La
hora de la Infanta Cristina/Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y profesor visitante de la Emory University.
El
Mundo | 16 de agosto de 2014;
Desde
que en 2011 saltara a la prensa el caso Urdangarin, la imagen de la Casa Real
se ha ido deteriorando paulatinamente. No han faltado otros sucesos
desgraciados que han contribuido a ello, pero éste quizás sea el de más calado
y repercusión mediática. Las idas y venidas, vueltas y revueltas de todo tipo
de escritos y documentos procedentes de las más variadas instancias judiciales
e instituciones jurídicas han convertido el proceso de Iñaki Urdangarin en «el
caso español» por excelencia. Para la Casa Real, se trata de una verdadera
pesadilla, de una suerte de angustioso y desasosegante goteo monótono e
ininterrumpido de malas noticias capaz de perforar cualquier institución por
enraizada que esté en un pueblo. Con la reciente imputación de la Infanta
Cristina por un supuesto delito fiscal y de blanqueo de capitales, la Monarquía
española ha vuelto a sufrir un nuevo varapalo del que sólo con gran esfuerzo y,
en mi opinión, con un cambio radical de estrategia podrá recuperarse.
No
pretendo con estas líneas cuestionar la honorabilidad de Su Alteza Real. Vaya
todo mi respeto para ella. Menos todavía, romper su presunción de inocencia.
Siento repugnancia por aquellas actitudes que condenan antes de tiempo, que
tiran la piedra y esconden la mano, que se precipitan frívolamente por el
resbaladizo sendero de la murmuración y la difamación, por el comentario fácil
y atrevido, pero también me repele la postura de aquellos que cierran
infantilmente los ojos ante la cruda realidad o hacen oídos sordos ante hechos
relevantes y argumentos jurídicos de peso. Creo, por desgracia, que estas dos
actitudes se han dado cita, más que de sobra, en este penoso caso que está
minando la credibilidad de la Corona. Tampoco es mi deseo añadir un nuevo argumento
jurídico a los miles que se han esgrimido en todo tipo de sedes a favor y en
contra de los pronunciados por los agentes jurídicos involucrados en este
espinoso affaire. Un buen día, leeré con la calma requerida la sentencia del
caso. Entonces, sólo entonces, será el momento de opinar con cierto fundamento
jurídico.
Mi
propósito es más complejo. Lo que trato de defender es que una sociedad
democrática moderna y avanzada como la nuestra no puede permitirse el lujo de
jugárselo todo a la carta del derecho penal. Se trata de un órdago que no suele
conducir a buen puerto. El derecho penal es necesario, imprescindible, sí, pero
la justicia no puede quedar aprisionada entre los férreos barrotes de un
ordenamiento punitivo altamente minucioso y tecnificado por tratarse de la vía
que abre la puerta a la coerción legítima. La Justicia, en su sentido más pleno
y noble, es más, mucho más, que todo eso. De ahí que no todo tipo penal sea
justo por definición o que se puede hablar de la justicia o injusticia de una imputación,
como es la del caso de la Infanta Cristina. La política, el derecho, la moral,
pero también, por qué no, la comunicación como tal, convergen y participan de
la idea de justicia democrática. La Justicia, por eso, no es plana, sino
poliédrica.
La
dimensión ética, social, política, e incluso mediática, como digo, de la
Justicia no queda del todo satisfecha con la simple aplicación de un
ordenamiento punitivo por muy válido y necesario que parezca. Sería del todo
injusto, aunque no punible, por ejemplo, que un medio de comunicación de
tendencia monárquica no diera cuenta suficiente de una supuesta condena de la
Infanta con el fin de proteger a la Corona, así como que un medio republicano
no tratara con el respeto merecido una sentencia absolutoria. La justicia
mediática no necesariamente coincide con la justicia penal, ni con la justicia
social. Por eso, las distintas dimensiones de la Justicia no se superponen,
sino que se complementan. La dimensión jurídica, y específicamente la punitiva,
es constitutiva de toda sociedad democrática anclada en el Estado de Derecho,
pero, repito, no es la única, y menos todavía la más importante de las
dimensiones de una sociedad madura bien constituida. Lo jurídico es cimiento,
pilar, anclaje de toda sociedad, pero no es tejado ni muro ni puerta, y una
buena casa necesita de todos sus componentes.
