesitan que el Gobierno les diga
lo que deben hacer con su dinero. Ellas saben cuáles son sus prioridades.
Todavía
hoy, algunas reacciones a Bolsa Familia prueban que es más difícil vencer los
prejuicios que conquistar el hambre. Los más mezquinos acusan al programa de
fomentar la indolencia. Es una forma de decir que los pobres son pobres porque
no han querido mejorar su situación, no porque nunca han tenido oportunidad de
lograrlo. Ese tipo de actitud deposita sobre sus hombros la responsabilidad de
un abismo social que no favorece más que a los ricos.
Es
cierto que más del 70% de los adultos inscritos en Bolsa Familia trabajan con
regularidad, y el programa sirve como complemento de sus ingresos. Bolsa
Familia se ha convertido en un instrumento que los padres utilizan para empezar
a romper la espiral de pobreza en la que se encuentran sus hijos.
Los
críticos han comparado los programas de distribución de renta con limosnas, con
un mero ejercicio de caridad. Solo pueden decir algo así quienes nunca han
visto a un niño malnutrido ni la angustia de su madre delante de un plato
vacío. Para la madre que recibe las ayudas del programa, el dinero que le
permite alimentar a sus hijos no es una limosna; es su derecho como ciudadana,
y no va a renunciar a él.
A
largo plazo, Bolsa Familia tiene otra consecuencia más: dota a los pobres de
poder. Las personas que tienen garantizada por ley una renta mínima no
necesitan pedir favores a nadie. No necesitan dar su voto a cambio de comida o
de un par de zapatos, como ocurría con frecuencia en las regiones más pobres de
Brasil. Por el contrario, esas personas ahora son libres, y eso no siempre le
conviene a todo el mundo.
Asimismo,
algunos detractores han criticado el programa por incrementar el gasto público.
Son los mismos que suelen decir que bajar los salarios y destruir empleo son
cosas positivas para la economía. Pero el dinero público que se dedica a las personas,
la sanidad y la educación no es un gasto; es una inversión. La inversión en
Bolsa Familia está en la raíz del crecimiento del país.
Por
cada real (0,3 euros) invertido en el programa, el PIB ha crecido 1,78 reales,
según los cálculos del Gobierno brasileño. Bolsa Familia estimula la actividad
económica y la producción de los bienes que compran las familias. Poner mucho
dinero en manos de unos pocos no sirve más que para alimentar la especulación
financiera y agravar la concentración de rentas y riquezas. Bolsa Familia ha
demostrado que un poco de dinero en muchas manos sirve para alimentar a la
gente, estimular el comercio, atraer inversiones y crear empleo.
El
presupuesto de Bolsa Familia para este año es de 24.000 millones de reales,
alrededor de 7.500 millones de euros. Menos del 0,5% del PIB de Brasil. Algunos
cálculos indican que Estados Unidos y la Unión Europea, juntos, han gastado
desde 2008 alrededor de 10 billones de dólares (7,3 billones de euros) en
rescatar a los bancos con problemas. Una pequeña parte de esa cantidad,
invertida en programas como Bolsa Familia, podría acabar con el hambre en el
mundo y reactivar la economía mundial para iniciar una nueva era de
prosperidad.
Por
suerte, varios países han escogido la lucha contra la pobreza como ruta hacia
el desarrollo. Ya es hora de que las organizaciones multilaterales den aliento
a esas iniciativas, promoviendo el intercambio de conocimientos y el estudio de
estrategias de distribución de rentas que hayan tenido éxito. Esa sería una buena
forma de dar impulso a la derrota del hambre en el mundo.
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