Sudáfrica,
tierra de pólvora y de sangre/Javier Reverte, escritor.
ABC
| 10 de diciembre de 2013
Pocas
veces el mundo ha mostrado un acuerdo tan unánime, para homenajear sin reservas
a una figura histórica, como en el caso de Nelson Mandela. Y pocas veces un
hombre ha merecido tal reconocimiento. Eche el lector una mirada a la historia
del pasado siglo XX y busque alguien semejante entre los políticos. No será
fácil encontrarlo, por no decir imposible. Ahora que le llueven los homenajes,
que sus funerales van a constituir un acontecimiento universal y que los
periódicos del mundo se vuelcan en exaltar su legado, me viene a la memoria un
día de 1997 en que, recorriendo África en un largo viaje –que había comenzado
justamente en Sudáfrica–, me detuve a comer en el humilde comedor de una
aldeúcha de Tanzania. Me atendió una muchacha que se expresaba en un torpe
inglés. No había carta, por supuesto, y lo único que ofrecían era pollo frito
con cerveza caliente. Mientras comía, la chica se sentó cerca y comenzó a
decirme palabras en «swahili», señalando objetos, y yo las repetía traducidas
al español, una suerte de juego que les encanta a los tanzanos. Después, logré
entender que me preguntaba de dónde venía. Y al decirle que desde Sudáfrica, la
joven adoptó un gesto serio, casi místico, y dijo: «Mandela is my father».
Suelo
echar mano de esa pequeña anécdota para explicar que la gente, incluso la más
analfabeta y humilde, sabe muy bien distinguir la libertad de la esclavitud y a
quien defiende la libertad de quien los oprime. Aquella muchacha sin cultura
conocía muy bien lo que significaba Mandela para los africanos.
Llueven
justos elogios sobre este hombre inigualable, quizás el mejor estadista del
siglo XX, en cuya colosal estatura histórica destaca, sobre todo, su
infatigable lucha contra el appartheid, uno de los sistemas políticos más
infames concebidos por el ser humano. Supo tender la mano al adversario para
lograr acuerdos que parecían imposibles, pero sin renunciar a sus principios.
Ni siquiera el arzobispo anglicano Desmond Tutu, otro gran campeón sudafricano
en la lucha contra el appartheid –el que dijo aquello de «cuando llegaron los
blancos traían la Biblia y nosotros teníamos las tierras; ahora, ellos tienen
las tierras y nosotros la Biblia»–, ni siquiera Tutu, ya digo, ha alcanzado la
altura moral de Mandela.
Hay
otro aspecto de la lucha de Mandela poco destacado: el hecho de que, sobre
todo, fue un hombre de paz, alguien que comprendió que una nación libre no se
construye sobre charcos de sangre, sino sobre la concordia. Suya fue la idea de
poner en marcha la llamada Comisión de la Reconciliación y la Verdad, cuyo
objetivo era que los torturadores y opresores confesaran sus crímenes en
público y que sus víctimas aceptaran perdonarlos. La verdad duele, pero puede
asumirse; lo que jamás se asume es la mentira.
Hablo
de paz y hablo de una nación que ha sido, a lo largo de toda su historia, un
territorio de pólvora y de sangre. No sé de otro país –si exceptuamos la
antigua Roma y nuestra trágica España– que haya sufrido más conflictos bélicos
en el interior de su territorio. Pero, sin duda, Sudáfrica se llevaría la
medalla de bronce en esta particular competición. En 1652 llegaron al actual El
Cabo los primeros colonos holandeses, los llamados bóers (la palabra se traduce
como campesino). Eran calvinistas, se consideraban un pueblo elegido y, en
pocos años, a golpe de Biblia y espingarda, exterminaron a los hotentotes y
provocaron el exilio masivo de los bosquimanos. Siguieron luego las llamadas
«guerras de fronteras», cuando los bóers, ya conocidos también como afrikáners,
avanzaron hacia el norte, masacrando a miles de xhosas, los antepasados de la
etnia de Mandela. En 1750, Inglaterra se anexionó la colonia enviando un
pequeño contingente armado. Y desde 1820, los colonos británicos, «uitlanders»,
comenzaron a disputar las tierras a los bóers. Con ellos vinieron culis de la
India, casi en condición de esclavos. Y la mezcla de sangres creó una suerte de
casta de mestizos, los «coulored». El llamado Arco Iris sudafricano se iba
dibujando. Entretanto, las guerras indígenas no cesaban. Shaka, un caudillo zulú,
construía un imperio guerrero en el este del país, tras vencer a los ndebeles,
que se retiraron al actual Zimbabue. En 1835, los bóers, presionados por los
británicos, comenzaron a desplazarse hacia la actual provincia de de Natal, en
lo que se conoce como el «Great Treck». Tres años después derrotaron a los
zulúes en la batalla de Blood River (Río Sangriento) y ocuparon todo el
territorio. Pero los británicos los expulsaron y los bóers huyeron hacia el
Trasnvaal, donde fundaron un nuevo estado.
Todo
hubiera terminado ahí de no descubrirse en Transvaal inmensas cantidades de
diamantes y de oro. Y los británicos se apoderaron de la región. No solo eso,
sino que se lanzaron en Natal contra los zulúes, empresa al principio
catastrófica: en 1879, en la batalla de Insandlhwana, un imponente ejército
indígena, armado con lanzas, derrotó a un contingente británico, exterminándolo
casi por completo. Fue algo parecido al desastre de Custer frente a los sioux
en Little Big Horn. No obstante, apenas unas semanas después los zulúes eran
derrotados por las ametralladoras Maxim’s de los ingleses.
Los
afrikáners libraron contra Londres, en 1880, la Primera Guerra Bóer. Vencieron
y proclamaron su independencia. Pero Inglaterra, en 1899, impulsó la Segunda
Guerra Bóer. Y tras salvajes batallas, Albión ganó la contienda en 1902. Ocho
años después, se creaba la Unión de África del Sur integrada al imperio
británico. En 1948, con un grado de autonomía considerable, los afrikáners
crearon las primeras leyes del appartheid mientras Londres miraba hacia otro
lado.
En
ese instante surgió la figura de Mandela, el principal líder del Consejo
Nacional Africano, en rebeldía contra el appartheid. Siguieron represiones
terribles, como la de Sharpeville, y torturas y humillaciones. Mandela fue
condenado a cadena perpetua en 1964.
Cuando
abandonó la cárcel, en 1990, iba desarmado, con tan solo un programa de paz en
el bolsillo. Y Sudáfrica no ha vuelto a oler ni a pólvora ni a sangre.
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