Me
he detenido en este punto porque, en mi opinión, para alcanzar la solución
social más justa de nuestro caso es clave separar el aspecto jurídico de los
aspectos político y mediático. Dejemos que el proceso penal siga su escrupuloso
y minucioso ritmo, que el juez Castro realice su labor instructora, que los
abogados de la Infanta cumplan su función de asistencia, que la Fiscalía y el
sursuncorda hagan su papel, que se pronuncie la sentencia, se recurra, si es el
caso, y un largo y casi interminable etcétera, y preguntémonos, en cambio, con
miras más amplias, lo siguiente: ¿Debería la Infanta Cristina saltar a la
palestra y dar cuenta a la sociedad española, no sólo al juez Castro, en
primera persona, sobre los supuestos hechos que a ella se refieren? Mi
respuesta es clara, contundente, nítida. Sí, la Infanta Cristina ha de
dirigirse a la opinión pública porque la responsabilidad social sobrepasa con
creces los estrechos límites de la responsabilidad penal. Sí, Su Alteza Real la
Infanta Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad de Borbón y
Grecia, Duquesa de Palma de Mallorca, séptima en el orden sucesorio a la Corona
de España, debería hablar a toda la sociedad española sobre su supuesta
corrupción política antes de que se pronuncie el juez. Después, será demasiado
tarde. Pienso que ese es el mejor camino para cerrar cuanto antes la herida por
la que sangra la Monarquía.
Todos
somos iguales ante la ley. Todos los ciudadanos tenemos la misma
responsabilidad ante el derecho, pero no todos los ciudadanos tenemos la misma
responsabilidad ante la sociedad. A mayor influencia social, mayor
responsabilidad social. La Infanta tiene el derecho de callar ante el juez, de defenderse
empleando todos los medios jurídicos a su alcance, pero tiene el deber (no
estrictamente jurídico, pero sí social) de informar a la ciudadanía, de
justificar su conducta, para bien o para mal. Más: de pedir perdón, si fuera el
caso. Desde el punto de vista mediático, este valiente acto de Su Alteza Real
frenaría en seco la caída libre de la Monarquía española y la reconciliaría con
su gente. Es cierto que nadie tiene obligación de declarar contra sí mismo, que
de nadie se espera que tire piedras contra el propio tejado, pero también lo es
que cuando las piedras que caen sobre el propio tejado rebotan sobre el tejado
de los demás (en este caso la Monarquía, e indirectamente la imagen de España)
existe el deber social de actuar para evitar el daño indirecto. Las reacciones
en cadena hay que cortarlas de plano. En este caso, el interés público
prevalece sobre el interés privado de la Infanta, por muy loable que sea.
No
podemos aplicar en este caso una política de mínimos, sino una política
generosa, de largo alcance, que marque un nuevo estilo de comportamiento ante
supuestos casos de corrupción política. La transparencia política no va a
remolque de la transparencia jurídica, cuando ya no hay nada que perder porque
la sentencia ha sido ya dictada, sino que se anticipa, con el fin de evitar
males mayores. Aquí radica el heroísmo de un comportamiento ejemplar no exigido
por los cánones penales, pero sí pedido a gritos por el pueblo. La sociedad
española perdonó al Rey de su infame cacería en Botsuana cuando, nada más salir
de su habitación del hospital, reconoció con sencillez y humildad que se había
equivocado y prometió no volver a hacer cosa semejante. Algo parecido ocurrió
en el caso Lewinsky, si bien Bill Clinton tardó en reaccionar. Cuando el cuadragésimo
segundo presidente de los Estados Unidos reconoció públicamente su «terrible
error moral», el pueblo mostró una generosidad inesperada por los analistas
políticos más expertos. En el lado completamente opuesto, se halla el caso
Watergate, que acabó con un presidente Nixon empecinado, arrinconado y
sepultado por pruebas y evidencias concluyentes.
El
principio de transparencia social, que, repito, va más allá de la transparencia
jurídica, está en la base de cualquier confianza que una sociedad pueda depositar
en una persona pública, como es SAR la Infanta Cristina. No es una cuestión de
coerción penal, sino de lealtad social. Por ello, la Infanta debería hablar
ante los medios de comunicación, justificar ante la sociedad española su
actuación y comportamiento y asumir responsabilidades políticas y sociales, en
su caso. Como en todo Estado de Derecho, la última palabra la tendrá el juez,
pero la última palabra no es la única palabra. Antes que la del juez, la voz
que espera oír la sociedad es la de la Infanta. Es, pues, la hora de la Infanta
Cristina de Borbón y Grecia.
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